Nueva entrega de las aventuras del detective Lince, por Manuel del Pino
Relato: Lince siempre golpea dos veces
¿Qué harías si sospecharas que tu pareja te está envenenando?
Víctor Lince había accedido a comprar definitivamente “Villa Siniestra” en La Moraleja, para convivir con la bella y malvada Carla Martel, pero en los últimos días se sentía cada vez más débil y enfermo sin causa aparente.
Sentado en el porche de su mansión al atardecer, Lince releía la novela “El cartero siempre llama dos veces” de James M. Cain, sin poder concentrarse. Sentía náuseas, mareos, angustias, vértigos y toda la gama de inexplicable malestar en lo que se suponía era su dorado y ansiado retiro.
Carla se le acercó remolona con un plato en la mano y le dijo:
- ¿Te encuentras mal, cariño? ¿Quieres un poco de sopita?
Sopitas de muerte.
Aquella casa, su lujosa decoración y su repleta caja fuerte contenían los ahorros completos de Lince, fruto de sus esforzados golpes. Ahora Carla quería quedarse con todo: sólo le quedaba el detalle técnico de deshacerse de su pareja de hecho.
Lince la tomó en brazos y la sentó sobre sus piernas. El plato de sopa se estrelló en el suelo. Carla chilló con alborozo:
- ¡Déjame, mira lo que has liado!
- ¿Ya no me quieres?
Carla calló. Era la peor respuesta.
Necesitaban un proyecto que insuflara aire a sus vidas. Lince buscó la ocasión cuando se presentó en casa otro evadido de la ley.
Se hacía llamar “Alacrán”. Era un asesino a sueldo colombiano escurridizo de la organización criminal secreta La Rosa Negra. No tenía aspecto de sicario, y se servía adrede de ello para pasar desapercibido. Más bien bajo, gordito, carrillos carnosos y grasientos, iba siempre con gorra y gafas de sol, entre otras cosas para ocultar las cicatrices de navajazos que tenía en el rostro; las mujeres no le encontraban atractivo, pero nadie que le conociera le daba la espalda, por la cuenta que le traía.
Sus métodos tenían algo de crueldad femenina sin violencia, como diría Baroja. Le llamaban Alacrán porque usaba, para asesinar a sus víctimas de difícil acceso, escorpiones, serpientes de coral, ranas venenosas y cualquier pequeño engendro de la naturaleza que fuese agresivo y letal. Lince le presentó a su esposa.
- Una mujer muy bella – Alacrán le besó la mano.
Carla retiró la mano con desdén, pero Lince le dijo:
- Tenemos un trabajito infalible. Nos haremos de oro.
- Se trata de Cristina Atienza – dijo Alacrán –, la viuda alegre. Su marido fue colega mío. Murió en acto de servicio para la Rosa Negra, y en pago Torquemada nombró a Cristina contable de la organización. Pero la joven viuda resultó ligera de cascos. Se fugó al enemigo, liada con Vicente Cañas, tesorero de la Rosa Blanca, que debe de tener buenos atributos además de haber cobrado el diezmo. Y lo peor, la Atienza se llevó más de un millón de euros de la caja.
- Y nosotros tenemos que recuperarlo – dijo Lince.
- Exacto. Nos pagarán el 10 %, cien mil. A partes iguales, os toca cincuenta mil.
- ¡Pero nosotros somos dos! – dijo Carla.
- No tientes tu suerte – dijo Alacrán –. Es mi última oferta, a medias.
- ¿Y por qué no lo haces tú solo y te lo llevas todo?
Alacrán era consciente de su poco atractivo.
- Yo no puedo acercarme a ella – dijo –, a mí me conoce. Pero seguro que vosotros sí. En el momento preciso entraré yo en acción. No basta con recuperar el dinero, hay que liquidar a la Atienza de un modo cruento que salga en todas las noticias, para que la gente vea lo que le pasa a quien engaña a la Rosa Negra.
- No necesitamos dinero – le dijo Carla –. ¿Y si me niego?
La fría sonrisa de Alacrán le helaría la sangre al más pintado. Carla comprendió que era una oportunidad de enriquecerse aún más y de hacerle la pinza a Lince con ese peligroso pero efectivo Alacrán para deshacerse de él. Por su parte, a Lince le encantaba cualquier nuevo reto para hacer negocio, y lo vio también como el último tren para sobrevivir a las pérfidas artes de Carla Martel. Era posible que Alacrán quisiera utilizarles para forrarse, e incluso que estuviera enviado por Torquemada con la secreta intención de asesinarles.
¿Quién se saldría con la suya?
* * *
- ¿Lo tienes todo? – dijo Vicente Cañas –. ¡Hala, vámonos de este puto país!
Cristina Atienza salió con el bolso bien agarrado debajo del brazo. Cañas le esperaba con las maletas en el rellano de su lujoso ático en la calle Serrano.
Se abrió la puerta del ascensor y salió al rellano Víctor Lince, con camisa gris, gorra y gafas oscuras para pasar desapercibido.
La pareja le devolvió la leve sonrisa de saludo cortés a ese hombre joven, rubio y atractivo, porque en principio no le conocían.
Lince sacó su Walther P99.
En seguida Vicente Cañas entendió. Le arrojó al pecho la pequeña maleta que tenía en la mano y le gritó a Cristina:
- ¡Corre! ¡Viene a por nosotros!
Cristina Atienza voló escaleras abajo con el bolso bien agarrado. Sus tacones cloqueaban histéricos en los caros escalones de mármol.
El maletazo en el pecho apenas hizo retroceder a Lince, sólo le dio a Cristina unos preciosos segundos para escapar. Pero Lince, esbozando una fría sonrisa, volvió a apuntar con su pistola al corazón de Vicente Cañas.
- ¿Te manda ese perro de Torquemada? – dijo –. Esperaba al maldito Alacrán, no a un niñato inexperto. Ya veo que juegan con la sorpresa.
- El dinero – dijo Lince.
- Eso es lo que quieres, ¿verdad? Ya no lo tengo, está en Suiza. Y aunque lo tuviera, no te lo daría. ¡Toda la vida robando para esto!
- Entonces morirás – Lince montó el arma.
- Pero si no tengo el dinero – Cañas levantó las manos –, ¿vas a matarme a sangre fría? ¿Por qué haces esto entonces?
- Por algo que tú no entenderás nunca.
- Está bien, está bien – Cañas cogió su maleta mediana y se la acercó a Lince con lentitud –. Aquí está el dinero, es todo tuyo.
Lince se agachó, abrió la maleta en el suelo y comenzó a rebuscar en ella.
- ¡Aquí no hay nada! – dijo.
Cañas aprovechó para sacar su pequeño revólver. Disparó a traición. Lince se revolvió y le disparó a su vez. Cañas calló al suelo herido de muerte.
Los disparos retumbaron en todo el edificio, y los gritos agónicos de Vicente Cañas, pero ninguno de sus ricos vecinos salió a auxiliarle. Se limitaron a llamar a la policía refugiados en sus casas con horror.
Cristina Atienza sólo se detuvo un momento asustada al oír arriba las detonaciones. Pero luego continuó bajando el último tramo de escaleras que le quedaba para llegar a la planta baja y seguir huyendo con todo el botín.
En el recodo de la escalera le esperaba Carla Martel, con una navaja de afeitar en la mano. Un solo tajo en la garganta bastó. Cristina Atienza cayó blanda en el suelo, con los ojos muy abiertos. Su muda garganta degollada ensangrentó el lujoso zaguán.
Carla le cogió el bolso y lo abrió. Estaba repleto de fajos de billetes morados. Los guardó todos en su propio bolso, cerró el de Cristina Atienza y lo dejó en el suelo lleno de sangre junto a su víctima agonizante. Fue Carla la que huyó a toda prisa de allí.
Lince bajó en el ascensor, escamado por el silencio de la planta baja, en contraste con el ruido que había armado arriba sin remedio para liquidar a Vicente Cañas. Se agachó junto a Cristina Atienza y comprobó que también era ya cadáver.
Rodeado de sangre, abrió el bolso y buscó en su interior.
Estaba casi vacío. Al abrirlo, sólo salió de él un estilizado alacrán Tityus Trivittatus, de color miel…, como los ojos de Carla. En un santiamén, corrió por la mano de Lince y le clavó el venenoso aguijón.
Justo cuando se acercaban las sirenas de la policía.
* * *
Lince pisó el alacrán, que emitió un crujido desagradable. Pero los escorpiones no mueren así como así: son unas de las pocas criaturas que sobrevivirían a una guerra atómica, letal para los humanos. Lince guardó el alacrán con cuidado en el bolso, para llevárselo de allí. Así borraba el indicio de que Alacrán estaba detrás de aquella operación, para que no le ligaran con él. Además, quería conservar como trofeo al único ser vivo que le había puesto en peligro de muerte.
Empezó a sentir comezón y hormigueo en la picadura, los primeros síntomas de que el veneno hacía efecto. Se sujetó la muñeca con la otra mano y se escabulló por la acera de la calle antes de que los policías entraran en el edificio.
No podía ir a un hospital para que le administraran Anascorp. Se sujetó en una esquina para vomitar, entre sudores y los primeros signos de taquicardia. Pronto vendrían las convulsiones, y si no ponía remedio, la muerte en 30 minutos.
Simulando que era un mendigo borracho más, se metió en un callejón, entre cajas de cartón y contenedores de basura. Sacó su navaja y se abrió tembloroso y jadeante con ella la muñeca. No precisamente para cortarse las venas. Una cosa es verlo en una frívola serie de televisión, y otra estar tirado en un sucio callejón con la traicionera picadura de un alacrán.
Se abrió la carne de la muñeca, chupó varias veces su propia sangre con el amargor del veneno y lo escupió sobre la basura del suelo. Luego sacó su pañuelo de tela y se ató la muñeca con él. La gente hace mal en usar ya sólo pañuelos de papel, ignoran lo socorrido que puede ser un pañuelo de seda en momentos apurados.
Corrió hasta la boca de metro más cercana, disimulando entre la gente su ensangrentada muñeca. Tenía que llegar a casa cuanto antes, o corría el riesgo de morir por doble causa: los restos de veneno del escorpión, y además desangrado.
Durante el trayecto en taxi su cara era un poema: La que se te pone cuando tu amada pareja trata de asesinarte a traición.
* * *
- ¡Estate quieto, tonto, que me haces cosquillas! ¡Otra vez no!
A esas horas Carla seguía disfrutando de la cama, ya dueña y señora de su mansión en La Moraleja. La acompañaba Alacrán, pero ya no estaba en el lecho junto a ella, sino mirando desconfiado por el balcón abierto, desde el que se veía el lujoso barrio. Se volvió a Carla y le dijo:
- Pero si yo no…
Carla saltó chillando, al ver que lo que le subía por el muslo era el escorpión, y sentir finalmente la punzante picadura del aguijón en su blanda carne.
- ¡Quítamelo de encima!
Se debatía como una loca, agitándose con las sábanas y con la almohada. El pobre escorpión cayó al suelo, ya agotado y moribundo. Carla Ruiz se sujetó la nalga.
- Ese maldito bicho me ha picado. ¿Has sido tú?
- Te juro que no – repuso Alacrán –. ¿Por qué iba a hacerlo? Me has dado tu amor y, gracias a ti, aquí vivo como un rey.
Carla se levantó histérica:
- ¡Es lince! ¡Ha sobrevivido y está aquí! Moriré por la picadura.
Alacrán se acercó y mató a su propio escorpión, que de algún modo les había sido devuelto. Luego se arrodilló ante Carla, como un devoto adorante. Examinó la picadura del muslo, muy cerca de las braguitas y dijo:
- No te pasará nada, sólo algunas molestias. Esta picadura apenas tiene veneno. Mi escorpión ya había picado antes, y esos bichos necesitan horas para regenerar en su cuerpo una nueva dosis de veneno.
Carla empujó a Alacrán:
- ¡Busca a Lince y mátalo, como el hombre y asesino que eres! Seguro que está en la casa. ¿No tienes tu pistola?
- Sí, y algo mejor aún.
Alacrán sacó su revólver y dejó el dormitorio con una risa cruel. Con armas de fuego y cuerpo a cuerpo, no era tan hábil. En cuanto salió al pasillo se oyeron disparos.
Tras unos instantes de silencio que se hicieron eternos, Lince entró en el dormitorio tambaleándose como un sonámbulo. Su muñeca vendada con el pañuelo estaba roja de sangre. En la otra mano sostenía su Walther P99. La bella Carla le miraba altiva y orgullosa, pero sus ojos tenían un puntito de miedo.
- ¿Qué le has hecho a Alacrán?
- Puede que viva. Sólo tiene dos disparos.
- ¿Y a mí, vas a matarme, después de todo lo que hemos pasado juntos? Ya tengo en el cuerpo el veneno de ese maldito escorpión.
- El peor escorpión eres tú.
Carla buscó la manera de salvar el pellejo.
- Quieres el dinero, ¿verdad? Está ahí, guardado en el armario. Más de un millón de euros. Todo para ti, pero déjame marchar.
- No quiero el sucio dinero. Quiero limpiar mi honor.
- Estás sangrando. Tienes que ir al hospital. Yo te llevaré.
- Antes vístete.
Mientras Carla se ponía las ropas disimulando su nerviosismo, Lince le dijo:
- ¡Eh, Alacrán me ha dado esto para ti!
Carla se volvió. Lince le arrojó la serpiente con la que Alacrán había tratado de atacarle en el pasillo. Era una serpiente de coral del Amazonas, con anillos amarillos y negros, pequeña pero la más venenosa del mundo.
Al sentir la serpiente encima, Carla sufrió tal ataque de pánico que saltó gritando por el balcón. En la lujosa calle residencial sonó un golpe seco, y después el silencio, pues sí que todos los asfaltos se parecen.
Lince se derrumbó en un sillón.