Un relato bélico y de monstruosa fantasía ambientado en la Segunda Guerra Mundial, escrito por Eihir
En el último día en Berlín antes de la caída del Tercer Reich y la llegada de los aliados al búnker de Hitler, la ciudad se encontraba sumida en el caos y la desesperación. La guerra estaba llegando a su fin y los alemanes eran conscientes de que estaban perdiendo.
En el búnker subterráneo, donde Hitler se encontraba refugiado junto con sus más leales seguidores, reinaba un ambiente sombrío. Las paredes estaban llenas de tensión y se podía sentir la angustia en el aire. Los líderes nazis sabían que el final estaba cerca, pero se aferraban a un último hilo de esperanza.
Hitler, en su escondite subterráneo, estaba rodeado de un pequeño grupo de seguidores fanáticos que aún creían ciegamente en su causa. Su rostro demacrado reflejaba la derrota y la desesperación. A medida que las noticias del avance aliado se iban filtrando hasta ellos, Hitler se debatía entre huir o quedarse hasta el final.
La ciudad de Berlín era una sombra de lo que una vez fue. Las calles estaban destrozadas por los bombardeos y los enfrentamientos entre las fuerzas alemanas y los aliados. La población civil vivía aterrada, buscando refugio en cualquier rincón seguro que pudieran encontrar.
Mientras tanto, los aliados avanzaban inexorablemente hacia Berlín. Los tanques rugían por las calles mientras los soldados aliados se preparaban para enfrentar a lo que quedaba del ejército alemán. El sonido constante del bombardeo se convertía en la banda sonora de una ciudad en ruinas.
En el búnker, los seguidores de Hitler intentaban mantener una fachada de resistencia y valentía frente a la inminente derrota. Pero a medida que los bombardeos se acercaban cada vez más al búnker, su moral se desmoronaba.
Finalmente, el último día llegó. Los aliados habían rodeado completamente la ciudad y las fuerzas alemanas estaban en retirada. La tensión era palpable en el búnker mientras Hitler tomaba su decisión final. Algunos de sus seguidores comenzaban a plantearse el suicidio como la mejor opción, convencidos de que no había escapatoria.
En una sala sombría y lúgubre del búnker subterráneo, Adolf Hitler se dirigió a sus leales soldados, hombres que habían luchado incansablemente bajo su mando en una guerra que se derrumbaba en torno a ellos. La sala estaba iluminada por tenues luces y el aire estaba cargado de un aire de tensión y desesperación. Tras el líder alemán se hallaban cuatro figuras enfundadas en trajes negros con el símbolo de las SS. Formaban la guardia pretoriana del Führer, y le seguían a todas partes siempre vigilantes. Uno de ellos, alto y fuerte como un roble, contemplaba a la multitud como un halcón guardián. Se trataba del coronel Wolfrich, un oficial de la Schutzstaffel que solo respondía personalmente al propio líder nazi.
Hitler, con una expresión determinada en su rostro y su uniforme característico, se alzó en el centro de la habitación para hablarle a su audiencia con voz firme:
—Camaradas, soldados del Reich. Estamos aquí reunidos en un momento de gran dificultad, enfrentando una derrota que nunca hubiéramos imaginado. Nuestra patria está siendo invadida, nuestras ciudades caen y nuestra causa parece en ruinas. Pero debemos recordar que somos soldados del Reich, que llevamos la sangre de los valientes guerreros que forjaron nuestra nación.
Las miradas de los soldados se fijaron en Hitler, sus rostros reflejando una mezcla de agotamiento y atención. A pesar de las circunstancias, la presencia de Hitler inspiraba una mezcla de lealtad y esperanza.
—Los tiempos de victoria y triunfo han quedado atrás, pero eso no significa que nuestra causa esté perdida —dijo el Führer extendiendo los brazos—. Incluso en esta hora oscura, llevamos la llama de nuestra nación en nuestros corazones. Somos la última línea de defensa, y aunque el enemigo se encuentre a las puertas de nuestra capital, les mostraremos que somos soldados invictos.
Un murmullo de aprobación se extendió entre los soldados, un respiro momentáneo de alivio ante las palabras de Hitler.
—No olvidemos que las páginas de la historia están escritas por los que se atreven a desafiar las adversidades. Nuestro enemigo puede tener superioridad numérica, pero tenemos el espíritu indomable de quienes creen en la grandeza del Reich. No importa cuán sombría parezca la situación, ¡nunca abandonaremos la lucha por lo que es nuestro derecho y deber!
Los ojos de los soldados brillaban contagiados por la pasión de su líder, muchos asintiendo en acuerdo mientras las palabras de Hitler resonaban en sus almas.
—El camino que enfrentamos es difícil, y solo los más valientes y fieles lo recorren. Aun en la derrota, seguiremos luchando con honor y coraje. El mundo conocerá la historia de nuestra resistencia, y la posteridad recordará nuestro sacrificio en nombre de nuestra patria —dijo Hitler apretando los puños con furia.
La sala estaba llena de una energía intensa, una sensación de unidad y determinación. Hitler había logrado encender la llama de la esperanza en medio de la oscuridad.
—Camaradas, mientras quede un aliento en nuestros cuerpos, lucharemos con todo lo que tenemos. Hoy, en esta hora trascendental, no solo luchamos por nosotros mismos, sino por las generaciones que nos seguirán. Marchemos juntos, confiando en nuestra causa, en nuestra nación y en nosotros mismos. ¡Sigamos siendo soldados valientes del Reich!
Tras pronunciar aquellas palabras con máxima intensidad, los soldados respondieron con aplausos y gritos de lealtad. El discurso de Hitler había encendido un fuego en sus corazones, renovando su compromiso con la causa que habían defendido con pasión. A pesar de las circunstancias abrumadoras, habían encontrado un rayo de esperanza en las palabras del líder. Con una última mirada feroz a sus soldados, Hitler se retiró de la sala, dejando atrás una audiencia que estaba más decidida que nunca a luchar hasta el último aliento. El coronel Wolfrich se quedó un instante observando a la muchedumbre con sus ojos azules, tan fríos como dos témpanos de hielo, y después se marchó junto a sus tres oficiales de las SS tras los pasos del Führer.
***
—¡Soldados, son la vergüenza de este pelotón! ¿Alguno de ustedes quiere explicarme por qué se fueron de fiesta sin permiso? —exclamó el teniente Bradley mientras dirigía su furibunda mirada hacia los cuatro soldados que se encontraban en su despacho.
—Lo siento, señor. Fue un error, nos dejamos llevar por la situación —contestó el cabo Parker mientras se llevaba una mano nerviosa a su cabeza rapada.
—¡Un error muy grave! La disciplina es esencial en nuestro trabajo. ¿Acaso han pensado que sucedería si todos actuaran así? Estamos a punto de invadir el último reducto alemán y ustedes se lían a puñetazos con los franceses, los ingleses y los italianos en una multitudinaria pelea de borrachos. ¿Son idiotas o qué les pasa? —Bradley se agitaba furiosamente en su silla incapaz de contenerse.
—No se olvide de los irlandeses, jefe —intervino Ravelli, un descendiente de inmigrantes italianos que le encantaba parlotear tanto como pelear, y a menudo hacía ambas cosas a la vez. —Usted cállese, espagueti, o le envío a un consejo de guerra después de afeitarle ese bigote. Le puso una granada en los pantalones a un oficial británico que es pariente de Churchill. Menos mal que la guerra está a punto de terminar.
Ravelli decidió no comentar que la granada era falsa, tan inofensiva como un juguete, y que siempre la llevaba consigo para gastar bromas. Más de uno se había orinado encima del susto. —Pero señor, sólo estábamos divirtiéndonos un rato. ¿Acaso no merecemos un descanso? —señaló Samuels, un afroamericano enorme de músculos de acero.
—El ejército no es solo sobre merecer, ¡es sobre cumplir órdenes! Sus acciones tienen consecuencias para el equipo y la misión. Y su misión es estar listos y con la cabeza despejada para entrar en Berlín y aplastar a los alemanes de una vez por todas. Y usted, Chávez, ¿tiene algo que decir de todo esto? —el teniente Bradley se dirigió hacia el cuarto de los soldados, un hombre alto de tez morena y larga cabellera, que únicamente lanzó un gruñido como respuesta.
—Umpp…
—Sí, mejor cierre la boca, debería enviarle de una patada al culo a la reserva india de donde procede. Casi le saca un ojo a uno de los franceses con ese juguete que siempre lleva encima. Bradley se refería al enorme cuchillo de caza que el mestizo usaba para todo, y que por supuesto no formaba parte en absoluto del equipo reglamentario.
—Nos disculpamos, teniente, no pensamos que todo el asunto se volvería tan serio —dijo en tono sumiso Parker.
—La responsabilidad es esencial. ¿Cómo confiaré en ustedes en situaciones críticas si no pueden cumplir reglas básicas? —gruñó el teniente.
—Entendemos el error, señor. Asumiremos las consecuencias —el cabo Parker se volvió para mirar a sus compañeros, los cuales asintieron a regañadientes.
—Así es como debe ser. Esto no quedará sin sanción. Les queda mucho por aprender sobre lo que significa ser parte de esta unidad. Espero que esta bronca les sirva de lección —Bradley apuntó con el dedo al grupo de soldados.
—¿Y cuál será la sanción, señor? —preguntó el cabo Parker.
—Pasarán la noche en una celda de confinamiento. Necesitan reflexionar sobre su conducta y entender la gravedad de sus acciones —dictaminó el teniente.
—Entendido, señor. Aceptamos el castigo —se adelantó Parker a sus compañeros, antes de que se lanzaran a protestar.
—Bien. Aprendan de esto y no repitan el mismo error. ¡Quedan restringidos hasta nuevo aviso! Y ahora váyanse fuera de mi vista —Bradley bajó la mirada hacia los papeles de su escritorio, señal de que la conversación había terminado.
—¡Sí, señor! —contestaron a coro los cuatro soldados, abandonando la estancia.
***
El silencio era sepulcral en la cámara secreta del búnker de Hitler, un lugar que apenas era conocido por un puñado de hombres privilegiados. Solo se oía el goteo de la sangre que caía de las heridas de los prisioneros que yacían en el suelo, atados y amordazados. Cuatro figuras encapuchadas se movían con sigilo entre las sombras, preparando los últimos detalles del ritual que iban a realizar.
El líder del grupo era el coronel Wolfrich, un alto mando de las SS que había dedicado su vida a la búsqueda de los secretos ocultos de la antigüedad. Era un hombre alto y delgado, con una mirada fría y penetrante. Su rostro estaba marcado por una cicatriz que le cruzaba la mejilla izquierda, recuerdo de una batalla en el frente oriental. Llevaba un uniforme negro con las insignias de su rango y una esvástica en el brazo. Bajo el capuchón, se podía ver su cabello rubio y sus ojos azules, rasgos típicos de la raza aria que tanto veneraba.
Wolfrich se acercó a una mesa donde se ubicaban una serie de objetos extraños y macabros. Había un libro antiguo, encuadernado en piel humana y escrito con una letra ininteligible, en cuya portada estaban grabadas una serie de runas esotéricas alrededor de una cabeza de lobo con las fauces abiertas. Era un tomo maldito que contenía los secretos de entidades demoníacas y sus servidores, horribles seres que habitaban en las profundidades del espacio y del tiempo. Wolfrich lo había conseguido tras una ardua búsqueda por todo el mundo, siguiendo las pistas que le habían dejado antiguos cultos y sociedades secretas. Lo abrió con cuidado y buscó la página donde estaba el ritual que iba a realizar.
También había cuatro copas hechas de hueso y talladas con la forma de la cabeza de un lobo. Eran las copas de Fenris, el lobo gigante de la mitología nórdica que devoraría al dios Odín en el Ragnarök, el fin del mundo. Wolfrich creía que Fenris era una manifestación de uno de los terribles dioses demoníacos que habitaban en los otros planos. Las copas estaban llenas de sangre, extraída de los prisioneros con unas jeringas. La sangre era un elemento esencial para el ritual, pues servía como ofrenda y como medio para establecer un vínculo con las entidades invocadas.
Wolfrich cogió una de las copas y se dirigió al centro de la sala, donde había un círculo dibujado con tiza y rodeado de velas negras. Dentro del círculo había un pentagrama invertido y varios símbolos arcanos. Los otros tres encapuchados le siguieron con las otras copas en sus manos. Se colocaron en los puntos cardinales del círculo y esperaron la señal de Wolfrich.
El coronel levantó la copa al cielo y pronunció unas palabras en un idioma desconocido y gutural. Era el lenguaje de los demonios, un lenguaje que ningún humano podía pronunciar sin perder la cordura. Wolfrich lo había aprendido tras años de estudio y práctica, pero aún así sentía un escalofrío cada vez que lo usaba.
Las velas se apagaron de repente y la sala quedó sumida en una oscuridad absoluta. Solo se veían las cuatro copas brillando con un rojo siniestro. Wolfrich continuó recitando el conjuro, cada vez más rápido y más fuerte. Los otros tres encapuchados le respondieron con un coro gutural y monótono.
De pronto, se oyó un trueno ensordecedor y la sala se iluminó con un relámpago azul. El círculo se abrió como una boca gigante y una fuerza invisible tiró de las cuatro figuras hacia su interior. Wolfrich soltó un grito triunfal mientras caía al abismo. Lo último que vio fue la cara de éxtasis de sus compañeros y las copas intactas en sus manos.
Y entonces los cuatro encapuchados compartieron una experiencia astral que les llevaría al borde del horror y la locura.
Wolfrich se vio contemplando una ciudad ciclópea y blasfema que se alzaba sobre unas montañas negras y escarpadas, una ciudad sumergida donde dormía una temible entidad, el gran sacerdote de los dioses-demonio. Wolfrich sintió una llamada irresistible que le invitaba a entrar en la ciudad y despertar al ente durmiente. Advirtió que aquel ser supremo le reconocía como uno de los suyos y le ofrecía un lugar de honor en su reino de locura.
Luego la visión cambió, y ante ellos apareció un desierto rojo y ardiente donde reinaba el caos y la destrucción. Era el reino del caos, donde otro de aquellos seres demoníacos adoptaba mil formas horribles y tentadoras para engañar y corromper a los humanos. Vieron cómo la entidad les sonreía con malicia y les prometía un poder ilimitado si le servían con lealtad.
Ante sus ojos el escenario caótico desapareció en la negrura absoluta para a continuación vislumbrar una poderosa luz cegadora. Ante los cultistas emergió un abismo sin fondo donde flotaban unas esferas luminosas y palpitantes. Eran las estrellas donde habitaban los seres demoníacos, más allá del alcance de la comprensión humana. Wolfrich vio cómo las esferas emitían unos sonidos inaudibles que resonaban en su mente. Eran las voces de los demonios, que le hablaban en un lenguaje misterioso y sublime. Le revelaban los secretos del infierno y le invitaban a unirse a ellos en su eterna existencia.
Otra vez se hizo la oscuridad, pero ahora se trataba de una negrura absoluta donde no había nada más que el vacío y el silencio. Eran los dominios de otro de aquellos seres sin nombre, el cual reinaba en el centro del universo. Vieron cómo el ente dormía rodeado de una corte de monstruos que tocaban instrumentos infernales para mantenerlo adormecido. Observaron cómo soñaba con todo lo que existía y lo que no existía, creando y destruyendo mundos con su imaginación. Contemplaron cómo el Señor Demonio les ignoraba por completo y les hacía sentir insignificantes e impotentes.
Las visiones duraron solo unos segundos, pero les parecieron una eternidad. Los cuatro encapuchados abrieron los ojos y se miraron entre ellos. No necesitaron decir nada para saber lo que habían visto y lo que sentían. Habían experimentado una conexión con los dioses-demonio, cada uno a su manera. Habían recibido una bendición y una maldición al mismo tiempo.
El círculo se cerró con un estruendo y la sala volvió a la normalidad. Las velas se encendieron de nuevo y el libro quedó sobre la mesa, como si nada hubiera pasado. Los prisioneros seguían en el suelo, inconscientes o muertos. Nadie sabría nunca lo que había ocurrido allí, ni el destino de Wolfrich y sus secuaces.
Habían invocado a poderosos entes infernales, y habían obtenido su favor. Habían obtenido su poder.
Una gran energía recorría sus cuerpos, haciéndolos sentir como dioses. Sus sentidos se agudizaron, sus mentes se expandieron, sus voluntades se fortalecieron. Habían trascendido la condición humana y se habían convertido en algo más. Algo terrible.
Se levantaron del suelo y se quitaron los capuchones. Sus rostros habían cambiado, mostrando rasgos inhumanos y monstruosos. Sus ojos brillaban con una luz maligna y sus bocas se torcieron en una sonrisa malévola. Tenían un plan que cumplir, una misión que realizar más allá de su deber con Hitler. Iban a conquistar el mundo para sus amos, los señores-demonio. Iban a desatar el horror sobre la humanidad.
Nada ni nadie podría detenerlos.
Se pusieron en pie y se ajustaron sus capuchones. Era hora de salir a la luz y cumplir su destino. Salieron de la cámara secreta y penetraron en el laberinto de túneles que formaban el búnker. En el exterior el sol se estaba poniendo y el cielo se teñía de rojo. Era el presagio de una noche de terror.
Wolfrich y sus subordinados se encaminaron hacia el despacho privado de Hitler para reunirse con él. Wolfrich había conseguido ganarse su confianza y su favor, haciéndose pasar por un fiel seguidor de su ideología y de su proyecto del Reich de los Mil Años. Pero en realidad, Wolfrich tenía otros planes. Planes que implicaban el fin del Reich y el inicio de una nueva era.
Una era dominada por los dioses demoníacos.
***
Horas después, los cuatro soldados se encontraban en una celda sucia y húmeda, situada en el sótano de una antigua iglesia en ruinas donde se hallaba emplazado el pelotón del teniente Bradley. La iglesia estaba cerca del pueblo donde habían tenido lugar los hechos, muy cerca de Berlín. Los cuatro amigos estaban aburridos y cansados, sin nada que hacer más que esperar a que amaneciera y les levantaran el castigo.
—¿Qué hora debe ser? —preguntó Ravelli, mirando el pequeño ventanuco que dejaba entrar algo de luz.
—No lo sé, quizá las diez o las once —respondió Parker.
—¿Y si nos escapamos? —sugirió Ravelli, con una sonrisa maliciosa.
—¿Estás loco? —le espetó Samuels, más sensato que su compañero—. ¿Quieres que nos fusilen por desertores?
—Venga, hombre, solo era una broma —se defendió Ravelli, encogiéndose de hombros. En ese momento, se oyó un ruido procedente de la radio que había en la mesa de los guardias, al otro lado de la reja. Era una voz que hablaba en alemán, con un tono grave y solemne. Los soldados se quedaron en silencio, tratando de entender lo que decía:
«Buenas tardes a todos nuestros oyentes. Les traemos una noticia histórica y trascendental en este día. Hoy, 8 de mayo de 1945, marcamos el fin de un capítulo oscuro en la historia de la humanidad: la Segunda Guerra Mundial ha llegado a su esperado final. El Tercer Reich nazi se ha derrumbado, poniendo fin a años de conflicto y devastación en Europa.
Desde el corazón mismo de Berlín, el epicentro de la lucha, reportamos la euforia y la alegría que inundan las calles de la ciudad. Los ciudadanos han salido en masa para celebrar el anuncio oficial de la rendición incondicional de Alemania, que fue firmada ayer en Reims, Francia. Las campanas de las iglesias suenan sin cesar, la gente ondea banderas y se abrazan entre lágrimas de alivio y felicidad.
La caída del Tercer Reich ha sido un resultado de los esfuerzos combinados de las fuerzas aliadas, incluyendo a los Estados Unidos, la Unión Soviética, el Reino Unido y otros países que han luchado incansablemente por poner fin a la agresión nazi. La resistencia heroica y la determinación de los soldados y civiles en toda Europa han sido fundamentales para esta victoria.
Las calles de Berlín están llenas de escombros y destrucción, recordatorios visuales de los horrores de la guerra. Pero hoy, esas cicatrices son eclipsadas por la esperanza de un futuro mejor. La rendición alemana significa que finalmente podemos comenzar el proceso de reconstrucción y reconciliación, sin olvidar a las víctimas de la guerra, y con el compromiso de evitar que tales atrocidades vuelvan a ocurrir. Esta es una victoria para la humanidad en su conjunto, las campanas de la paz suenan hoy más fuerte que nunca marcando el comienzo de un nuevo capítulo en la historia mundial.
Pero hay más. Nos llegan rumores…el Führer Adolf Hitler ha muerto…se ha encontrado su cadáver junto al de su esposa Eva Braun en el búnker de la Cancillería…se ha confirmado su identidad por medio de sus dientes…se ha procedido a quemar sus restos para evitar que caigan en manos del enemigo…el almirante Karl Dönitz ha asumido el cargo de presidente del Reich y ha ordenado la rendición incondicional de todas las fuerzas armadas alemanas…».
Después de emitir ruidos e interferencias, la radio quedó en silencio y los guardias la apagaron. Los cuatro soldados se miraron entre sí, incrédulos. No podían creer lo que acababan de escuchar. ¿Era posible que fuera cierto? ¿Que Hitler estuviera muerto y que Alemania se hubiera rendido? ¿Que la pesadilla de la guerra hubiera terminado al fin? Todo el mundo estaba de celebración menos ellos, encerrados en una celda por una simple travesura.
—¡Es mentira! —exclamó Ravelli, negando con la cabeza—. ¡Es un truco de los aliados para engañarnos!
—¡No, es verdad! —afirmó Samuels, con los ojos brillantes—. ¡Lo he oído bien! ¡Hitler ha muerto! ¡La guerra ha terminado!
—Umppp… murmuró el silencioso Chávez.
—¡No puede ser! —replicó Ravelli, confundido—. ¡Es demasiado bueno para ser verdad! ¿No os dais cuenta, muchachos? ¡Es lo mejor que nos podía pasar! —sentenció Parker, emocionado—. ¡Estamos libres! ¡Podremos volver a casa!
Los cuatro soldados se abrazaron entre ellos, llorando y riendo al mismo tiempo. Se olvidaron por un momento de su castigo, de su celda, de su situación. Solo pensaron en el futuro, en la paz, en la vida. Habían sobrevivido a la guerra más terrible de la historia, siendo testigos del fin de una era. Era un momento histórico que jamás podrían olvidar.
***
Una vez pasada la euforia inicial de la noticia del fin de la guerra, la desesperación comenzó a hacer presa en el ánimo de los soldados. Atrapados en aquella solitaria celda, sabían de sobra que se perderían toda la fiesta. Los cuatro compañeros estaban sentados en el suelo de la celda, apoyados contra las paredes de piedra. El cabo Parker jugaba con una moneda, lanzándola al aire y atrapándola con la mano. Samuels se había quedado dormido, roncando ligeramente. Ravelli y Chávez se entretenían contando chistes malos.
—¿Qué le dice un pez a otro pez? —preguntó Ravelli.
—No sé, ¿qué? —respondió Chávez.
—Nada —dijo Ravelli, soltando una carcajada.
Chávez puso los ojos en blanco.
—Ese chiste es muy viejo, Ravelli. Tienes que renovarte —le dijo.
—Bueno, pues dime tú uno mejor —le retó Ravelli.
—Vale, a ver… ¿Qué le dice una bomba a otra bomba? —preguntó Chávez.
—No sé, ¿qué? —respondió Ravelli.
—¡Boom! —exclamó Chávez, imitando una explosión con las manos.
Ravelli se quedó mirándolo con cara de incredulidad.
—Ese chiste es peor que el mío, Chávez. No tiene ni gracia —le dijo.
Pues a mí me parece muy bueno —replicó Chávez, ofendido.
El mestizo indio comenzó a juguetear con un amuleto plateado que siempre llevaba colgado en el cuello, y que imitaba una cabeza de lobo aullando a la luna.
—¿Qué es ese colgante? —inquirió Ravelli, curioso.
—Es una reliquia familiar, me la regaló mi abuela antes de morir, cuando me dijo que… De repente el cabo Parker les hizo una seña para que se callaran.
—Chicos, callaos un momento. No queremos llamar la atención de los guardias —les dijo—. ¿Qué guardias? Si no hay nadie vigilando esta mierda de celda —protestó Ravelli—. Nunca se sabe, muchacho. Nunca se sabe —dijo el cabo Parker, mirando a su alrededor. Fue entonces cuando vio algo que le llamó la atención. Una de las baldosas del suelo estaba ligeramente levantada, como si alguien la hubiera movido recientemente.
—Eh, chicos, mirad eso —dijo el cabo Parker, señalando la baldosa.
—¿Qué pasa? —preguntó Chávez.
—¿No veis esa baldosa? Está suelta —dijo el cabo Parker.
—¿Y qué? ¿Qué tiene de especial? —preguntó Ravelli.
—No sé, pero me da curiosidad. A lo mejor hay algo debajo —dijo el cabo Parker. El cabo Parker se levantó y se acercó a la baldosa. Con cuidado, la levantó con las manos y la apartó. Debajo había un agujero oscuro que parecía conducir a algún lugar.
—¡Joder! ¡Hay un pasadizo secreto! —exclamó el cabo Parker.
—¿Qué dices? Déjame ver —dijo Samuels, despertándose sobresaltado.
—Venid, venid. Mirad esto —dijo el cabo Parker, invitando a sus compañeros a acercarse. Los cuatro soldados se reunieron alrededor del agujero y asomaron la cabeza. No podían ver nada más que oscuridad.
—¿A dónde creéis que lleva esto? —preguntó Chávez.
—No lo sé, pero hay una forma de averiguarlo —dijo el cabo Parker.
—¿Cómo? —preguntó Ravelli.
—Bajando —dijo el cabo Parker.
El cabo Parker cogió una linterna que había en un rincón de la celda y se la encendió. Luego se metió en el agujero y empezó a bajar por una escalera de piedra.
—¿Qué haces? ¡Espera! —le gritó Samuels.
—Vamos, no seas gallina. Ven conmigo —le respondió el cabo Parker desde abajo.
—Yo voy contigo, Parker —dijo Ravelli, siguiéndolo sin dudar.
—Yo también voy —dijo Chávez, animado por la aventura.
—Estáis locos. Esto es una locura —dijo Samuels, pero al ver que se quedaba solo, decidió bajar también.
Los cuatro soldados bajaron por la escalera hasta llegar al final del pasadizo. Allí encontraron una puerta de madera cerrada con un candado.
—Mierda. Está cerrada —dijo el cabo Parker, intentando abrir la puerta.
—¿Y ahora qué? —preguntó Ravelli.
—Tendremos que romperla —dijo el cabo Parker.
—¿Cómo? No tenemos nada con qué —dijo Chávez.
—Sí que tenemos. Apartaos —dijo Samuels, arremetiendo contra la puerta usando toda la fuerza de su enorme cuerpo.
La madera crujió ante la cruel embestida del soldado, soltando astillas por todos lados a la vez que la puerta se abría.
—¡Bien hecho, Samuels! —dijo Ravelli, felicitándolo.
—Vamos, muchachos, salgamos de aquí —dijo el cabo Parker, empujando la puerta entreabierta.
Los cuatro soldados salieron al exterior. Estaban en el patio trasero de la iglesia, donde había varios jeeps aparcados.
—¡Vaya! ¡Qué suerte! ¡Hay jeeps! —dijo Chávez, entusiasmado.
—¿Qué hacemos? ¿Nos llevamos uno? —preguntó Samuels.
—Claro que sí. No podemos desperdiciar esta oportunidad —dijo el cabo Parker—. Pero, ¿y si nos pillan? —preguntó Samuels, preocupado.
—No nos van a pillar. Somos soldados norteamericanos. Podemos hacer lo que queramos — dijo Ravelli, con arrogancia.
El cabo Parker se acercó a uno de los jeeps y lo examinó. Tenía las llaves puestas y el depósito lleno.
—Este es perfecto. Vamos, subid —dijo el cabo Parker, entrando en el jeep y arrancando el motor.
—¿A dónde vamos? — preguntó Samuels, sentándose en el asiento del copiloto. —A donde nos lleve la noche — dijo Ravelli, sonriendo.
—¿Y si nos encontramos con soldados alemanes? —preguntó Samuels, subiendo al jeep junto con Chávez.
—Pues les damos caña — dijo el cabo Parker, pisando el acelerador.
El jeep salió del patio trasero de la iglesia y se dirigió a la carretera. Los cuatro soldados se alejaron de la iglesia, dispuestos a escapar de su castigo e irse de fiesta. No sabían lo que les esperaba en el camino.
***
Mientras los soldados se fugaban a bordo del vehículo, sintieron una mezcla de emoción y alivio. Se encontraban en la oscuridad de la noche, con la adrenalina corriendo por sus venas mientras conducían por caminos oscuros y desconocidos.
—No puedo creer que realmente estemos saliendo de ahí —dijo Samuels, mirando hacia atrás en dirección a la iglesia.
—Pronto estaremos disfrutando de la fiesta que tanto merecemos —sonrió Ravelli—. Pero no hemos terminado todavía. Tenemos que llegar al pueblo donde podremos celebrar la fiesta y finalmente relajarnos —sentenció Parker.
Ravelli sacó un mapa del asiento del copiloto y trató de orientarse.
—Estamos cerca del pueblo, solo necesitamos seguir por esta carretera y deberíamos llegar en poco tiempo.
Sin embargo, mientras siguen la carretera, las indicaciones comienzan a confundirse y las señales son escasas. La noche oscura y la falta de referencias hacen que se desvíen sin darse cuenta, y pronto se encuentran en medio de un bosque abandonado y sombrío.
A mitad del camino, el jeep comenzó a emitir un sonido ominoso, como un gemido metálico, y luego el motor se apagó repentinamente. El jeep se detuvo en seco, dejando a los soldados en la oscuridad del bosque, rodeados por la espesura de los árboles y el silencio inquietante de la noche. —¡Mierda! —exclamó Parker—. ¿Qué ha pasado?
—No lo sé —respondió Ravelli, que era el más experto en mecánica—. Déjame ver. El italiano bajó del vehículo y abrió el capó. Miró el motor con atención y frunció el ceño. —¿Qué pasa? —preguntó Samuels, impaciente.
—Pues que estamos jodidos —contestó Ravelli, con resignación—. El motor está hecho polvo. No arranca ni de coña.
—¿Y ahora qué hacemos? —intervino Chávez, que estaba en la parte trasera del vehículo. —Pues no sé —admitió Ravelli—. Estamos en medio de la nada, sin mapa, sin radio, sin comida, sin agua y sin transporte.
—Y sin chicas —añadió Samuels.
—Eso es lo de menos —replicó Parker, que era el más serio y el más prudente—. Lo peor es que estamos solos y desarmados. Si nos encontrara el enemigo, estaríamos muertos. El cabo Parker maldijo en voz baja mientras intentaba reiniciar el motor, pero fue en vano. Ravelli examinó el motor con su linterna, pero la avería parecía más allá de su capacidad de reparación rápida. Samuels suspiró y Chávez miró a su alrededor, tratando de orientarse en el medio del bosque.
La situación era crítica. Estaban varados en medio de la nada, sin transporte y en territorio desconocido. Sabían que debían encontrar una solución rápida antes de que los descubrieran o antes de que la noche se volviera contra ellos.
Decidieron dejar el jeep atrás y avanzar a pie, moviéndose con sigilo por el bosque y alejándose de la carretera principal. Sus sentidos estaban alerta, conscientes de que cualquier ruido podría retrasar su posición. La noche se volvió aún más oscura mientras avanzaban en busca de refugio o ayuda, con el peligro y la incertidumbre acechando en cada rincón del bosque.
De pronto, oyeron un ruido a lo lejos. Era el sonido de varios vehículos que se acercaban por el camino. Los soldados se pusieron alerta y miraron con recelo.
—¿Quiénes son? —preguntó Ravelli, nervioso.
—No lo sé —respondió Parker, agudizando la vista—. Pero no tienen buena pinta. La noche en el oscuro bosque se volvió más fría y opresiva a medida que los cuatro soldados observaban con cautela los camiones militares aliados que se acercaban. El ruido del motor se hizo ensordecedor y las luces de los vehículos iluminaron la zona, revelando un grupo de soldados norteamericanos que descendieron para examinar el jeep averiado.
—¿Qué diablos hacemos ahora? Estamos en medio de la nada —murmuró Samuels. —Calma chicos —dijo Parker—. Tenemos que esperar y ver qué hacen estos tipos. No tenemos muchas opciones en este momento.
Los cuatro amigos permanecieron ocultos entre los árboles, observando la escena con los corazones palpitando de ansiedad. Los soldados aliados parecían discutir la situación, y cada segundo que pasaba parecía una eternidad.
—Creo que se dirigen al pueblo. Esta podría ser nuestra oportunidad de escapar de esta pesadilla —susurró Ravelli.
—Tienes razón. Si seguimos escondidos aquí, nos quedaremos atrapados. Tenemos que actuar ahora. Preparaos —ordenó Parker.
Decidieron actuar de inmediato. Con sigilo y rapidez, se acercaron al camión de carga vacío más cercano y subieron, ocultándose entre el equipo militar y las cajas. Susurros nerviosos llenaban el aire mientras se acomodaban en su escondite improvisado.
Los minutos pasaron lentamente mientras los soldados aliados continuaban discutiendo cerca del jeep averiado. La tensión en el camión era palpable, y cada vez que alguien se acercaba al vehículo, los soldados aguantaban la respiración. Finalmente, vieron que los soldados aliados parecían decidir continuar su camino hacia el pueblo.
—Parece que van a seguir adelante. Estamos a salvo, al menos por ahora —dijo Chávez con alivio.
—Tenemos que estar preparados para lo que sea en el pueblo. No sabemos en qué tipo de lío nos estamos metiendo —respondió Parker.
Con el camión en movimiento y la incertidumbre aún presente, los cuatro amigos se aferraron a la esperanza de que esta maniobra arriesgada los acercara un poco más a su destino de diversión y escape. El convoy se alejó en la oscuridad, dejando atrás el jeep averiado y sumiéndolos en un territorio desconocido lleno de peligros y misterios.
***
A medida que pasaban los minutos y el camión se alejaba de la dirección del pueblo, la tensión entre los cuatro soldados crecía como una sombra amenazante. La confusión y la inquietud llenaron el aire mientras observaban impotentes cómo se alejaban cada vez más de su objetivo.
—Esto no está bien. No se suponía que nos íbamos a alejar del pueblo —murmuró Samuels con voz preocupada.
—Y esas voces... no suenan a inglés. ¿Podéis escuchar eso? —preguntó Parker con el ceño fruncido.
Efectivamente, desde los otros camiones llegaban voces que hablaban en alemán. Los cuatro soldados intercambiaron miradas de terror y desconcierto.
—Esto es un problema, amigos. Estamos en medio de algo que no comprendemos —dijo Ravelli.
El cabo Parker ordenó investigar la carga del camión en el que se encontraban. Abrieron una de las cajas con cuidado y la luz de sus linternas reveló un descubrimiento perturbador: objetos y banderas nazis. Los ojos de los soldados se abrieron de par en par ante la vista de símbolos del enemigo.
—Esto es peor de lo que pensábamos. Estamos en medio de algo muy oscuro —sentenció Parker, mirando a sus compañeros.
La situación se volvió más inquietante por minuto. Ahora, además de escapar del camión, tenían que enfrentar la realidad de que estaban en terreno enemigo, rodeados de soldados alemanes. La incertidumbre se apoderó de ellos mientras intentaban trazar un plan para salir de esta complicada y peligrosa situación.
Los cuatro soldados, con las manos temblando y los corazones latiendo con fuerza, comenzaron a explorar el resto de las cajas de carga del camión. La luz de sus linternas revelaba un sorprendente arsenal de armas y equipo militar. Parker encontró una pistola y un súbfusil alemán en buen estado, mientras que Ravelli se hizo con un par de granadas cuidadosamente guardadas en una caja de municiones.
Samuels levantó un objeto extraño, un cetro pesado que parecía fuera de lugar entre las armas. Lo examinaba con perplejidad mientras los demás observaban.
—Parece un objeto ceremonial o algo así —comentó Samuels, sosteniendo el cetro con cuidado.
Chávez, mientras tanto, encontró un enorme cuchillo afilado que prometía ser una herramienta útil en caso de enfrentamiento. Lo extrajo de su funda y lo balanceó en el aire con destreza. —Estas armas no son las que estábamos acostumbrados a usar, pero son mejores que nada. Estamos en una situación complicada, y necesitamos estar preparados para lo que sea que venga — dijo Parker.
—Tenemos que tener cuidado y ser sigilosos. No sabemos quiénes son esos tipos en los otros camiones ni qué están haciendo —dijo Ravelli mientras sostenía las granadas cuidadosamente. Con armas en mano y una mezcla de determinación y ansiedad en sus corazones, los cuatro amigos se prepararon para enfrentar los desafíos que les esperaban. Sabían que estaban en terreno enemigo y que debían confiar en su ingenio y valentía para navegar por esta situación inquietante y peligrosa.
Los soldados observaron con atención mientras sentían disminuir la velocidad del camión y los motores del resto de vehículos rugían en un cambio brusco de dirección. La ansiedad creció entre los cuatro amigos a medida que Chávez, utilizando su cuchillo, abrió cuidadosamente agujeros en la lona que cubría la carga. A través de los orificios, pudieron ver cómo los camiones se adentraban en un camino empinado y accidentado en medio del bosque, finalmente llegando a un claro iluminado por la brillante luz de la luna llena.
La escena frente a ellos se reveló con sorprendente claridad. En medio del claro, un avión con la bandera norteamericana pintada estaba estacionado, su motor en marcha mientras repostaba combustible. Los cuatro intercambian amigos en miradas de consternación y sorpresa. ¿Cómo era posible que los nazis estuvieran utilizando un avión norteamericano?
De los camiones que los rodeaban, comenzaron a bajar hombres vestidos como soldados norteamericanos. Sin embargo, algo en su comportamiento y en sus movimientos delataba su verdadera identidad. Eran nazis disfrazados.
Parker presionó con fuerza el súbfusil en sus manos y susurró:
—Esto se pone cada vez más serio. Están cargando cajas en el avión. Debemos averiguar qué están tramando.
Los cuatro soldados compartieron un entendimiento silencioso. Necesitaban descubrir el propósito de esta operación clandestina y, si era necesario, intervenir para evitar que los nazis se salieran con la suya. La tensión en el camión aumentó a medida que continuaron observando, esperando una oportunidad para actuar y desvelar el misterio detrás de este siniestro encuentro en medio del claro del bosque.
Los soldados vieron cómo los nazis bajaban de sus vehículos y subían al avión con rapidez. Llevaban maletas, cajas, documentos, armas… Parecían llevarse todo lo que podían. Los soldados se dieron cuenta de que estaban huyendo de la guerra.
El claro del bosque estaba envuelto en silencio mientras los nazis disfrazados se alineaban en posición de saludo frente a uno de los camiones. Un palpable sentido de expectación y misterio colmaba el aire mientras los cuatro soldados observaban con ansiedad, conscientes de que alguien de gran importancia estaba a punto de descender del vehículo.
La figura que emergió del camión estaba inicialmente oculta bajo un abrigo oscuro y pesado, haciendo imposible distinguir su identidad. La incertidumbre aumentaba a medida que los minutos se extendían, como si el propio bosque guardara el secreto de quién era este misterioso personaje.
En silencio, las conjeturas y los susurros se extendieron entre Parker, Ravelli, Samuels y Chávez mientras la figura avanzaba hacia el frente de la formación. El corazón les latía con fuerza mientras anticipaban el momento en que finalmente conocerían la identidad del hombre detrás del abrigo.
Y luego, en un instante que pareció detenerse en el tiempo, la luz de la luna llena iluminó el rostro de la figura. El aliento se quedó atrapado en las gargantas de los cuatro soldados cuando finalmente vieron quién era. El rostro anguloso, el cabello oscuro y lacio, su pequeña estatura y su característico bigote recortado no dejaban duda. No podía ser otra persona que Adolf Hitler.
Los nazis disfrazados hicieron el famoso saludo nazi, y el rostro frío y despiadado de Hitler miró con una intensidad gélida hacia el avión y las cajas que estaban siendo cargadas. Su presencia en medio del claro del bosque parecía traer consigo una oscuridad insondable, y la magnitud de la situación se hacía cada vez más clara para los cuatro amigos.
Una sensación de terror y urgencia inundó el camión mientras los soldados se daban cuenta de que estaban en el epicentro de un complot peligroso. La pregunta que resonaba en sus mentes era si deberían quedarse ocultos y observar o si debían arriesgarse a intervenir en este encuentro aterrador con uno de los hombres más infames de la historia.
***
La presencia de Hitler en el claro del bosque parecía envolver todo en un aura de oscuridad y opresión. Los cuatro soldados ocultos en el camión observaban con incredulidad mientras la figura de Hitler se mantenía inmóvil frente a su comitiva de nazis disfrazados. Sin embargo, la sorpresa creció aún más cuando una mujer descendió del camión detrás de Hitler. Era Eva Braun, su esposa, seguida de cuatro hombres ataviados con el negro uniforme de las SS. Uno de ellos, el más alto, oteaba por todas partes como buscando una posible amenaza que fuera a surgir de repente, y su gélida mirada de ojos azules provocaba escalofríos.
El hecho de que la pareja estuviera en ese lugar remoto y oscuro agregaba otro nivel de misterio a la escena, y los cuatro soldados no podían evitar sentir una mezcla de incredulidad y horror. Luego, uno de los hombres del avión se acercó a Hitler y le rindió un saludo respetuoso. El silencio en el camión era absoluto mientras escuchaban atentamente lo que Hitler estaba diciendo. Sus palabras eran inquietantes y sorprendentes.
—Mis leales seguidores, ha llegado el momento que todos esperábamos. Nuestro plan de fuga ha tenido éxito. Los cuerpos que dejamos atrás han confundido a nuestros enemigos y nos han permitido escapar de su alcance —dijo Hitler exultante.
—Es un logro impresionante, mi Führer. El avión está listo y esperando para llevarlo a usted y a la señora Braun a Argentina —el hombre del avión bajó la cabeza humildemente. Hitler se rió con una risa siniestra y triunfante.
—Argentina, mi querido amigo, será nuestro nuevo hogar. Allí, en la Tierra de la Libertad, comenzaremos de nuevo y restableceremos el Tercer Reich. El mundo se sorprenderá cuando vea que no hemos muerto, sino que hemos renacido con más fuerza que nunca.
Los cuatro soldados, escuchando esta macabra conversación, se dieron cuenta de la magnitud de la situación en la que se encontraban. Ahora tenían información sobre el éxito de la fuga de Hitler y su plan de reanudar su régimen en Argentina. La decisión que tomarían a continuación podría cambiar el rumbo de la historia y el destino de la humanidad.
Se miraron unos a otros en un silencio cargado de urgencia y decisión. Sabían que no había tiempo que perder. Hitler estaba a punto de escapar y con él se llevaría sus siniestros propósitos. —No tenemos otra opción. Si no actuamos ahora, este monstruo escapará de nuevo —susurro Parker en voz baja.
—Es cierto. Tenemos que enfrentar a esos nazis, a pesar de que son muchos. No podemos permitir que Hitler se salga con la suya —dijo Ravelli con determinación.
—Tenemos las armas, la sorpresa está de nuestro lado. Si actuamos con rapidez y precisión, podemos cambiar el curso de la historia —dijo Samuels apretando el cetro que había encontrado con firmeza.
—Es ahora o nunca. Hagámoslo por la humanidad y por todos aquellos que han sufrido bajo el yugo del nazismo —sentencio Chávez agarrando el cuchillo afilado y sopesándolo en su mano. Los cuatro amigos se miraron a los ojos y asintieron en silencio, compartiendo una determinación inquebrantable. Sabían que enfrentar a veinte nazis era una tarea abrumadora, pero también comprendían la trascendencia de lo que estaban a punto de hacer.
Con el corazón latiendo con fuerza y la adrenalina corriendo por sus venas, se prepararon para la lucha que cambiaría el curso de la historia. No tenían tiempo que perder. Era hora de enfrentar a los nazis y poner fin a la huida de Hitler, sin importar el costo.
***
Los soldados intercambiaron miradas tensas, sabiendo que se encontraban en una situación más allá de cualquier cosa que hubieran imaginado. Mientras Hitler y su séquito se preparaban para abordar el avión, los soldados se lanzaron al ataque con arrojo y determinación.
El claro del bosque se convirtió en un campo de batalla, iluminado por el resplandor de las explosiones y las luces de los disparos. Los cuatro soldados, Parker, Ravelli, Samuels y Chávez, cargados de armas y determinación, se lanzaron valientemente contra los nazis que protegían a Hitler y Eva Braun.
Parker, con su súbfusil alemán en mano, fue el primero en abrir fuego con precisión letal. Los nazis que se encontraban más próximos en su línea de fuego se vieron abrumados por una lluvia de balas. Cada disparo encontró su blanco, y los nazis comenzaron a caer uno tras otro, mientras Parker iba cambiando de posición entre ráfaga y ráfaga cubriéndose entre las cajas de madera y los bidones metálicos que aún no habían sido cargados en el avión.
Ravelli demostró su destreza con las granadas que había encontrado. Con un giro experto de muñeca, lanzó una granada que estalló en medio del grupo enemigo, enviando escombros volando por los aires. Los nazis retrocedieron, momentáneamente desconcertados, disparando a ciegas entre el humo y las llamas causados por la explosión.
Samuels, sosteniendo el cetro pesado, se lanzó corriendo hacia los enemigos aturdidos, usando el factor sorpresa conseguido por sus compañeros. Balanceando el objeto con fuerza comenzó a repartir golpes devastadores contra los soldados alemanes, derribando a uno de ellos con cada golpe.
Su rostro reflejaba determinación mientras continuaba luchando contra las fuerzas enemigas, emitiendo un grito victorioso con cada crujido de huesos rotos.
Por su parte Chávez, con su cuchillo afilado, se movió como una sombra entre los nazis. Con movimientos rápidos y precisos, incapacitó a varios de ellos sin que se dieran cuenta, cortando y desgarrando como un animal rabioso que avanzaba imparable sembrando la muerte a su alrededor.
El claro del bosque, antes tranquilo y sereno, se transformó de repente en un pandemónium de destrucción y caos. El rugido de las explosiones, ensordecedor y estremecedor, resonaba en el aire, sacudiendo los árboles hasta sus raíces. Las detonaciones de las granadas de Ravelli, maestro en su manejo, crearon un espectáculo infernal de fuego y humo que oscureció el cielo y arrancó hojas y ramas de los árboles circundantes. Los alemanes, presa del pánico y la confusión, quedaron envueltos en un torbellino de escombros y esquirlas mientras luchaban por mantener el equilibrio en medio de la refriega. En el epicentro de la batalla, Samuels, un gigante cuyos músculos parecían esculpidos en granito, avanzaba como una fuerza imparable. Sus movimientos, aunque sorprendentemente ágiles para su imponente estatura, resonaban con una brutalidad que no tenía parangón. Su cetro, del tamaño de un martillo de guerra, se abalanzaba sobre los enemigos como un ariete de destrucción, enviándolos volando por los aires como marionetas rotas. El estruendo de los impactos era ensordecedor, y los gritos de los alemanes, ahogados por el ruido de la batalla, apenas eran audibles. Chávez, el especialista del equipo en el uso del cuchillo, se movía como una sombra letal en medio del caos. Su cuchillo, brillante y mortal como una serpiente venenosa, centelleaba con cada movimiento. Cada cuchillada, ejecutada con la precisión de un relojero, encontraba su objetivo con una exactitud que inspiraba terror. Los nazis, desesperados por defenderse, apenas podían comprender la velocidad y agilidad con la que sucedía su propia perdición. Los gritos de sorpresa y agonía se mezclaban con el sonido metálico de los cuchillos chocando en un ballet macabro de muerte.
La lucha era intensa, el sonido de disparos y explosiones llenaba el aire. Los nazis, aunque superados en número, no retrocedieron fácilmente. Lanzaron una contraofensiva desesperada, disparando ráfagas de balas y lanzando alguna que otra granada en respuesta.
El ambiente se llenó de caos y humo. La determinación de los cuatro amigos no flaqueó mientras luchaban con valentía contra los nazis, que poco a poco se vieron superados mientras su número disminuía en la intensidad del combate. Parker tuvo a tiro a Hitler durante un segundo, pero cuando la bala de su arma iba a alcanzar a su objetivo se encontró a uno de los oficiales de las SS en su lugar. Mientras el soldado caía al suelo con el pecho agujereado, su líder aprovechaba el sacrificio para correr hacia el avión, seguido por su mujer.
—¡Que no escape esa sabandija! —gritó Parker mientras recargaba su arma.
—Dejádmelo a mí, voy a enviar a ese soldadito al infierno —dijo Ravelli, preparando una granada para lanzarla hacia donde se encontraba el Führer.
Sin embargo de entre una nube de humo a su derecha una mano enguantada de negro le sujetó el brazo, haciéndole soltar la granada en el suelo junto a sus pies. Era otro de los oficiales de las SS, que pillando desprevenido al italiano lo sujetó rodeándole el cuello con el otro brazo para inmovilizarlo. Ravelli intentó zafarse de la presa sin éxito, sabiendo que en un instante la granada explotaría y se llevaría al infierno tanto a él como al alemán.
—Que te jod…
Pero antes de poder acabar la frase, el cráneo del nazi explotó como un huevo, salpicando el rostro de Ravelli de sangre y trozos de hueso. A través de un velo rojizo el italiano entrevió a Samuels soltando el cetro ensangrentado y empujando el destrozado cadáver hacia la granada de Ravelli. Ambos compañeros saltaron al unísono mientras el artefacto detonaba con un rugido estruendoso,
haciéndoles rodar por el suelo pero sin apenas sufrir daños.
Pero antes de que pudieran recuperarse, Ravelli y Samuels vieron a otro de los oficiales de las SS que se dirigía hacia ellos con el cañón de una Luger apuntándoles. Vieron el brillo de odio en su mirada y supieron que estaban acabados.
—¡Que os den a todos, jodidos nazis de mierda! —gritó Samuels a pleno pulmón. Aquel grito les salvó la vida, puesto que en aquel preciso instante Chávez iba a lanzar su cuchillo contra Hitler. Pero al escuchar el grito de su camarada y ver el peligro inminente, el mestizo se volvió hacia ellos y lanzó su cuchillo. El arma atravesó el aire como un rayo y se clavó en el cuello del nazi, que cayó al suelo lanzando gorgoteos con la punta del cuchillo sobresaliendo por la garganta.
Al ver que sus compañeros se hallaban a salvo, Chávez se dispuso a ir detrás de Hitler a pesar de no disponer de su cuchillo, pero se encontró con una figura que le tapaba el paso. Era el coronel de las SS Wolfrich, que empuñaba una pistola. Justo en ese momento emergió el cabo Parker a tan solo unos metros, cubierto de sangre y cenizas, herido pero aún en pie. Se había quedado sin munición en su arma.
El coronel Wolfrich se acercó lentamente a los cuatro soldados norteamericanos, que yacían en el suelo cubiertos de sangre y polvo. Con una sonrisa malvada, apuntó su pistola al cabo Parker, el líder del grupo.
—¿Así que esto es todo lo que queda de la gloriosa infantería americana? —dijo con desprecio—. Habéis luchado bien, pero no lo suficiente. Ahora vais a morir como perros. Parker levantó la cabeza con dificultad y miró a Wolfrich a los ojos.
—No nos rendiremos, maldito nazi —dijo con voz ronca—. Somos soldados, no cobardes. Hemos venido a liberar a Europa del yugo de tu tirano. Y aunque nos mates, habrá otros que seguirán nuestra causa. Al final, la justicia prevalecerá.
Wolfrich se rió con sarcasmo.
—¿Justicia? ¿Qué sabes tú de justicia, americano? Tú y tus aliados sois los verdaderos tiranos. Habéis bombardeado ciudades inocentes, habéis matado mujeres y niños, habéis traicionado a vuestros propios ideales. No sois más que hipócritas y criminales. Y ahora vais a pagar por vuestros crímenes.
Wolfrich apretó el gatillo, pero no se oyó ningún disparo. La pistola se había quedado sin balas. Wolfrich miró el arma con incredulidad y luego alzó la vista hacia Parker, que sonrió con ironía. —Parece que tu suerte se ha acabado, coronel —dijo Parker—. ¿Qué vas a hacer ahora? Wolfrich soltó la pistola y sacó un cuchillo de su cinturón. Con un grito furioso, se lanzó sobre Parker, dispuesto a clavarle el arma en el pecho. Pero antes de que pudiera hacerlo, Ravelli, que estaba al lado de Parker, se incorporó de repente y le clavó una bayoneta en el cuello. Wolfrich se quedó paralizado por un instante y luego cayó al suelo, muerto.
Ravelli soltó la bayoneta y se desplomó junto a Parker. Los dos soldados se miraron con alivio y se dieron la mano.
—Lo has hecho bien, amigo —dijo Parker—. Gracias por salvarme la vida.
—No hay de qué, jefe —dijo Ravelli—. Somos un equipo.
Los otros dos soldados, Samuels y Chávez, también se levantaron como pudieron y se unieron al abrazo colectivo. Los cuatro habían sobrevivido al infierno.
Sin embargo aún quedaba un cabo suelto.
Los cuatro soldados volvieron su atención hacia el avión, donde Hitler y su esposa ya se habían embarcado. El aerotransporte comenzó a moverse y pronto tomaría velocidad para escapar en el aire. Parker, mientras observaba la huida de Hitler, encontró un lanzagranadas entre las cajas de armas. Sin dudar, tomó el arma y apuntó con precisión.
El proyectil salió disparado con un estruendo atronador y alcanzó al avión de Hitler, convirtiéndolo en una infernal bola de fuego y metralla. Las llamas se alzaron hacia el cielo como un rugido de ira, iluminando el bosque circundante en un resplandor naranja y rojo. La explosión sacudió la tierra y creó una onda expansiva que hizo temblar los árboles y envió a los nazis a volar como hojas en una tormenta. Los gritos de pánico y agonía llenaron el aire mientras los restos del avión caían como lluvia de fuego al suelo. El claro del bosque se convirtió en un campo de batalla aún más caótico, con la destrucción desencadenada por la explosión sumándose al caos previo.
Los cuatro soldados, aturdidos pero aún de pie, se protegieron de los escombros que llovían a su alrededor. Habían sobrevivido a la batalla y presenciado la destrucción del avión enemigo. El destino había emitido su juicio final sobre los alemanes y su malvado líder. El claro del bosque, una vez testigo de la feroz confrontación entre el bien y el mal, quedó en silencio nuevamente, esta vez de manera más profunda. Los soldados se miraron entre sí, sus miradas reflejando la mezcla de agotamiento y satisfacción por haber cumplido su misión. El combate llegaba a su explosivo clímax, con el avión en llamas como testigo mudo de la victoria de los héroes y el final de la amenaza de los nazis. El bosque, aunque marcado por la devastación, recuperaba poco a poco su tranquilidad, mientras los cuatro soldados se preparaban para enfrentar el regreso a su base militar. El claro del bosque, que había sido testigo de una batalla feroz, se llenó de un silencio roto únicamente por el crujir de las llamas del avión derribado. Los cuatro amigos se miraron, agotados pero victoriosos, mientras recogían algunas armas de los nazis por si tenían problemas en el camino de vuelta. Habían logrado lo que parecía imposible: detener a Hitler y poner fin a sus oscuros planes. Habían cambiado el curso de la historia, pero la batalla había dejado su huella en todos ellos.
***
Con la luna llena ascendiendo en el horizonte, los cuatro guardaespaldas de Hitler, eliminados previamente por los soldados, yacían inmóviles en el claro del bosque. A medida que la luminosidad de la luna llena se intensifica, una transformación misteriosa comienza a apoderarse de sus cuerpos, producto del oscuro pacto demoníaco que habían realizado con los seres del mundo infernal..
Primero, los cuerpos de los oficiales de las SS comenzaron a temblar incontrolablemente, como si estuvieran siendo sacudidos por una energía interna incontenible. Sus rostros mostraban signos de agitación, con sus ojos adquiriendo un brillo ominoso y amenazante.
Lentamente, sus extremidades comenzaron a alargarse y distorsionarse, mientras se escuchaban crujidos inquietantes de huesos deformándose. Sus dedos se ensancharon y se alargaron, formando garras afiladas que brotan de sus manos. La ropa que los cubría se desgarraba a medida que sus cuerpos se expandían y se transformaban en formas más grandes y poderosas.
Un gemido de dolor y furia se escapó de sus gargantas mientras sus hocicos se alargaban, y sus dientes humanos se volvieron afilados colmillos, listos para desgarrar carne. Sus rasgos faciales se deformaron, adoptando una apariencia salvaje y feroz, con sus ojos adquiriendo un brillo amarillento y hambriento.
Con un aullido ensordecedor, sus cuerpos se encorvaron, adoptando la postura de bestias cuadrúpedas. El pelo oscuro y grueso comenzó a brotar de sus pieles, cubriéndolos en una capa de pelaje tosco y erizado. Sus uñas se transforman en garras negras, curvadas y mortales, capaces de destrozar a sus presas con facilidad.
La transformación se completó con una última convulsión de sus cuerpos, y los soldados nazis se convirtieron por completo en hombres lobo temibles y sanguinarios. Sus ojos brillaron con una inteligencia retorcida y un instinto depredador incontrolable. El aire se llenó de un aura oscura y amenazante mientras los hombres lobo dejaban escapar aullidos que resonaron a través del bosque, anunciando su nueva y aterradora existencia.
Convertidos en bestias poderosas y sedientas de sangre, los hombres lobo se prepararon para cazar a sus presas, cegados por una sed de venganza y destrucción. A medida que avanzaban con pasos silenciosos y ágiles a través del bosque, los cuatro soldados no tenían ni idea de la amenaza que se avecinaba, ni del enfrentamiento mortal que estaba por venir
***
Los soldados, agotados pero determinados, emprendieron el regreso a su campamento heridos y agotados. Mientras avanzaban por el bosque, no tenían ni idea de que los cuatro guardaespaldas de Hitler que habían eliminado eran hombres lobo, y que la luna llena se alzaba en el horizonte, desencadenando la transformación de estas criaturas en temibles bestias.
A medida que la noche seguía su curso, los cuatro amigos se sintieron aliviados por su victoria sobre Hitler y los nazis. Sin embargo, su tranquilidad fue efímera. De repente, comenzaron a escuchar aullidos salvajes que resonaban a través del bosque.
—¿Qué demonios ha sido eso? —dijo Ravelli.
—No lo sé, pero no ha sonado nada bien —contestó Parker.
El sonido se acercaba rápidamente, y los soldados se dieron cuenta con horror de que estaban siendo acechados. De entre los árboles emergieron figuras oscuras y amenazadoras, mientras la luna llena brillaba en lo alto, arrojando su luz plateada sobre la escena. Los cuatro oficiales de las SS habían renacido como hombres lobo, impulsados por el astro lunar e imbuidos por una terrible sed de sangre.
—¡No puede ser! —gritó Samuels, espantado.
—¡Rápido, preparaos para luchar! —dijo Parker.
Los hombres lobo se abalanzaron sobre los soldados con una ferocidad inhumana. Los soldados dispararon sus armas, tratando de detener el avance de las criaturas, pero se dieron cuenta de que estaban lidiando con enemigos mucho más peligrosos y resistentes de lo que habían imaginado.
La lucha era desesperada, con los soldados moviéndose rápidamente para esquivar los ataques de las bestias. Los hombres lobo eran ágiles y poderosos, con garras afiladas y mandíbulas mortales. Los soldados lucharon con todas sus fuerzas, pero estaban en clara desventaja. —¡Mantened la distancia! ¡Apuntad a la cabeza! —gritó Parker.
El cabo empuñó su rifle con destreza y rapidez. Aprovechando la ventaja de la distancia, disparó con precisión a uno de los hombres lobo que se abalanzaba hacia él. La bala impactó en el pecho de la bestia, pero esta siguió avanzando con una determinación aterradora. Los otros tres soldados luchaban cuerpo a cuerpo con las criaturas, cada uno usando sus habilidades únicas.
Ravelli había recogido algunas granadas después del combate contra los nazis, por lo que no estaba indefenso. Sabiendo que el tiempo jugaba en su contra, lanzó una granada que detonó en medio del grupo, dispersando a las bestias momentáneamente. Los aullidos de dolor llenaron el aire, y algunos de los hombres lobo resultaron heridos, aunque ninguno de gravedad.
Por su parte Samuels, que ya no llevaba el cetro con el que había aplastado los cráneos a los alemanes, sacó una pistola de la funda de su cinturón y comenzó a disparar a los licántropos, aunque sus ataques tuvieron el mismo efecto que el rifle de Parker. La naturaleza mágica de las bestias las hacía invulnerables a las armas normales, y pronto los soldados se verían sobrepasados.
El más grande de los licántropos se enfrentó a Chávez, el cual no tuvo problemas para reconocer al coronel Wolfrich de las SS aún en su forma inhumana. El mestizo desenfundó su cuchillo dispuesto a enfrentarse cuerpo a cuerpo contra aquel enemigo formidable.
Chávez se lanzó contra el licántropo con un grito salvaje, empuñando su cuchillo como una estaca. Sabía que el arma no podía herir al monstruo, pero esperaba distraerlo lo suficiente para alcanzar el amuleto de plata que colgaba de su cuello. El licántropo era una bestia enorme, con pelo negro y ojos rojos. Tenía garras afiladas y dientes que podían desgarrar la carne con facilidad. Chávez sintió el aliento fétido del hombre lobo en su cara, y esquivó un zarpazo que le habría arrancado la cabeza.
El mestizo aprovechó la oportunidad para clavar su cuchillo en el costado del licántropo, pero este apenas se inmutó. El hombre lobo rugió y mordió el brazo de Chávez, haciéndole soltar el cuchillo. Chávez gritó de dolor y pateó al licántropo en el vientre, tratando de liberarse. El licántropo apretó sus mandíbulas, haciendo que la sangre brotara del brazo de Chávez. Chávez sabía que estaba perdido si no hacía algo pronto.
Con su mano libre, Chávez buscó desesperadamente el amuleto de plata que llevaba alrededor del cuello. Era un regalo de su abuela, una anciana sabia que conocía los secretos de la magia. El amuleto tenía la forma de un lobo aullando a la luna, y estaba hecho de plata pura. Chávez recordó las palabras de su abuela: “Este amuleto te protegerá de las criaturas de la noche, hijo mío. La plata es el metal sagrado que puede vencer al mal”.
Chávez logró agarrar el amuleto y lo arrancó de su cuello. Lo sostuvo frente a los ojos del licántropo, esperando que tuviera algún efecto. El licántropo se detuvo por un momento, como si reconociera el símbolo. Luego soltó un aullido de furia y trató de apartar el amuleto con sus garras. Chávez aprovechó la distracción y empujó el amuleto contra el pecho del licántropo, donde latía su corazón.
El licántropo se estremeció y se retorció, como si le hubieran clavado una estaca. El amuleto brilló con una luz blanca y quemó la piel del monstruo. El licántropo soltó a Chávez y se alejó, aullando de dolor. Chávez se levantó con dificultad y vio cómo el licántropo se desplomaba en el suelo, convulsionando. El amuleto seguía brillando en su pecho, consumiendo su vida.
Entonces todos vieron como los otros tres licántropos caían al suelo repentinamente, como si hubieran sido alcanzados por un rayo invisible. Se acercaron a los cuerpos y vieron como todos se transformaban lentamente en hombres, revelando los rostros de los oficiales de las SS. —¿Estáis todos bien? —dijo Parker, jadeando.
—Estoy malherido, pero parece que sobreviviré —dijo Ravelli.
Chávez recordó su propio brazo herido y sintió un escalofrío. ¿Acaso estaba infectado? ¿Se convertiría él también en un hombre lobo? Miró el amuleto de plata y esperó que su abuela tuviera razón.
A medida que los soldados se recuperaban y evaluaban su estado, se dieron cuenta de que se habían enfrentado a un enemigo aún más aterrador de lo que habían imaginado, y de que aquella experiencia cambiaría sus vidas de forma inesperada y profunda.
Los soldados, agotados pero victoriosos, se tomaron un momento para recuperarse y evaluar los daños. Se habían enfrentado a enemigos sobrenaturales con coraje y habilidad, triunfando en el desafío. Aunque estaban heridos y cansados, habían demostrado la fuerza de su unidad y la tenacidad de su espíritu.
Después de su ardua batalla contra los hombres lobo, los cuatro soldados finalmente regresaron al campamento. La luna llena seguía iluminando el cielo, y el aire estaba lleno de una sensación de triunfo mezclada con agotamiento. Aunque heridos y cansados, habían logrado enfrentar una amenaza sobrenatural y prevalecer.
Mientras caminaban por los terrenos familiares del campamento, sus pasos resonando en la quietud de la noche, compartieron una mezcla de alivio y satisfacción. Sus rostros estaban marcados por heridas y suciedad, pero sus ojos reflejaban una profunda conexión y camaradería.
—No puedo creer que hayamos sobrevivido a eso. Parece sacado de una película de terror —dijo Samuels sonriendo débilmente.
—No estaba preparado para enfrentar a hombres lobo y a Hitler en una sola noche —añadió Ravelli.
—Al menos ahora tenemos una historia que contar. Cómo detuvimos a Hitler y a sus hombres lobo —rió Parker.
Las risas se mezclaron con el cansancio mientras continuaban su camino hacia la base, liberando la tensión acumulada. Aunque habían enfrentado desafíos aterradores, encontraron un momento de ligereza y conexión. En medio de las risas, el amuleto mágico colgaba del cuello de Chávez, una prueba tangible de la magia y la valentía que habían experimentado.
Con el amanecer en el horizonte y la luna llena finalmente desvaneciéndose, los cuatro soldados sabían que esta noche quedaría en sus recuerdos para siempre. Habían enfrentado lo inimaginable y habían emergido como héroes inesperados. Y mientras se reían y compartían historias, tenían la sensación de que, incluso en los momentos más oscuros, la humanidad puede encontrar formas de superar las adversidades y mantener viva la luz del espíritu humano.
FIN
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