Bueno, allá va la segunda versión.
Hay alguna modificación.
TRANSTORNO
Mikel Garriga Iglesias
Marcelo Hernández
Albergue de los desamparados
Agencia Galope
Fausto Mirelles
Muy señor mio,
Le comunico que el resultado del caso es nulo. Estuve inmerso en una investigación que ha causado profundos dolores de cabeza a los habitantes de Reo. A continuación le adjunto el informe detallado, puesto que me resulta imposible personarme en la oficina.
Superé una señal que indicaba la entrada a Reo, un pueblo ubicado en la cima de una colina limítrofe al Mediterráneo. Una ligera línea horizontal era cuanto el gran disco me permitía atisbar. Vi el resbalar lento y cosquilloso sudor sobre mi cara a través del parasol. La humedad era espesa, entre las calles circulaba el bochorno.
Aparqué el coche y me encontré solitario en la plaza del ayuntamiento. Las bocacalles circundantes, altas y angostas cobijaban del quemazón, tomé una.
Desorientado, anduve por las calles adoquinadas a fin de encontrar una referencia que me guiase hacia mi cliente. Un fino hilo musical atrajo mi atención; al doblar la esquina vi reunidas varias ancianas, unas de pie, otras sentadas a la vera de sus casas. Sobre el regazo, una anciana con bata amarilla sintonizaba una vieja radio.
Sus miradas de soslayo, el inquietante parloteo en susurridos acelerados y la aprensión que mostraron carente de disimulo, me transmitió malas vibraciones.
Un rostro arrugado de cabellos plateados me clavó su mirada, estupefacta, el temor le atenuó el semblante; se santiguó con frenesí y con pasos trastabillados se refugió en su hogar. Me detuve al alcanzarlas y pregunté:
-Buenas tardes, señoras. ¿Tienen un vaso de agua?- Me saludaron indiferentes, un silencio prolongado se adueño de la palabra. La anciana de bata amarilla apagó la radio, se levantó y se adentró en su hogar.
-¡Que calor! -dije-. Cualquiera diría que estamos en octubre-. Las ancianas asintieron con sequedad, el ánimo de conversar anterior se esfumó con mi llegada. Noté su incomodidad, tan cerca y a la vez tan distantes. La anciana de bata amarilla salió de su hogar con un vaso de agua en las manos. Me lo tendió.
-Muy amable- dije. Acabé con el contenido de un trago. Le devolví el vaso sudoroso. -Soy Marcelo Hernández, vengo desde Madrid a petición de un vecino suyo que responde al nombre de Antonio Ibañez. ¿Saben ustedes donde vive?
Otra anciana, sentada, inyectó sus ojos en sangre, alzó con firmeza el índice en dirección al punto más alto y dijo:
-¿Ves aquella ventana? Allí es-. Observé que la luz se encendía y apagaba con intermitencia.
-Parece que está en casa- dije.
La mujer de bata amarilla interfirió:
-Toma el sendero y preséntate, si es tu propósito, pero el resto del pueblo no quiere relación con ese individuo-. Fruncí el ceño ante lo que me pareció un comentario irracional, entonces la anciana levantó el brazo de manera que los rayos ultravioleta penetrasen a través del vaso y dijo:
-Ese hombre tiene el alma opaca, como el vaso-. En el vaso se reflejaban mis huellas. Con el semblante a disgusto me conformé con la información obtenida y me despedí.
-Adiós, gracias señoras.
-Anda con Dios- dijo una.
Tomé el sendero polvoriento que me condujo hasta la estancia. Arranqué un hierbajo y lo mastiqué, inspeccioné el porche con detenimiento. Todo cuanto analicé me confirmó el abandono emergente, la decadencia y la soledad; el suelo impregnado por una gruesa capa de grasa pegajosa, las paredes de ladrillo gris agrietadas, la vegetación dominaba la puerta de roble, destartalada, con una inscripción en el centro, cito: os descubriré malditos.
La luz intermitente me extrañó. Piqué a la puerta, la luz interior cesó, dio paso al alumbrado del porche. Un farol sobre la puerta se iluminó con una mortecina luz roja. La puerta se abrió con violencia.
Me fijé en la piel de aquella delgada figura, pálida, flácida, los labios incoloros, la nariz chata, sus rasgados ojos apagados, aparecían algo rojizos, vidriosos. Vestía una camiseta de algodón blanca y unos pantalones tejanos desgastados, sus pies iban descalzos.
Tras su pregunta, le confirmé que venia de la agencia de detectives, me invitó a entrar. Resonaron mis pasos al entrar en una amplia estructura vacía, austera, carente de mobiliario. Deduje que la instalación de agua no funcionaba; por las paredes, las canalizaciones se abrían paso averiadas, entre las humedades. Unas velas de cera y el incienso humeante era cuanto resaltaba.
Se dirigió hacia el ventanal posterior, mantuvimos una conversación que seguí mediante su reflejo. Inicié el turno de preguntas por la niña; su nombre, una descripción detallada. A sus respuestas me hice una idea; Carolina Ibañez, pequeña, contaba doce años, de tez morena, se caracterizaba por una larga melena negra que rozaba la cintura. De constitución delgada. Desapareció la semana anterior de visita al centro de confección a ver a su madre, quien trabajaba allí de diseñadora de vestidos. Pero no apareció.
-¿Alguien la vio?- pregunté.
-La gente del pueblo se desentiende del asunto, nunca me ayudan- dijo.
-¿Y su mujer que sabe?-. Inclinó la cabeza a un lado, suspiró y con la voz agarrotada escupió:
-Ella está muerta. Murió hace años. Era una puta.
-¿Sabe si alguna empleada la vio?
-No trato con la gente.
-De donde salió antes de dirigirse allí?
-De casa de Agustina Ochoa, la propietaria del centro de confección. Mi hija hacía encargos en su tiempo libre. Fue a visitar a su madre a petición de Agustina.
-¿Alguna cosa más?
-No.
Decidí concluir la charla. No obtuve respuesta al decirle adiós. Lo noté compungido, apenado, desecho. No llegué a estar con él, solo permanecí a escasos metros.
Bajé el escalonado de cemento y penetré por el sendero. Pensé que si fue al centro de confección podría encontrar algún testigo. Oí el sonido de mis zapatos al caminar por los adoquines. Noté la camisa sudorosa, la frente me ardía. La sangre corría espesa, con lentitud por mis venas. Contrasté la dirección dada por Antonio y me encontré en la puerta principal del local.
Era un edificio gris, contaba con dos plantas. El letrero en la parte superior perdió la fuerza del color tiempo atrás. El ventanal exterior me impidió divisar adentro, había una cortina gris, manchada, deshilachada. Ojeé por las esquinas para ver quién había dentro, solo vi oscuridad. El resto era un gran bloque de hormigón, sin contar la puerta de madera. Quedé abstraído, con la mirada clavada en la cortina. Quise imaginar el tipo de personas que pudieron frecuentar la zona; las trabajadoras que aquel día se hallaban en su puesto, los transeúntes. A una chiquilla que camina en busca de su madre.
De repente la cortina se hizo a un lado, vi una cara pálida observándome, sin parpadear. Atónito, reaccioné con un sobresalto. Sin poder clarificar su rostro, la cortina se corrió de nuevo.
Piqué a la puerta sin obtener respuesta. Giré el picaporte y cedió. Entré.
En medio de la penumbra esperé encontrar a alguien, que alguien apareciese entre las sombras. El ambiente era tosco, el papel de las paredes doblegado besaba el suelo, polvoriento, atestado de trozos de un techo plagado de goteras. A mano izquierda la recepción estaba precintada con una cinta amarilla donde leí “no pasar”, extendida horizontalmente por todo el vestíbulo; en el extremo derecho, un par de butacas y una mesita con revistas de moda.
Tras la línea, al fondo, una puerta entreabierta dejó escapar un leve traqueteo oxidado que me impulsó a curiosear. Quité la cinta, caminé hasta la puerta y la empujé despacio acompañado de un crujir de bisagras.
La sala de máquinas emitía un aroma corrompido, me pareció azufre. Me aproximé a la máquina en funcionamiento. Una tela amarilla resbalaba por la parte posterior con un bordado negro brillante. El traqueteo se detuvo, escuché una suave voz que susurraba:
-Cose, cose pequeña.
-¿Quién hay ahí?- pregunté.
-Coser, coser y bordar.
La voz se reverberaba, con ecos ascendentes que convirtieron en inteligible su hilo de voz. Todas las máquinas se pusieron en funcionamiento. El traqueteo de los brazos era ensordecedor. La prenda fue arrancada con violencia.
La iluminación se presentó mediante un estruendo de los plomos, los parpadeantes fluorescentes encendidos, emitieron una blanca luz que me impidió reconocer nada durante unos instantes. Similar a una ilusión donde las imágenes se presentan borrosas aunque consistentes.
Me fijé en el vestido amarillo vestido por una niña que encajó con la descripción facilitada por Antonio. Su cabeza agachada, los brazos escondidos en la espalda, la brillante melena azabache sobre su rostro.
-¿Carolina?- pregunté.
-¿Sí?- susurró.
-¿Estas bien pequeña?- No contestó. Despacio, me acerqué a ella. Antes de contactar, levantó la cabeza súbitamente, alzó las manos con las palmas abiertas y las apoyó sobre su cabeza. Comenzó a arrancarse el pelo y a tirarlo en el suelo. Abrió la boca, empezó a escupir ahorcajadas y soltó un grito agudo que tuve en mi cabeza dando vueltas durante segundos. Destripó su cabellera hasta quedar calva.
Toqué de espaldas a la puerta, inconsciente, me retiré. Comenzó a desabrochar su vestido, botón por botón, amarró las solapas y cuando flexionó los brazos hacia fuera, un fuerte destello iluminó el ambiente, puse mi brazo alrededor de mi cara. Cuando el estruendo cesó, todo quedó a oscuras, en silencio, sin rastro de ella.
Me largué. Desde aquella zona aprecié el Mediterráneo, a lo lejos, toda la costa. Al oeste, el sol, el ocaso. Decidí pasear por el pueblo. Me acerqué a un banco, me senté, contemplé el busto erguido en el centro de la plaza; era una cara seria, disciplinada. Se trataba de un famoso doctor en psiquiatría venerado por el pueblo. Retiré el sudor de mi frente y suspiré.
Sentí una mirada, una sensación de escalofrío. Al otro lado de la plaza, entre los porches, una figura se desplazaba en línea recta. Cuando atravesaba el pilar, al descubierto, la veía, luego, la sombra reflejada en la pared. Se plantó en la plaza y se detuvo, quieta. Era una mujer delgada, de baja estatura. Permanecimos unos segundos inspeccionándonos. Levantó el índice y lo flexionó para sí, lo tomé como una invitación. Me levanté al encuentro, ella inició el paso, la seguí.
Cada paso era más acelerado que el anterior. Al fin la vi penetrar al interior de una casa apartada del centro. Al llegar a la puerta traspasé unas cortinas y presencié su morada. Dos butacas raídas de color verde en el recibidor, un espejo grande y una mesita. La mujer apareció por el pasillo a recibirme, blandía una pipa humeante entre los labios, tenía los ojos pintados de negro, sus pómulos empolvados y emitía un aroma a frutas salvaje. En las manos traía dos copas de un líquido marrón con unos cubitos de hielo flotando.
Las paredes estaban cubiertas de dibujos, de papeles coloreados con viveza, vestidos extravagantes, como ligeros. Formas extrañas que no imaginé tejidas debido a su complejidad.
-¿Quién es usted?- pregunté.
-Tome asiento, debemos hablar-. Puso las copas sobre la mesita y se sentó, la imité. Rompió a hablar con ritmo constante y desenfrenado. Me puso al corriente de que era ella la mujer de Antonio, por lo menos lo fue tiempo atrás. Dijo que cesara en la búsqueda de Carolina, que nunca daría con ella porque estaba muerta.
-¿Como?- pregunté
-La niña fue asesinada. La degollaron, le raparon la cabeza y la tiraron al río. Hace siete años de estos echos. No se encontró al culpable, se procedió a una exhaustiva investigación, también se contrataron a personas como usted. Los trastornos de Antonio fueron en aumento progresivamente, comenzó a presentar síntomas paranoicos, ataques de ansiedad. Se obsesionó con el caso. Desde entonces contrata gente, detectives que investiguen, que encuentren pistas, que averigüen, gente que le acerque al culpable. Por eso le he invitado a que venga a charlar, para convencerlo de que desista del asunto. Pierde usted el tiempo.
Quedé meditabundo absorbido por el contenido de aquellas palabras. El repicar de hielos en su copa me trajo de vuelta.
-¿Porque nadie me ha dicho nada?
-Porque la gente del pueblo está harta, ya tuvieron dosis de dolor en su día y cada vez que alguien nuevo viene, se abre de nuevo esa cicatriz. Jamás le ayudaran.- Sopesé sus palabras.
-Esta bien, debo irme- dije.
-¿Le molesta la conversación?
-No.
Me marché. Para corroborar sus palabras, decidí personarme en casa de la anciana que conocí a mi llegada. Llegué a aquella calle pedregosa y piqué a la puerta. Apareció el rostro arrugado con bata amarillenta recibiéndome con desagrado.
-Usted es Agustina Ochoa, ¿verdad?
-Si- dijo.
-Debo hablar con usted- dije.
-No hay nada que hablar.
-Usted estaba al corriente de todo, ¿porque no me dijo nada?
-Mira muchacho, ya te dije que no queremos saber nada de ese individuo. ¿Porque no te marchas y nos dejas vivir en paz?- Sentí un impulso de rabia. Mantuve la calma pero no los modales:
-Es usted una vieja amargada. Debe usted ayudar a ese hombre. Dejándolo actuar así es usted cómplice de su desdicha. Le permite hacer y deshacer sin que a usted le suponga un problema, tan solo lo evita, me pone enfermo.
-¿Quiere entonces que le ayude, eh? Quizá no ha tenido el placer de conocer a mi hijo. Esta aquí dentro. Es un médico doctorado en psicología que trata a personas que sufren trastornos mentales. Le avisaré para comentar el diagnóstico de Antonio.
Un hombre salió del interior, nos saludamos. Mantuvimos una charla que interrumpí cuando dijo que la mujer de Antonio estaba muerta.
-Se equivoca. Vengo de hablar con ella.
-Me parece que desvaría. Esa mujer murió hace años, la encontraron en la cama tendida, al parecer una sobredosis de calmantes. Se desconoce si fue auto infringida o no.
-Pero yo he hablado con ella ahora.
-Lo siento, pero no le creo.
Agustina tomó la palabra.
-¿Antonio no le dijo que estaba muerta?
-Sí -dije.
-Pues así es.
-¿Que me oculta?- pregunté
-Nada.
El médico se interpuso entre nosotros, me asió por el hombro y me dijo:
-Hay una cosa que debe saber, detective. Pero quiero que se controle, lo noto alterado -asentí con la cabeza-. La mujer de Antonio era una persona narcisista, neurótica. Era una obsesa de la moda, una mujer con traumas que se interesó exclusivamente por si misma en vida. Carolina, en segundo plano, jamás gozó de una vestimenta digna, irónico, lo sé. Pero tenía un cabello divino, bello y brillante, motivo por el que su madre la envidiaba. Así que un día en el que Carolina mediante llantos le suplicaba a su madre que le confeccionase un vestido, ésta optó por arrancarle cabello y tejer un brillante vestido del que presumió ante el pueblo. Luego acabó con su vida.
-¿Y que hay de Antonio, porque no le prestan ayuda?- El doctor hurgó en su pechera y sacó unas fotografías, comenzó a enseñarme fotos de la evolución de Antonio. Aprecié el deterioro que adquirió con los años. Me mostró más fotos donde salía su mujer. Fotos de Carolina. También de los inspectores, de los detectives. Todos ellos guardaban un curioso parentesco a mi.
-¿Qué le sugieren estas fotos?- preguntó el doctor.
-¿Qué se supone que deben decirme?- Tras esto llamó a un compañero que aguarda dentro. Salieron dos hombres y dijo:
-Vuelve usted a presentar síntomas paranoicos, cree usted que es otra persona. Por ese motivo estoy obligado retenerlo e ingresarle de nuevo en una clínica de salud mental donde recibirá todo tipo de tratamientos, hasta que se recupere. Me amarraron y me inyectaron un potente sedante.
Desperté en este albergue, donde me hospedo en contra de mi voluntad y me tratan con medicación, motivo por el cual le ruego, muy señor mio que medie en este conflicto puesto que se trata de un error.
Suyo, Marcelo Hernández
Madrid, Octubre de 1978.