La Espada de Morkar, relato de Eihir.
“... la espada de Morkar, la Gran Espada, ha de ser mía”, se repetía una y otra vez sir Rolif. En estos momentos, el caballero se encontraba solo, de pie ante la inmensa montaña cuya siniestra sombra parecía envolver al mundo entero. El viento frío del otoño le susurraba desalentadoramente en los oídos, como desanimándole a emprender la labor que debía llevar a cabo. La Montaña Maldita de Terendur parecía inexpugnable, no sólo por su altura o su inclinación, sino por su aspecto maligno e inquietante, que haría retroceder hasta el más grande de los guerreros. Contemplar aquella cumbre rocosa, que se alzaba hacia el cielo nuboso como una lanza que quisiera ensartar la morada divina de los dioses, causaba una profunda desazón en el interior de cualquiera que lo vislumbrase. Pero sir Rolif, el gran caballero de la sagrada Orden del Temple, el defensor de los débiles y de los oprimidos, el valiente guerrero designado para desarrollar aquella arriesgada empresa, no dudó ni un instante: “he de conseguir la espada”.
Y así, el valiente caballero empezó a trepar. Al principio el ascenso fue fácil, pero tras más de una hora escalando, el viento, que apenas había sido una ligera brisa, parecía haberse transformado en un violento huracán, un fenómeno seguramente provocado por las fuerzas sobrenaturales que intentaban derrotar a sir Rolif. También el frío se había vuelto insoportable, congelando los dedos del caballero hasta hacerlos casi insensibles, provocándole una serie de temblores que presagiaban una caída inminente por la empinada ladera. Sir Rolif se encontraba sólo, herido y hambriento, los músculos de su cuerpo agarrotados y su respiración entrecortada por el cansancio y la baja temperatura. Anhelaba sus ropas lujosas que solía ostentar por su condición de sangre noble, las decoradas paredes de los palacios que acostumbraba a frecuentar en su lejana tierra natal, la suave risa de su prometida, lady Hellen, con su eterna sonrisa pícara y juvenil...
“Hellen, mi amor...” susurró sir Rolif, al evocar la imagen de su amada. La echaba mucho de menos, así como a su casa, su tierra natal, su hogar. Pero, ¿por qué se encontraba él allí, en aquella terrible situación?
Sir Rolif empezó a recordar. Todo comenzó con la invasión del país por parte del ejército de muertos vivientes, encabezado por el General Oscuro, un ser tan poderoso como cruel. El padre de sir Rolif había muerto ensartado por el pesado Espadón Negro, un arma mágica que sólo el propio General Oscuro podía esgrimir. Hubo una reunión en el palacio real, donde se hallaban presentes todos los caballeros del reino, pero nadie sabía como derrotar al maligno invasor. Entonces habló Orobius, el consejero del Rey: “Señores, sólo existe una posibilidad. La Espada de Morkar”. Aquellas simples palabras provocaron un gran efecto turbador sobre los allí presentes. Todo el mundo quedó en silencio, hasta que algunos se atrevieron a reír. “Querido y admirado Orobius, pero si vos mismo habéis dicho en un sinfín de ocasiones que la existencia de tal artefacto es sólo una leyenda”, dijo el Rey. “Lo sé, majestad, pero si la leyenda fuese cierta, si existe en todo el Reino alguien capaz de encontrar la Montaña Maldita de Terendur y traer la espada, estoy seguro de que derrotaríamos al General Oscuro”.
Tras estas palabras se procedió a una discusión, donde se acordó realizar unas pruebas de ingenio, valor, fuerza y habilidad, donde el ganador obtendría la responsabilidad de encontrar y traer la espada mágica de Morkar. Y el escogido fue sir Rolif, el caballero más fuerte, valiente e intrépido de entre todos los que se presentaron a las pruebas. Tras discutir con su prometida, lady Hellen, la cual no estaba nada conforme, y con sus amigos, que intentaron disuadirle de tan difícil empresa, el heroico caballero partió. En su viaje encontró tanto ayudas, como Trumble el enano, que le regaló el mapa de la localización exacta de la espada, como peligros, éstos últimos más numerosos. Sir Rolif se las tuvo que ver con orcos malignos, apestosos trolls, enormes gigantes, duendes perversos que intentaron equivocarle de camino, lobos hambrientos, etc... En su largo camino había recorrido lugares maravillosos como el Gran Bosque Elfico Primigenio, origen de la raza élfica; Draconia, cuna de los mágicos dragones; Doraland, la Tierra del Caos, donde hasta el barro cobra vida para matar a los viajeros; y varios lugares más repletos de belleza y peligro, hasta acabar allí, en la Montaña Maldita de Terendur.
Sir Rolif abrió los ojos, miró hacia abajo y descubrió que no podía ver más allá de unos metros, puesto que la oscuridad y una densa niebla lo envolvían. El viento le golpeó con tal furia que el valiente caballero apunto estuvo de caer al abismo, pero en un último esfuerzo logró agarrarse a un pequeño saliente, de donde quedó suspendido en el aire. Sus manos y dedos, agarrotados y ensangrentados, comenzaron a fallarle: “Esto es el final”, pensó el caballero. En aquel instante, alzó la vista para mirar al cielo por última vez, y vio una grieta en la montaña, un poco más arriba de donde se encontraba. “Allí debe estar la espada de Morkar”, dijo sir Rolif. Con un grito mezcla de furia y dolor, el héroe logró ascender del saliente y, con un esfuerzo sobrehumano, pudo conseguir llegar hasta la grieta y entrar en ella.
En aquel lugar solo existían las tinieblas como único habitante, y sir Rolif lamentó haber dejado todo su equipo antes de comenzar la escalada. Pero él era, ante todo, un caballero, y si su misión era conseguir la espada mágica, la encontraría.
Así que comenzó a caminar en la oscuridad, lentamente, hasta que vislumbró un débil resplandor en la lejanía del túnel. Con el pensamiento puesto en la espada de Morkar, el caballero corrió sin contemplaciones hasta el lugar de donde provenía la luz.
Entró en lo que parecía una pequeña sala, una especie de antiguo vestíbulo, donde había signos de que una vez había estado habitada. Cortinas raídas, sillas carcomidas, una pequeña mesa destrozada y varias telarañas adornaban la estancia. Advirtió que la luz no provenía de la estancia, sino de una puerta abierta que debía dar a otra habitación. Justo cuando sir Rolif iba a cruzar la puerta, sintió un súbito dolor en su brazo izquierdo, causado por el mordisco de un espantoso ser, de cara pútrida y ojos en blanco. Era uno de aquellos seres sin mente pero dotados de una gran fuerza y resistencia, llamados zombis. Dándole un puñetazo, el caballero logró alejarse momentáneamente de su agresor, pero entonces vio que se acercaban de todos los rincones varios zombis más. “Son demasiados”, murmuró sir Rolif. Volvió la cabeza hacia la puerta de donde provenía la luz: sólo dos de los monstruos la separaban de él. Guiado por su instinto de luchador, con un rápido movimiento de sus ojos buscó cualquier posible objeto que le sirviese como arma, divisando en una de las paredes un escudo de armas con dos espadas entrecruzadas. Corrió hacia ellas, recibiendo una herida en el costado izquierdo causada por una garra de los zombis, logrando empuñar una. Lanzando un grito de triunfo, sir Rolif demostró porqué había sido elegido él y no otro de los caballeros para realizar aquella terrible misión: trazando un arco de izquierda a derecha, decapitó a dos de las criaturas, al tiempo que esquivaba uno de sus ataques. Después, de un puntapié derribó a otro zombi, con lo que despejó el camino hacia la puerta. Logró traspasarla, pero unas manos le aferraron fuertemente el cuello: con un rápido movimiento de su brazo derecho, cercenó ambas manos del zombi. Cerró la puerta y la atrancó con una silla cercana, dando un suspiro de alivio. Se volvió para dar un vistazo a la estancia, y entonces la vio.
Estaba clavada en un pedestal blanco, de un mármol exquisitamente tallado, que presentaba unas extrañas inscripciones en letras de oro. Lo único que podía verse de ella era su empuñadura, que presentaba diversas gemas engarzadas en oro y platino. Se dio cuenta de que la luz provenía exactamente de la espada, aquella espada que tanto le había costado encontrar. Pero una vez más el bien había logrado triunfar, y él, sir Rolif, sería el encargado de cumplir con ello. Temblando de excitación, olvidando el dolor de sus heridas y el cansancio que pesaba sobre sus miembros, el caballero posó su mano derecha sobre la empuñadura, dio gracias a todos los dioses del mundo y tiró de ella. La espada se deslizó del pedestal suavemente, y toda la estancia se inundó de una intensa luz blanca. Sir Rolif, con lágrimas en los ojos, contempló la espada de arriba abajo: era el arma más hermosa de todo el universo, digna del más grande de los Emperadores. Después de admirarla durante unos minutos, se acordó de que su pueblo aún estaba esperando su regreso victorioso, así que se apresuró hacia la puerta. La desatrancó, la abrió y vio que los zombis todavía estaban esperándolo. Iba dispuesto a matarlos a todos cuando reparó en un detalle: uno de los monstruos portaba una camisa destrozada, con el símbolo de los caballeros de la Orden del Temple, el mismo que sir Rolif portaba en su pecho. Pero antes de que pudiese recuperarse de su sorpresa, notó que algo andaba mal. La luz de la espada se volvió de un color rojizo, al tiempo que los zombis dejaron de acercarse a él. Notó que sus fuerzas le abandonaban rápidamente, al tiempo que una especie de fuerza exterior intentaba entrar en su mente. Lanzando un alarido de dolor, el caballero soltó la espada, pero era demasiado tarde. Se llevó las manos a la cabeza, arrodillándose, mientras notaba como todo su cuerpo se convulsionaba de dolor. Lo último que vio sir Rolif fue la brillante hoja de la Espada de Morkar.
Los zombis volvieron a ocupar su lugar en los rincones de la habitación, mientras que la figura del suelo se levantaba torpe y lentamente. Abrió los ojos, unos ojos en blanco que miraban fijamente hacia delante pero a ningún lugar en concreto, cogió la brillante espada y la devolvió a su lugar en el pedestal. Luego pasó a ocupar su posición, uno de los rincones fríos y oscuros de la antesala, donde permanecería hasta el final de todos los tiempos, mientras sus congéneres esperaban en vano su regreso para enfrentarse al General Oscuro. Al fin y al cabo, ser un zombi tiene sus ventajas, como la inmortalidad. ¿O no?
* * *
Bueno, queridos amigos, espero que os haya gustado esta pequeña historia. Lástima que el pobre sir Rolif no comprendiera las inscripciones del pedestal: “Aquí yace la espada de Morkar, Maestro de la Orden Necromántica y Señor de los Muertos. ¡Que su maldición eterna caiga sobre todo aquel que ose tocarla!”.
En fin, hasta el próximo relato, chicos. Y cuidado con las espadas mágicas, nunca se sabe lo que pueden hacer…
Web del Autor: Eihir
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