Presentamos otra joya inédita en español y que traducimos para nuestros lectores: La Flor Maligna (Anthos, 1927)

Hugo Gernsback, considerado por muchos como el padre de la ciencia ficción, no siempre lo tuvo fácil para encontrar escritores que le diesen vida a su nueva revista «Amazing Stories», por lo que no le quedó más remedio que recurrir a historias ya publicadas en Europa. «La Flor Maligna (The Malignant Flower, 1927)» es una de ellas, solo que, en este caso, no está del todo claro quién es el autor. La obra está firmada bajo el nombre de Anthos, pseudónimo que se le atribuye al escritor alemán Leonard Langheinrich (Fecha de nacimiento: 17 de mayo de 1890, Berlin-Schönholz - Fallecimiento: 7 de junio de 1944, Berlín, Alemania), sin embargo, no existe, o no he encontrado, ni la versión original del relato ni referencia alguna lo suficientemente esclarecedora. También, destacar que me parece muy raro que este relato no haya sido traducido al español hasta la fecha, pues llama bastante la atención, no en vano ilustra la portada de la revista Amazing Stories (septiembre, 1927), obra del artista Frank R. Paul, y que seguro habréis visto más de una vez (os la pego al final del texto). Además, y como anécdota interesante, es precisamente en este número en el cual se publica por primera vez uno de los relatos más conocidos de H. P. Lovecraft: «El color que cayó del cielo (The Colour Out of Space, 1927)»; y no solo eso, sino que además ni siquiera su nombre figura en la portada. Nota: Para saber si un relato está inédito en nuestro idioma o ya le consta alguna traducción previa, siempre utilizo la base de datos de Tercera Fundación, y en el caso que nos ocupa no he encontrado ni rastro. Si estoy equivocado, por favor, pasadme el aviso y corrijo este dato. Obra traducida por Emilio José Iglesias Fernández. Traducción sujeta a derechos de autor.

LA FLOR MALIGNA. By Anthos, 1927

DALA Daulat Ras había terminado de contar su historia. Por un momento permaneció allí, rígido y erguido como una estatua, frente a un hombre inglés que se hallaba sumido en profundos pensamientos. Lo escrutó con una mirada en la que se mezclaba el misticismo de la sabiduría ancestral de su hogar natal y una crueldad enigmática. A continuación, se fue lentamente con pasos medidos.

Sir George William Armstrong comenzó a soñar y bebió un vaso de whisky. Era una auténtica locura lo que el hindú le había contado, y sin embargo tenía que creérsela, palabra por palabra, porque Baulat Ras era un Yogui[1]; y un Yogui nunca miente. Además, él quería creerlo, y se convenció a sí mismo pensando en los poderes ocultos propios de estos extraños personajes, que odian a los europeos y que muy rara vez desvelan los «secretos naturales» de su tierra. Sir George, excelente deportista, se encontraba en plena forma y sin ataduras. No hay duda de que podía emprender semejante aventura, pero necesitaba un compañero confiable y taciturno. El criado nativo a su servicio, familiarizado con la geografía y las costumbres del lugar, y a quién le contó su plan, le replicó que antes preferiría ser arrojado a las fauces de un tigre o que lo enterrasen vivo en un hormiguero. Entonces tuvo que recurrir a su fiel y viejo amigo John Bannister.

Tras muchos años trabajando juntos, se había convertido en algo más que un simple ayudante de cámara. De hecho, era una especie de amigo confidencial. Leal y atento como un perro, tenaz e infatigable ante las dificultades, valiente frente al peligro. Su piel era como el pergamino, no parecía fluir sangre roja debajo de ella; pero a pesar de sus 65 años era un hombre musculoso, y tenía una constitución fornida como el hierro y el acero. Y Sir George lo hizo partícipe de su secreto. Esto era lo que Daulat Ras le había contado:

A diez días de viaje desde aquí, en un pequeño valle del Himalaya, perfectamente señalado y con una longitud aproximada de 200 yardas, existe una curiosa porción de terreno, un barranco cubierto por tres muros altos y perpendiculares. El único acceso se encuentra en uno de los cuatro lados, sobre una especie de atolladero o estanque, del que emanan vapores venenosos. Tendrás que remar pegado al borde para evitar estos gases. El barranco, completamente cubierto de flores, es el hogar de los demonios; malévolas formas satánicas, mezclas de hombres y mujeres, contra quienes son totalmente inútiles las armas modernas. Es en primavera y otoño cuando se revela su misterioso poder. Pobre de aquel que ose pisar su tierra, pues hallará la muerte y la locura como único destino. Y si logra escapar con vida, la muerte tornará con él por siempre, sobre todo en lo que se refiere al «amor terrenal». E insistió; muerte para todo el amor terrenal.

John Bannister sonrió de forma jocosa. Su patrón permanecía inmerso en profundos pensamientos. Pensaba en su prometida, una chica rubia que en ese mismo mes formaría parte de su nuevo hogar. Cerca de Calcuta, en un pintoresco suburbio, se halla un encantador bungalow, que incluso entonces se construyó con prisa febril según sus indicaciones. Entonces él acabaría, de una vez por todas, con su vida de inquieto trotamundos y aventurero. Pero hasta entonces, Harriet Richards no podía sospechar nada del objetivo del viaje, ni advertir por un segundo la más mínima preocupación o ansiedad. Él fingiría un viaje de negocios, y así expuso su plan. La mayor parte del recorrido se haría en ferrocarril; compraría mapas precisos del país, obtendría las provisiones necesarias, un pequeño bote de remos y contrataría algunos porteadores para que le condujesen a la entrada del barranco. A mediodía, con el sol en su máximo esplendor, se adentraría, para completar el último tramo de este viaje junto a su valioso compañero John Bannister, ellos dos solos en semejante conquista. John se frotó las manos con satisfacción. La fiesta prometía, y esto le encantaba.

EL HINDÚ había dicho la verdad. El barranco estaba allí. Detrás de las marismas negras y oscuras, había una brillante alfombra tropical de flores, luciendo los colores más hermosos de un joven otoño. Habían alcanzado su objetivo. Los porteadores empujaron el bote hacia el pantano y se tumbaron acurrucados, temblando en un pequeño hueco. Se les ordenó aguadar durante tres horas, tiempo suficiente para que los aventureros recorriesen todo el pequeño valle que iban a explorar.

Se levantaron diminutas burbujas. El aire se cargó de vapores, fuertes y penetrantes, cuando los dos exploradores se deslizaron a lo largo del borde del río, turbio y cubierto de espuma. Los acantilados, desnudos, presentaban un curioso contraste respecto a las plantas florecientes que les esperaban en el valle. Multitud de arbustos espinosos marchitos, con ramas secas y retorcidas, se elevaban sobre el borde del arroyo, cada vez más espeso. El sol se derramaba de forma oblicua. No había viento alguno que se agitase durante esta silenciosa siesta, que la naturaleza se había tomado por la tarde. Cuando dejaron el bote, un pesado velo de vapor se extendía sobre la cima del valle. La atmósfera, que todo lo cubría, semejaba burbujeante, y entonces un rayo púrpura sacudió el paisaje. Un erizo surgió delante de ellos. Sin miedo y confiado, evaluó a los inusitados visitantes, trotó junto a ellos durante un rato, luego se sentó sobre sus patas traseras y mordisqueó una alcachofa. Precedidos por la sombra que los acompañaba, los aventureros, mudos y temblorosos, descendían entre acantilados desnudos hacia el valle de las flores, que se alzaba en su segunda floración más exquisita. Sir George se adelantó, midiendo cuidadosamente cada paso. Tras él iba su compañero, y ambos estaban armados hasta los dientes.

Un maravilloso jardín se extendió ante su mirada embelesada. Flor tras flor, cada una de brillo y color inimitables, imágenes de dimensiones nunca vistas, cada vez más gruesas, cada vez más altas; más bien parecían árboles que flores. Todo un bosque a través del cual apenas se podía avanzar, no sin dificultad. Orquídeas de todas las clases se hallaban al borde de los acantilados más grandes del mundo. Flores timoratas, oníricas, gigantescas, con cálices temblorosos que cubrían todo el barranco impidiendo ver más allá. De forma brusca y sin inmutarse, Sir George se abría paso hacia adelante y su compañero tuvo que advertirle, más de una vez, que reparase en peligros desconocidos. ¿Qué habría allí detrás o en derredor, inmerso en un escenario tan colorido? ¿Qué clase de seres podrían estar acechándolos?

No se veía nada más que flores y más flores. Poseídos por una agitación febril, observaron el tamaño del extraño bosque, con sus plantas enormes, tan altas como un hombre y cuyas flores, con su majestuosa y silenciosa quietud, se entronizaban sobre los tallos. No hubo movimiento alguno, tan solo un zorro del Himalaya pasó junto a ellos, como el latigazo de un relámpago y, a continuación, el silencio propio de un cementerio. Solo el perfume que provenía de tantas flores y que aumentaba por momentos, fue suficiente para oprimirles los sentidos, y ambos errantes quedaron a merced de un éxtasis onírico. Estas flores, estas enormes mariposas, o sus colores, magníficos y deslumbrantes, que revoloteaban alrededor, ¿acaso no eran hermosos seres satánicos que semejaban criaturas inteligentes capaces de adormecerte los sentidos al tiempo que simulaban la apariencia de órganos humanos, tales como orejas, labios y lengua? Sir George dio rienda suelta a su imaginación. Estos despiadados seres que emitían este perfume desde sus grandes cálices languidecientes, que a la vez parecían evidenciar sueños y deseos insatisfechos, ¿no eran mitad flor, mitad animal? Así, como esbeltos candelabros, blancos y gigantes, sus cuerpos se alzaron. ¿Qué clase de secreto escondían?

Y entonces él, con energía e impaciencia, comenzó a avanzar, a través del valle por el que caminaban. Se desmarcó con rapidez, yendo unas 10 yardas por delante de su compañero, dejando atrás más de la mitad del trayecto ya superado. El acantilado, ennegrecido y desnudo, que se elevaba abruptamente como si fuese lacre fundido, cerraba el valle y parecía vibrar a lo lejos. John Bannister se lanzó a la carrera para alcanzar a su patrón, pero apenas podía continuar, ya que los guijarros y las plantas rastreras se lo impedían, y ahora, de repente, un matorral se alzó ante él, cortándole el paso y tapándole la vista. Con ahínco se abrió camino, llegando a un claro casi al final del barranco. Y las vistas que se abrieron ante sus ojos… «¡pero si tal cosa es imposible!», pensó John Bannister al tiempo que se frotaba los ojos con las manos. Pero la extraña maravilla no desapareció, sino que se mantuvo en una inmensa tranquilidad. En medio del claro se había levantado una flor de tamaño colosal, a una altura aproximada de 19 pies, y con un tallo de casi otro de grosor, que parecía un exorbitante cono de cicuta. Cinco o seis de las hojas superiores, con apariencia similar al cuero, se deslizaban hasta alcanzar la superficie. De las flores caía un líquido con un poderoso olor. Y vio a Sir George William Armstrong sumido en el asombro, de pie junto a esta reina del valle. John Bannister involuntariamente se detuvo. Algo se había movido. Un par de hojas de esta planta maravillosa, que hasta entonces colgaban, se tensaron notablemente, y un perfume dulce, penetrante, comenzó a desprenderse de forma abrumadora. Entonces, tres labios espinosos con sus pautas coloreadas se estremecían en el aire hacia adelante y a hacia atrás, mientras el tallo, como una columna dórica de color amarillo y salpicado con motas negras, parecía curvarse hacia arriba, mostrando una red laberíntica de capilares sanguíneos. ¿Qué era esta espantosa criatura de apariencia viperina, cuyas manchas se hinchaban como si fuesen bayas a punto de explotar?

Fuera lo que fuese, significaba peligro. Y John Bannister gritó con toda la fuerza de sus pulmones. «¡Sir George, ten cuidado, por el amor de Dios!».

Pero fue entonces cuando sucedió algo terrible. La flor se abrió lentamente, y algo brillante de color carne salió disparado de ella. ¿Qué salió de allí de forma tan repentina? ¿Eran los tentáculos de un pulpo? ¿los suaves brazos de una mujer? Sir George lanzó uno de esos gritos que te cortan hasta la médula, y John Bannister, congelado, agarrotado a causa de la impresión, observó como su patrón era levantado por los hombros hacia arriba, cada vez más y más alto, y lo vio colgando por unos instantes en medio de un incierto equilibrio hasta que, finalmente, comenzó a desparecer, muy despacio, en el interior del cáliz de una atroz y maligna flor, cuyos pétalos se cerraron justo después. De esta forma, Sir George celebró un simbólico matrimonio con la naturaleza, un festival de envergadura, pero también mucho más horrible que aquello para lo que se había preparado. Una horrible escena que semejaba barrida por el batir de las alas de un oscuro murciélago.

En tan solo una fracción de segundo, John Bannister había recuperado los sentidos. Se apresuró hacia la flor con pasos agigantados, desenvainó su cuchillo e intentó destruir los poderosos tentáculos de la planta, aferrándose estrechamente el uno al otro. El cuchillo se hizo añicos como si fuera de vidrio, luego cogió el hacha y, con suma precisión y cuidado, propinó golpe tras golpe, cada vez más fuertes, haciendo que se hinchase en medio de un enorme estruendo, como si estuviese a punto de romper una campana. Tras diez minutos de intenso esfuerzo, había liberado a su patrón de la peligrosa situación en que se hallaba, literalmente desenvainándolo.

Pálido como un cadáver, yacía sobre la hierba ante él, con una sonrisa helada y sombría, como si el placer sobrenatural, o el miedo a la muerte, quedasen marcados a partes iguales en sus rígidas facciones. Pero respiraba, vivía, parecía ileso, y se dejaba arrastrar como un muerto viviente.

El viaje de vuelta fue opresivo y silencioso, primero alcanzando a los porteadores que todavía aguardaban, y luego todo el grupo regresó a la civilización. Nada podía inducir a Sir Armstrong a abrir los labios. Él miraba a su compañero como si su mente lo hubiese abandonado por completo.

Más tarde, cuando Harriet Richards acudió a su cama en el hospital, al principio él no la reconoció. Después, mientras un poco de espuma surgía entre las comisuras de sus labios, él se levantó sobre la cama, y con un grito espantoso y penetrante, la empujó para que se alejase…

Y Sir George no llevó a Harriet Richards al altar. Catorce días después de la catástrofe, su pelo se volvió blanco como la nieve. Un hombre destrozado para el resto de su vida e ingresado en el manicomio de la ciudad. Allí permaneció durante un año y medio hasta que, al fin, la muerte lo liberó.

AL VOLVER del entierro, John Bannister vio de repente a Daulat Ras, el Yogui, que parecía haberse levantado del suelo como por arte de magia. «¡Fuisteis advertidos!», dijo él, y una expresión indefinible jugó entre sus labios. «Pero ¿qué ha sucedido?», gritó el otro, «¿cómo es posible que Sir George se precipitase a su destino, a la destrucción, y en cambio yo me salvase?» En el semblante del asiático yacía la máscara impenetrable del Sphynx[2]. Con su dedo índice tocó la cara del anciano sirviente, blanca y rugosa como el pergamino. «Sangre», dijo él, con sentido; luego se deslizó hacia atrás desapareciendo entre la multitud de afligidos.

TRES AÑOS más tarde, Harriet Richards se mudó a Liverpool y se hizo cargo de la casa de su hermano Jack, el armador. La vida se reanudó de forma normal, e incluso el terrible recuerdo de todo lo sucedido, fue desapareciendo poco a poco. Una tarde, mientras Harriet estaba sentada al calor, a gusto frente a su hermano, mientras el invierno aullaba sobre el Atlántico, su mirada reparó en una columna del Daily Telegraph.

De forma instintiva, la tomó y leyó: «Pronto se publicarán las Memorias del recientemente fallecido Profesor Dr. de Palfi, conocido como botánico y explorador. Los invernaderos del profesor, con sus cultivos de orquídeas situados en Viena, su ciudad de adopción, han disfrutado de gran fama en Europa durante los últimos diez años. En sus memorias, el profesor cuenta de una manera asombrosa sus extensas exploraciones que lo llevaron a las regiones más lejanas de todos los continentes. Con el permiso del editor, hoy podemos citar la sensacional información acerca del último viaje de Palfi, en el cual se aventuró al interior de Madagascar, encontrándose con la tan cuestionada Planta Devoradora de Hombres. Se supone que es una variedad muy rara de Cypripedia Gigantea, dentro de la clase de las orquídeas gigantes, y que es la flor más grande sobre la tierra. Estas plantas, que crecen en ciertos valles remotos, se cree que tienen el poder de capturar animales pequeños y también más grandes, e incluso hombres, si están a su alcance. En la primavera y el otoño, siempre según la observación de Palfi, el pericarpio o contenedor de semillas forma una especie de trampa natural. Expulsa una serie de puntas afiladas que, al hundirse en la carne, son lo suficientemente fuertes como para aprisionar a los animales de mayor tamaño. En el interior, la planta está cubierta con tapas de succión, que contienen una especie de goma resinosa que actúa como una lombriz en una trampa para pájaros. En virtud de un cierto estímulo de la planta, se establece un movimiento reflejo de ida y vuelta que permite a la enorme orquídea incluso atrapar el cuerpo de un hombre adulto. La planta, por lo que se entiende, es un absoluto devorador de carne. Se alimenta principalmente de animales grandes y hombres. A veces, tras el ataque asesino, se puede liberar a las víctimas de los abrazos de esta flor. De lo contrario, el individuo capturado se absorbe por completo, expulsando el esqueleto desnudo catorce días más tarde».

FIN

Notas del traductor:

[1] Yogui: Asceta que sigue la doctrina filosófica del yoga

[2] Sphynx: El Sphynx o gato esfinge es una raza de gato cuya característica más llamativa es la aparente ausencia de pelaje y su aspecto delgado y esbelto.

NOTA IMPORTANTE: «La flor maligna (The Malignant Flower; Anthos, 1927)» es un relato pulp que fue publicado en la revista Amazing Stories (September 1927), y que ha sido traducido por Emilio José Iglesias Fernández. Derechos de traducción: Todos los derechos reservados ©. Obra traducida para Relatos Pulp Ediciones y que será incluida en la versión impresa de la publicación «Maestros del Pulp 2».

Portada de Frank R. Paul que ilustra el relato La Flor Maligna, escrito por el uator alemán Anthos, publicado en la revista Amazing Stories, número septiembre 1927

Arriba, portada de la revista pulp Amazing Stories, número de septiembre de 1927. La ilustración es obra del artista Frank R. Paul, en referencia al relato «La Flor Maligna», como el más destacado de este número, en detrimento de otras obras que se adjuntan y a la postre mucho más famosas, como son «La guerra de los mundos (H. G. Wells)», o «El color que cayó del cielo (H. P. Lovecraft)». Este último, inédito hasta la fecha, y cuyo nombre ni siquiera figura en la portada.