Las Revelaciones de GlaakiRoberto Julio Alamo, ya nos ha demostrado en más de una ocasión lo bien que se le da el relato, y aquí os dejamos una prueba más, para que os vayáis entreteniendo a la espera del ebook recopilatorio. ¡A ver que os parece! Sin más preámbulos, ahí va...

Las Revelaciones de Glaaki

Imperio Prusiano, 1816

Sauces y fresnos, cerezos y encinas, pinares y robledales, se extendían a lo largo de aquella basta extensión de tierra; el estanque, de aguas turbias, era cercado por una valla, y pululaban por él toda clase de carpas y barbos. Aquellos eran los dominios del conde de una región de Dusseldorf, en la recién anexionada Renania, de nombre Víctor Kalinin, estimado por el Electorado de Brandeburgo y el Condado de Vivillos. Este noble de sangre prusiana, de unos cincuenta años de edad, habitaba la mansión de la colina, emplazada en mitad de aquellas arboledas y fuentes. Más allá se extendían terrenos baldíos, páramos de arenas cenicientas poblados por rústicas aldeas de baja techumbre, cada una separada de la otra por multitud de kilómetros. Los caminos rocosos, el gélido clima y la pobreza vigente hacían de la vida allí pura supervivencia. Los chopos, cercanos a la rivera del río, se agitaban con el viento desprendiéndose de sus últimas hojas.

Víctor, apodado «el despiadado» entre los habitantes de aquella región, moraba en la ostentosa mansión junto a su anciano tío Otto y la escasa servidumbre. Y allí se hallaba el pálido conde de tez afligida, gesto sempiterno en su triste semblante. Los cuervos revoloteaban sobre el negruzco tejado de pizarra mientras la grisácea calima emborronaba el horizonte creando la sensación de espesa niebla.

Misteriosa enfermedad asediaba al viejo Otto, pues extrañas erupciones, dolencias de urticaria y reacciones alérgicas le habían hecho caer en la demencia. El día y la noche los pasaba dando vueltas en la cama, delirando sudoroso e imprecando acerca del momento que definía como «Advenimiento del que habita el lago». Víctor había pagado una fortuna enviando heraldos a lo largo de la estepa de Silesia para hacer llegar a los mejores doctores y sabios, versados en las ciencias; consideró el severo conde que de aquel modo, trayendo a aquellos hombres, la salud de su tío mejoraría indudablemente. Se equivocó. Las técnicas de aquellos «vulgares curanderos» —según él— no habían ayudado en absoluto al anciano, cuya agonía se mostraba incipiente. Los sabios fueron ejecutados y sus cabezas ensartadas en estacas, pues no habían hallado solución alguna; la desesperación de Víctor era tal que tiró por tierra la posibilidad de que su tío sobreviviera al invierno.

Fue entonces cuando escuchó hablar a un plebeyo con el ama de llaves, y mencionaron a un tal Dumuzi Ubara, extranjero capaz de curar las más traicioneras enfermedades. El villano daba fe de las capacidades de éste «brujo», pues según él, hacía tan solo una semana había librado de manos de la parca al virrey Federico «el verdugo» de las costas de Pomerania. Mandó a sus mejores jinetes en busca del brujo, y en vísperas de la estación fría, regresaron con Dumuzi. Víctor salió con su séquito a recibirles, y vio a aquel hombre de mediana edad y aspecto extravagante. Venía del oriente, de más allá del mar Caspio, y su rostro estaba poblado por largas y arregladas barbas; ornamentos dorados cubrían su traje —de tono verdoso—, que por la espalda dejaba caer una capucha holgada.

—¿Sois vos quién me ha hecho llamar? —preguntó el recién llegado con voz carraspeante a pesar de su aparente jovialidad.

—¿No sois vos el brujo? Adivinadlo pues —retó con suspicacia innata.

—¿Brujo? —sonrió con cínico gesto Ubara—. Yo tan solo soy el humilde sirviente de Glaaki, morador del lago.

—Sea cual sea vuestra procedencia, ni lo más mínimo me interesa vuestro linaje… Curad a mi tío y seréis recompensado —ofreció Víctor sin prestar demasiada atención al visitante.

—¿Y qué podéis ofrecerme vos? —preguntó Dumuzi.

—Poned precio a vuestros servicios, os daré lo que deseéis —dijo el conde.

—No es el oro lo que capta mi atención, conde… —respondió—. Ya pensaré en algo… seréis informado en cuanto de con lo que ansío —y quedó meditando en busca de algo de su agrado. Los guardias escoltaron a Dumuzi Ubara y al conde Kalinin hasta el salón alfombrado, y de ahí llegaron al ala este de la recargada mansión, concretamente al piso superior. Víctor indicó al extranjero el lugar dónde se hallaba la estancia de su tío, en lo más alto de aquella ostentosa vivienda.

—Ahora marchaos y dejadnos solos —dictaminó Dumuzi, y así hicieron, aunque el conde ordenó que los guardias permanecieran apostados en el exterior de la habitación.

Durante las horas que el extraño viajero permaneció encerrado junto al enfermo, los aterrados guardias escucharon gritos desgarradores y balbuceos dementes de atroz procedencia. Los extraños sonidos guturales que hacían retumbar la pared de piedra, helaron la sangre de tan aguerridos guerreros, que no osaban apartar la mirada de la puerta imaginándose los más terribles acontecimientos. La noche había caído en aquella región de Renania, y la fría brisa azotaba las estepas. El cielo estrellado comenzó a cubrirse por un tenue manto de nubes que misteriosamente parecían teñidas por un fulgor rojizo, casi sanguinolento; algunos copos comenzaron a caer lentamente, y luego la nieve se intensificó cubriendo aquella tierra infértil que precedía a los dominios del conde.

Se presentó entonces el extranjero ante el conde Kalinin y le dijo:

—Vuestro tío ha sanado, señor. Es menester que establezca mi precio —y fue contestado con un asentimiento. Una mueca de ingenio cubrió aquel sombrío rostro de orientales rasgos y volvió a hablar— Os pido que me entreguéis una décima parte de los labriegos que vuestros dominios trabajan. En cuanto disponga de ellos, marcharé de éstas tierras.

—¿Una décima parte? —exclamó sorprendido. El extranjero frunció el ceño, y la tenebrosa profundidad de su sombría mirada logró embaucar, debido al temor profesado, al conde de oscura capa—. Os entregaré a las gentes de la aldea cuando compruebe que mi tío goza de salud plena —el brujo sonrió ante la frase y asintió, y en la estancia irrumpió de pronto Otto, que con tétrica voz hizo eco entre aquellas cuatro paredes.

—Sobrino mío —dijo con voz firme ante la sorpresa del conde—. La mano de éste hombre ha logrado salvar mi vida, librarme de la última sentencia… dadle lo que pide —su tío parecía estar en peores condiciones que antes, con la piel totalmente flácida y blanquecina, y unas ojeras de color carbón. A pesar de ello, caminaba con soltura y se aproximaba a Víctor.

—Señor Ubara… ¿Qué le ocurre a mi tío? Parece que su piel pálida aún conserva su urticaria —inquirió Víctor aproximándose al extranjero y sospechando de asuntos turbios; el conde Víctor Kalinin, «el despiadado», comenzó a sospechar de una perversa intención de manos de aquel extraño, y aferrando una daga –que siempre ocultaba en su cinturón— se aproximó al brujo oriental. Su tío, saltando vigorosamente, como jamás lo había hecho, se avecinó sobre él y le tiró al suelo despojándole de su arma.

—¡Cómo osáis atacar al acólito de Glaaki! ¡Cómo os atrevéis a ofender a Dumuzi Ubara, hijo de Umubu! —gritó fuera de sí, con voz desgarradora, el anciano tío. Mientras chillaba con aquel desagradable tono, realizaba depravados movimientos aterradores, como fuera capaz de desencajar sus huesos a su antojo. Su cuello parecía roto, y Víctor se fijó en que el brazo flácido del anciano estaba cubierto de heridas sangrantes. El conde se levantó y se apresuró a recoger la daga, pero Dumuzi la pisó cuando éste la iba a agarrar por el mango.

—El habitante del lago no está conforme… no habéis cumplido el trato —amenazó el brujo—. Ahora pereceréis bajo su ira.

—¡No! —gritó el conde—. ¡Por favor, os pido clemencia! —dijo, y fijo sus ojos en la mirada del brujo, que brillaba demente, con las pequeñas pupilas enrojecidas y los ojos abiertos de manera grotesca. De pronto el anciano tío Otto agarró un sable de los que colgaban de la pared y lo blandió contra Víctor realizando movimientos extravagantes. Todo comenzó a temblar, y parte de la mansión parecía a punto de desmoronarse cuando sus vigas crujían estridentemente; una extraña espina ovalada atravesó uno de los tablones del suelo. El conde retrocedió mientras su tío trataba de estocarle, y recurrió a un jarrón, que estalló en la cabeza del anciano; Otto cayó al suelo desangrándose terriblemente y vomitando extraños líquidos mientras tenía espasmos terribles.

Gritando traumatizado, el conde apodado como “despiadado”, corrió despavorido por el pasillo para largarse de allí, pero Dumuzi le seguía tranquilo, sin apresurarse. Parecía estar gozando del final aún no saboreado. El conde avanzó con premura por los jardines cubiertos de nieve, y tropezó repetidas veces con setos o tocones ocultos bajo el manto blanco. Llegó al turbio estanque, que permanecía congelado, y de pronto se agrietó la fina capa de hielo para dejar salir una extraña masa que dejó perplejo al conde.

—¿Qué…, qué es…? —balbuceó aterrado, horrorizado ante tan incomprensible escena. La experiencia gozó de más surrealismo cuando la voz de Dumuzi, al que había dejado atrás hacía rato, sonó a sus espaldas.

—Os presento a Glaaki, señor conde, Glaaki el habitante del lago —dijo con voz quebrada el oriental, y cuando Víctor se giró, observó a su anciano tío, que con la cabeza sangrante caminaba dando tumbos y gimiendo. ¡Estaba muerto en vida! Aquella atroz visión provocó nuevos gritos en el conde, que aferrándose a su melena negra se arrancó varios mechones de pelo y comenzó a sangrar por la cabeza. A lo lejos se acercaba gente, y el conde Víctor gritó pidiendo auxilio. A sus espaldas, aquella masa de carne rodeada de espinas ovaladas, aquella criatura cubierta de protuberancias escamosas y colmillos demenciales, permanecía expectante, como si se tratara de un ser inerte, de la más horrible estatua jamás vislumbrada. No realizaba ningún movimiento, y Víctor chillaba y chillaba aterrorizado.

Al aproximarse a aquellas gentes que caminaban en la loma nevada, se percató de que se trataba de los sabios a los que había hecho ejecutar, y que sus cuellos estaban cosidos con alambre a los destartalados cuerpos podridos y magullados. Un hedor dulce, aquel que pertenece a la muerte, penetró en sus fosas nasales irritándolas y produciéndole terribles toses. Continuó huyendo por la arboleda, y avanzó hacia los chopos sin cesar de gritar, hasta que sus cuerdas vocales se quebraron y comenzó a sangrar por la boca. Aún trataba de realizar un sonido, un sonido que continuaba rasgando su herida garganta; pero él no sentía el dolor, sino el miedo, el terrible temor ante la demencia absoluta. Llegó hasta la rivera cruzando las lindes y se dio la vuelta para mirar hacia el estanque, ya lejano. Allí observó como la criatura, aquel habitante del lago, abría sus fauces y de ellas surgía un rugido ensordecedor que abarcaba toda la región. Víctor Kalinin cayó al suelo aterrado, y lágrimas, ya no debidas al miedo ni a la tristeza, sino a la locura plena, surcaban su pálido rostro. Y a la vez su rostro esgrimía una agónica sonrisa inmensa, como la de un payaso de labios pintados, pues la sangre que había vomitado empapaba rostro y dientes. Aquel lóbrego ser no cesaba en su rugido, y ante Víctor se presentaron los saberes de la antigüedad, los saberes absolutos. Tan insignificante en el universo resulta el ser humano, que tan solo una milésima parte de tamaña sabiduría ancestral, destruyó la mente de aquel conde prusiano. Glaaki, burlándose de la existencia ínfima de aquel ser, de aquella criatura nacida por el azar, decidió destruirla mostrándola la sabiduría absoluta, la verdad que todo lo abarca… lo incomprensible. Y allí, junto al río, le encontraron sus sirvientes, los que habían sobrevivido al derrumbamiento del ala este de la mansión; Víctor Kalinin estaba totalmente catatónico, fuera de sí. Aquel cuerpo inerte, que ni si quiera —por muchos intentos que hubo— toleraba la comida, falleció aquella misma semana. Se le dio sepultura a las afueras de Dusseldorf, más allá de sus dominios.

Roberto Julio Alamo