¡Hola!
Siento muchísimo el retraso
ya tengo el relato completamente montado pero apenas he tenido tiempo para escribirlo entero. Aquí os pongo la primera mitad para que lo vayáis leyendo, si queréis, y mañana sin falta subo el resto.
Aún necesita algunos arreglos...
Ah, y he pensado en cambiarle el título por "Mantwoman", que me pega más
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3 de marzo de 2009, 9:30 am
Abrí los ojos con torpeza cuando escuché un fuerte estruendo que provenía desde algún lugar de la casa. Sentía la boca seca y las manos entumecidas, como si hubiese estado dormida sobre ellas durante toda la noche. La cabeza me daba vueltas y era incapaz de reconocer el lugar en el que me encontraba. La primera imagen que vi cuando abrí los párpados fue el póster de un cerebro fluorescente colgando del techo. Estaba en mi cuarto. Los muebles negros y la alfombra morada se encontraban exactamente donde yo recordaba que deberían estar, aunque en lo más profundo de mi conciencia sentía que algo había cambiado. Revisé una a una cada esquina, buscando aquel elemento que hacía que todo pareciera distinto: la ropa del día anterior seguía sobre la silla, junto al escritorio y el terrario permanecía al lado de la estantería. Entorné los ojos fijando mis pupilas en aquel punto verde que todavía me resultaba algo borroso. El cuerpo de una mantis religiosa estaba sujeto a las cortinas de la ventana y me miraba de soslayo como si pretendiera culparme por aquel desorden. Volví a mirar al terrario tratando de averiguar por qué se había escapado cuando descubrí que éste se había roto y que todo ello se encontraba despedazado y esparcido por entre los flecos de la alfombra. Me incorporé inmediatamente buscando con la mirada las otras cinco mantis que habían desaparecido, cuando volvieron a repetirse los golpes estridentes en la puerta de la entrada. No recordaba nada del día anterior, ni siquiera sabía si había bebido. El último recuerdo que tenía era el de haber salido a comprar comida para mis insectos y después, nada. Cerré la ventana para evitar que las mantis pudieran escapar y me puse en pie sobre la alfombra. Los cristales no me cortaron, pero yo sentía un fuerte dolor en alguna parte del cuerpo y no lograba averiguar de qué se trataba. Busqué el espejo que había detrás de mi cama y me contemplé en él. Seguía teniendo el cabello blondo y lacio con un flequillo recto que ocultaba mi frente. Sobre mi pecho, había dos calaveras tatuadas y una rosa en mi vientre. Me retiré la ropa interior y la eché al cesto. Ahí dentro encontré otras prendas manchadas de sangre y excrementos. No sabía qué había podido suceder con ellas. Miré mi espalda, en ella había un león hambriento que rugía con su melena ondeando al viento. Todo parecía normal, pero yo no dejaba de sentir una profunda presión en mi pecho. Quizás todos las imágenes que recordaba, algo difusas, no eran más que el espectro de una cruel pesadilla. Salí al pasillo para comprobar quién estaba aporreando la puerta de aquella manera. Le oía gritar con ira, pero no comprendía lo que decía. Mi mente se había quedado bloqueada y nada de lo que veía me parecía real. No podía quitarme de la cabeza aquel momento en el que salí a comprar comida o medicamentos… Sí, eso fue, yo tenía que comprar vitaminas para los mantodeos.
2 de marzo de 2009, 20:00 pm
Para encontrarnos en los primeros meses de primavera, la calle estaba oscura y fría. Caminé por la acera con las manos hundidas en los bolsillos, tratando de no pensar demasiado en él. El asfalto se encontraba humedecido, aún impregnado del barro que la lluvia había arrastrado desde el parque. Delante de mi edificio había un quiosco, lo sorteé para cruzar la calle y continué hacia la derecha. La suela de mis botas se escurrían entre los charcos y el aire frío penetraba por el bajo de mi falda. Cerré los ojos y seguí andando. Jaime no me había llamado. En el último tramo de la calle pude distinguir el cartel morado de aquella tienda de animales. Apresuré el paso. Antes de llegar al último cruce, quise sentir la vibración del móvil entre mis dedos y lo saqué del bolsillo. La pantalla en negro reflejó mi rostro congestionado y cansado, harto de esperar una disculpa que nunca aparecía.
Jaime y yo habíamos pasado juntos el último fin de semana, aprovechando que a su mujer le tocaba el turno de noche en el hospital. He de reconocer que durante aquel tiempo él se mostró muy amable conmigo. El sábado por la noche cenamos ensalada con cordero y vino, todo preparado por él. Luego nos sentamos en el sillón para charlar sobre el trabajo. Hacía dos años que había empezado a trabar para su restaurante: mi compañía le proveía de pescado y marisco y yo me encargaba de hacer el reparto. Aún puedo recordar la primera vez que nos encontramos. Él estaba hablando por teléfono, recuerdo que estaba muy nervioso porque no había llegado un envío y yo me ofrecí a llevarle para que lo recogiera él mismo. A la vuelta nos enrollamos en la parte trasera del camión, entre las cajas de lubina y bonito, con el frío arañándome la espalda. Pero cuando estuve en su apartamento, tan solo dos meses después, todo fue muy distinto. En ningún momento había mencionado que tuviera una esposa, aunque yo se lo notaba en la manera de afeitarse, en el bordado de la ropa, que siempre estaba correctamente planchada, y en la manera que tenía de hacer el amor.
Dijo que me llamaría pero aún no lo ha hecho y tampoco he vuelto a verlo; cada vez que llego a su restaurante es uno de sus camareros quien recoge la mercancía. He llegado a creer que su mujer le ha descubierto y quiere evitarme un problema más. Aunque en otras ocasiones me da por pensar que ya no le intereso y que todo aquello era un lío más. No quiero ni imaginarme la cantidad de mujeres con las que habrá estado. Puede que lo nuestro no fuera especial y que ya le hubiera engañado con muchas otras antes. Pero yo no dejo de sentir una angustia en el pecho que me impide dormir por las noches.
La tienda por dentro estaba completamente en silencio y tan solo iluminada por unas pequeñas velas que había sobre el mostrador. En los estantes puedo distinguir el contorno de unos frascos de formol, aunque intento no descubrir qué hay dentro. Me acerco a una de las estanterías buscando la comida de mis amados insectos, cuando presiento una mirada fija en mi espalda. Me doy la vuelta. La dependienta me está mirando desde el otro extremo. Su rostro es blanco y fino, oculto bajo dos mechones de pelo negro y rizado. Ella me sonríe y me pregunta qué estoy buscando. Trato en contestar; no recuerdo haberla visto antes, la mujer que solía atenderme era más mayor.
—Comida para mis mantis —respondo.
Ella asiente y se sitúa detrás de una mesa amplia y negra en cuya esquina hay una jaula con un cuervo.
—¿Las polillas las vas a querer vivas o muertas? —me pregunta.
—Prefiero que estén vivas —respondo y veo cómo abre una bolsa de plástico con agujeros y mete la mano dentro de un tubo plateado.
Las mariposas empiezas a revolotear dentro de la bolsa en cuanto ella abre la mano y no tarda en hacerle un doble nudo con un lazo.
—¿Algo más? —me pregunta ignorando mi mueca de asco.
—Tengo a una de ellas enferma, si pudiera darme algo…
—¿Cómo de enferma? —pregunta apoyando los codos sobre el mostrador.
No puedo apartar la mirada de aquella fresa mordisqueada que tiene tallada en el hombro.
—Se ha vuelto blanquecina, como amarillenta, y apenas se mueve dentro del terrario. Es una hembra.
—Entiendo —dice y la veo desaparecer detrás de la cortina que lleva a la trastienda.
Yo desvío la mirada hacia la bolsa de orugas aladas que me observan con desesperación. Cualquier cosa es mejor que criar cucarachas en casa.
—Creo que con esto te servirá —la escucho decir mientras retira la cortina.
Ella me muestra un frasco que parece medicina para los oídos y lo desenrosca. Sobre un papel en blanco deja caer un par de gotas y éstas, al instante, lo tornan en color castaño, como chocolate.
—Es una medicina que contiene una gran cantidad de vitaminas concentradas. Es posible que sus mascotas estén enfermando porque no les llegue suficiente luz solar o porque las plantas de su terrario tengan demasiada humedad. Deles esto cada vez que les vaya a servir comida. Basta con que rocíe con un par de gotas las polillas.
—De acuerdo, muchas gracias.
—Le advierto, señorita, que no debe tocar bajo ningún concepto estas gotas. Se trata de un medicamento en fase experimental y puede resultar extremadamente dañino para el cuerpo humano. Lo están utilizando los agricultores en las plantaciones. Evita que las mantis que se comen los grillos mueran y así estos no perjudican a las plantas.
—¿Debería rociarlo con guantes? Tengo por costumbre cogerlas para darles de comer, no quiero cambiar ese hábito.
—Será solo por un par de días, en unas horas verá como su mantis vuelve a recuperar su pigmentación.
Asentí, aunque no me sentía muy convencida y salí de aquella tienda con las gotas envueltas en una bolsa y con las mariposas ocultas dentro de la chaqueta.
La tela de las cortinas se reflejaba sobre el cristal del terrario privando a los insectos de la poca luz que entraba por la ventana. Aparté con cuidado los objetos que había encima del escritorio y situé a las mantis sobre él para tenerlas a la altura de los ojos. Una de ellas se encontraba arrinconada en una de las esquinas, con la mirada baja y la piel amarilla, tal y como la había dejado. Las demás permanecían amarradas a las plantas sin preocuparse por su estado de ánimo. Saqué del bolsillo la bolsa de las polillas y la apoyé sobre la mesa. Después vertí en un pulverizador con agua tres gotas de aquel líquido hediondo y la volqué con cuidado, haciéndoles entrar por la boquilla del terrario. Vi cómo algunas de ellas revoloteaban hasta amarrarse con desesperación a la tapa de la jaula mientras eran observadas por las mantis que se encontraban más arriba. Con ayuda de unos palillos chinos, sujeté a una polilla y la acerqué hasta su boca. El insecto no parecía tener apetito y apenas podía reaccionar ante el alimento. Vi cómo alargaba las pinzas y sujetaba a la mariposa que se retorcía con desesperación. Pero, después de haberle dado muerte ahogándola entre sus maxilares, la mantis soltó el cadáver y volvió a refugiarse en la esquina. En lo más profundo de mi ser sabía que aquello no era una buena idea, pero mi pasión por aquellos insectos me impedía ver cómo moría de hambre sin hacer nada por evitarlo. Dejé los palillos sobre la mesa y me remangué para meter la mano en el terrario. El cuerpo frágil y pálido de aquel ejemplar se retorcía entre mis dedos como si se tratase de la cola de una lagartija que ha sido desprendida del resto de su cuerpo. Hice el amago de volver a recoger la polilla cuando sentí un pinchazo en la yema del dedo. La mantis se había aferrado al pulgar y no era capaz de apartarla. De pronto me sentí mareada y nauseabunda. Lo último que recuerdo antes de perder el equilibro y caer sobre el terrario, es ver cómo la herida se infectaba y brotaba de ella un líquido oscuro que teñía mi piel de verde. Mis manos de pronto se agrietaron como el papel que había sobre el mostrador, y yo caí al suelo, perdiendo el sentido, sin poder contemplar el nuevo aspecto que había adquirido.