EL FRUTO DE LA SALVACIÓN
Escrito por Dan Percov
Recuerdo que los pájaros cantaban con los primeros rayos de luz de un cálido amanecer, pero eso no hizo que fuese un día feliz en la pacífica aldea Bremon.
Gadia, mi amor… Estabas muy enferma. La noche anterior te desmayaste en medio de nuestra posada mientras llevabas una bandeja con bebidas. Tu nariz sangraba.
Todos los presentes se acercaron a ti, alterados. Nadie sabía lo que te pasaba.
Odür, el leñador de la aldea, fue raudo al bosque para llamar a un curandero. Volvió por la mañana con Thomas Fallon, el gran alquimista.
El alquimista examinó tus ojos, tu garganta y te dio varios brebajes.
Mientras esperamos a que las pociones hicieran efecto, me presenté, le dije mi nombre; Cearo Docues y el tuyo amor mío.
Empezaste a toser y a sangrar por la nariz.
El alquimista te examinó y me miró fijamente a los ojos para decirme:
―Gadia tiene una grave enfermedad, está muy avanzada. No puedo hacer nada Cearo, lo siento… ―diagnosticó ese alquimista.
―¿No puedes hacer nada? Dale más pociones mágicas ¡Haz algo! ¡Cúrala! ¡Te dedicas a salvar a las personas, sálvala! ―le grité al alquimista.
―Cearo… no hay nada que cure esta enfermedad tan extraña. Es conocida como la enfermedad de los reyes. La tuvo el hijo y la mujer del rey Diciaco. Con mis pociones solo puedo hacer que no sufra, lo siento Cearo…
―Algo habrá que se pueda hacer. Tú has leído libros, eres listo, sabes cosas ¡Haz algo! ―Exigí al viejo alquimista.
―Ah… Cearo… Hay algo que puede curarla. Una vez leí que existe una planta capaz de curar cualquier mal, la panacea es el nombre de esa planta. Sus frutos son el remedio para todo, son los frutos de la salvación.
―Iré a por esos frutos, ¿dónde se encuentra esa planta? ―pregunté.
―Verás Cearo, nadie ha visto esa planta, nadie la ha conseguido y nadie puede asegurar que exista. El rey Diciaco se gastó una fortuna para conseguirla y todo fue en vano. Es un mito, una leyenda que todos los alquimistas conocemos.
―Yo seré el que la consiga. Yo traeré esos frutos y salvaré a mi mujer, dime alquimista ¿Dónde se encuentra esa planta?
―Se encuentra en el bosque mágico del norte, el bosque de las hadas. Deberás entrar en su reino. No es fácil lograrlo. Los que dicen que han entrado, eran dementes, nadie les podía creer, estaban locos. Si logras entrar allí, ten mucho cuidado, las hadas tienen extraños poderes… ―Me advirtió ese alquimista que no podía curarte.
Tras aquellas palabras me mentalicé para ir al bosque de las hadas. Saqué el cofre que guardamos bajo de la cama donde estás ahora mismo. Lo abrí para sacar mi espada y escudo.
Pensé que jamás volvería a coger esas armas, pero como de costumbre, me equivocaba.
―Son las armas del ejército de Valra ¿formabas parte de sus filas? ―Preguntó Thomas
―Era capitán del quinto batallón. Lo dejé cuando me casé con Gadia. El matrimonio no es compatible con la carrera de armas. Nos casamos en secreto y deserté. Vinimos a esta pacifica aldea y construimos esta posada para dar alojamiento a los aventureros que pasan por aquí ―expliqué al gran alquimista.
―Me dijeron que el sacerdote que casaba a los soldados se quedó sin cabeza por orden del emperador. Creo que con mis pociones puedo conseguir que aguante tres días. Ve raudo a conseguir el fruto de la salvación, no creo que Gadia pueda resistir más, solo tres días ―me avisó Thomas.
―¿Cómo es esa planta? ¿Cómo puedo distinguirla entre las demás? ―Pregunté al viejo alquimista.
―Todos los bocetos que he visto eran distintos. No sé cómo es la planta de la panacea, pero estoy seguro que las hadas te lo dirán. Cearo toma, coge estas pociones, el viaje será peligroso. Yo me quedaré aquí cuidando de Gadia ―me dijo Thomas.
Puse en mi bolsa las pociones del gran alquimista, junto con unos frutos del viajero y raíces de mícoda para alimentarme en el viaje. Me acerqué a tu oído, cogí tu mano y susurré en tu oído con mi más profunda sinceridad:
―Gadia amor mío, aguanta, aguanta cariño. Cuando te vi tuve miedo de besarte, cuando te besé tuve miedo de amarte y ahora que te amo tengo miedo de perderte. Resiste, pronto estaré aquí y te pondrás bien. Solo resiste todo lo que puedas. Un día te prometí que siempre iba a estar en las buenas y en las malas. Aunque no te lo recuerde todos los días, mi juramento sigue en pie.
Salí de la habitación. Bajé las escaleras de la posada de un salto. Me vinieron buenos recuerdos de cuando construimos esta posada. Toda la aldea nos ayudó. Se respiraba tranquilidad y armonía, como si la vida nos diese una segunda oportunidad, pero todos esos recuerdos no valen para salvar tu vida de la terrible enfermedad de los reyes.
Salí fuera y fui al establo. Me acerqué a nuestro caballo Kerwall y le puse la silla de montar.
Lo abracé y lo acaricié con mimo, mientras le dije ―Vamos bonito, tenemos un viaje que hacer.
Monté sobre Kerwall y nos fuimos raudos en dirección al norte, al bosque de las hadas.
Debíamos cruzar las montañas de los orcos. Bosques y ríos, pero no me importaba, en mi cabeza solo estaba mi objetivo; conseguir el fruto de la panacea para salvarte de esa terrible enfermedad.
Galopamos a gran velocidad por caminos y mesetas. Galopamos y galopamos hasta que nos encontró el atardecer.
Cuando llegamos a las montañas, ordené a Kerwall ir más despacio, esas montañas son peligrosas, están llenas de sanguinarios y violentos orcos.
Continuamos al trote con la guardia alta, pero fue inútil, los orcos conocen muy bien esa zona.
Nos atacaron por sorpresa. Lanzaron una red de caza y caímos al suelo.
Kerwall estaba pisándome la pierna derecha.
Me costó ponerme en pie, pero lo hice a pesar del golpe. Comprendí que nos habíamos metido en su territorio de caza.
Estos seres fuertes, violentos y feos, que median más de dos metros se acercaron a nosotros. Desenfundé mi espada y me preparé para el combate.
Eran demasiados pero no iba a perder sin presentar batalla, no sería digno del capitán del quinto batallón del ejército de Valra.
Me había ganado mi puesto en el ejército con mi fuerza y mi astucia. Todo lo que aprendí en mi carrera de armas era para esto, lo comprendí, estaba destinado a salvarte, pero fue en vano, amor mío…
Con mi espada en alto preparado para la batalla, escuché unos pasos detrás de mí, oí un golpe y caí al suelo inconsciente.
Entonces te vi, vi tu bello rostro con unos hoyuelos en tus mejillas. Vi tu pelo negro y tus bellos ojos verdes.
En mi mente pude escuchar unas palabras que sonaban con tu dulce voz:
―Cariño… Nunca me olvides, el recuerdo de mi existencia será lo único que me mantendrá viva.
Tras esas palabras vi como soldados del ejército del Dios de la Muerte te cogían para llevarte al Averno.
Me enfrenté a ellos como nos enseñaron en el reino, había que atravesar su corazón, solo así morían de verdad y se convertían en cenizas y huesos. Fue lo que nos enseñó el general Areus, el emperador de Valra gracias a que liberó el reino de la maldición de los Teazka la noche que murió el rey Diciaco.
Eran muchos y me atacaron a la vez, me mordieron y me atacaron con sables oxidados para atravesarme el torso y llenarlo todo de sangre y vísceras.
Gadia, amor mío, eres lo que jamás quiero perder…
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