Relato de Eihir para conmemorar un San Valentín pulp
Flores para San Valentín, por Eihir
Greta era la muchacha más linda del barrio, sin duda alguna. Sus cautivadores ojos color esmeralda y su rostro angelical eran capaces de embelesar a cualquiera, y eso sin contar con su figura de estrecha cintura que junto a su baja estatura la hacían parecer una preciosa muñequita como la de los escaparates de las tiendas de los centros comerciales. Pretendientes de todas las clases sociales hacían cola detrás de ella peleándose como perros famélicos con tal de atraer sus atenciones, pero Greta reusaba cortésmente cualquier muestra de cortejo siempre con una de sus tiernas sonrisas.
–¿Quieres salir conmigo? –era la pregunta que tan repetidamente solía escuchar la candorosa Greta.
–Accederé con gusto si me traes una Rosa Noble –contestaba siempre la dulce muchacha, a sabiendas de que ese tipo de rosa era una de las flores más extrañas del mundo y que era casi imposible de conseguir.
Puesto que nadie podía hacerse con la tan ansiada flor, Greta creció tranquila y feliz en su soltería hasta llegar a cumplir veinte primaveras, momento en el que tuvo lugar el acontecimiento más esperado por todos los que conocían a la joven. Un día Greta se encontraba paseando por el mercado cuando un hombre se le acercó con modales tímidos aunque corteses. Se trataba de un individuo conocido en el barrio como André, que a punto de alcanzar los cuarenta aún se encontraba soltero.
André era alto y enjuto, no era feo pero tampoco demasiado atractivo, y su barba descuidada y su cabellera espesa y rizada le daban cierta apariencia de hombre sabio. Era conocido por ser un ermitaño que apenas salía de su casa, situada ésta en un lugar tan recóndito que nadie sabía a ciencia cierta donde se ubicaba. La profesión concreta de André era desconocida, pero dada la frecuencia y el horario de sus paseos por el barrio todos pensaban que debía dedicarse a algún tipo de actividad artística. Su carácter solitario se podía apreciar en su comportamiento con los demás, pues André evitaba siempre que podía el contacto directo e incluso cualquier conversación que superara la barrera del simple saludo cortés. Su relación con los demás se limitaba a comprar en las tiendas abundantes cantidades de comida para diferentes animales, varios tipos de productos químicos relacionados con las plantas como fertilizantes, e utensilios varios de jardinería.
Pero cuando André vio a Greta en una de las paradas del mercado semanal, con un sencillo pero bonito vestido de flores y un pañuelo azul que recogía sus rizos dorados, no pudo evitar caer bajo el hechizo de tan esplendorosa belleza como hacían todos los hombres a su paso. El omnipresente Cupido hizo de las suyas una vez más y con un certero disparo de uno de sus dardos amorosos selló la unión entre aquellas dos almas errantes. André sintió en aquel instante que bajo su pecho brotaba una sensación hasta ahora desconocida para él, una pasión de proporciones indescriptibles que pugnaba por abrirse paso hasta el exterior y que dejaba todo sus sentidos completamente embotados.
André olvidó su timidez habitual y abordó a la joven Greta con ímpetu pasional, las pupilas de sus ojos convertidas en románticos corazones, su boca torcida en sonrisas constantes y bobaliconas, sus palabras perdiéndose en los oídos de ella trocadas en balbuceos incoherentes por culpa del amor.
Greta sintió en aquel instante un profundo afecto hacia André, aquel hombre de aspecto extraño y mayor que ella pero que desprendía un aura enigmática que la atraía. Sin embargo de sus labios surgió la misma respuesta que dirigía a todos sus pretendientes, aunque en el fondo deseaba que esta vez sus deseos fueran correspondidos:
–Saldré contigo si encuentras para mí una gran Rosa Noble –dijo la muchacha.
–Te traeré la Rosa Noble más grande y bonita que jamás haya existido en el mundo. Ven aquí mañana a la misma hora y la tendrás a tus pies –contestó André con un misterioso brillo en sus ojos.
Dicho y hecho, a la mañana siguiente André se apareció ante Greta con todo su rostro convertido en una exultante sonrisa y sujetando entre sus manos un gran bulto cubierto delicadamente por un pañuelo de seda. La muchacha desenvolvió el regalo con una mezcla de curiosidad y alegría, soltando un grito de entusiasmo al contemplar lo que tenía entre las manos.
Era una auténtica Rosa Noble, una flor distinta a las demás como una estrella se diferencia del resto de planetas de una constelación. Su belleza era tal que al contemplar aquellos suaves pétalos de un color rosado muy vistoso la joven Greta sintió una enorme felicidad, completada con un éxtasis interior al acercarse la rosa y oler su poderosa fragancia. Encontrar aquella flor extraña y única era una tarea imposible, más aún si se pensaba en lo poco que había tardado André en hacerse con ella, apenas un día después de conocerse.
–¿Cómo la has conseguido? –preguntó Greta con expectación.
–Eso no importa, lo verdaderamente importante es que seas feliz. Conmigo nunca te faltarán bonitas flores que realcen tu belleza natural –contestó André con cierto aire enigmático.
Y así comenzó el idilio entre la pareja, una chispa de amor que rápidamente prendió hasta convertirse en auténtica pasión. La bonita historia duró bastante tiempo, durante el cual André y Greta fueron muy felices hasta el punto de que allá por donde iban, con sus manos entrelazadas e intercambiando constantemente cariñosos susurros, contagiaban a todo el mundo su envidiable felicidad. Y en verdad que a Greta nunca le faltaron flores, pues André la colmaba siempre de las más lindas y exóticas que jamás nadie había visto nunca.
***
Sin embargo, al igual que ocurre con muchas de las historias de amor de la gente normal y corriente, la de Greta y André comenzó a tambalearse por los azares del destino. La felicidad se tornó en resquemor, el amor que inundaba sus corazones fue sepultado por la sombra de las dudas que crecían en sus mentes, y las palabras cariñosas fueron transformadas en discusiones cada vez más frecuentes.
La muchacha había advertido la reticencia de André a contarle lo que hacía cuando no estaba con ella, notándole esquivo y huraño cuando le preguntaba por sus idas y venidas, por el lugar donde vivía o por la misteriosa procedencia de las flores exóticas. Y es que a pesar del tiempo que ambos llevaban juntos André nunca la había invitado a su casa. Y cada vez que ella se pronunciaba al respecto, sus demandas resbalaban sobre la actitud fría del hombre como la lluvia de primavera sobre ventanales de cristal.
Para colmo de males entró en escena un nuevo pretendiente de Greta, un joven llamado Paul que se ganaba la vida como mensajero repartiendo paquetes por todo el barrio. Este joven había visto como la pareja discutía y, tras quedarse prendado de la belleza de Greta, había decidido aprovechar la oportunidad y declararle su amor. Paul adoptó una táctica de galantería paciente, abordando a la muchacha ocasionalmente y siempre de forma disimulada, manteniendo pequeñas conversaciones que poco a poco iban alargándose en su extensión.
Pero André no era tonto, y pronto se dio cuenta de las intenciones de Paul sobre Greta. Aquel joven pretendía arrebatarle a su novia como a un niño se le quita un juguete de las manos. Pues bien, pronto aquel fanfarrón arrogante sabría muy bien quien era el auténtico André. Nadie le robaría a Greta, la flor más bella de su jardín. Se iba a enterar ese joven cretino.
La tragedia amaneció precisamente en el día de San Valentín, una fecha tan marcada y especial para todos los afectados por esa extraña enfermedad llamada amor. Un día de mucho trabajo para el joven Paul, que debía recorrer veloz con su vieja furgoneta las calles del barrio para poder entregar a tiempo todos los encargos recibidos.
Uno de los envíos que debía realizar era un paquete envuelto en papel de regalo y fuertemente asegurado con unas cuerdas trenzadas, y que iba acompañado de unas instrucciones muy curiosas.
–Debes llevar esto al parque de las afueras a las siete en punto, abrirlo y entregar su contenido a un hombre llamado Señor Monestiro –le dijo su jefe a Paul.
Aunque Paul sintió ciertos reparos con ese encargo tan estrafalario, no tenía opción y tuvo que marcharse para realizar su tarea. Sin embargo el destino cruel y caprichoso hizo de las suyas una vez más, pues antes de que el joven pudiera hacer la entrega vio a la hermosa y grácil Greta cruzar un paso de peatones justo delante suyo. Paul no pudo evitar que su cerebro quedase embotado por el cosquilleo de los aguijones amorosos y decidió detener su destartalado vehículo para charlar un rato con Greta.
–¿Qué es eso que llevas ahí detrás? –preguntó la siempre curiosa muchacha–. ¿Es para mí?
En ese momento Paul supo que debía impresionar a la joven si quería conquistarla, a pesar de que para ello tendría que meterse en una situación peliaguda. Pero aquella era una de esas ocasiones en las que el corazón puede más que la cabeza, y el sentimiento cálido se sobrepone al pensamiento frío derritiéndolo con el ímpetu ardoroso propio de la juventud.
–Sí, lo he comprado para ti –contestó Paul, entregándole a Greta el paquete que ya nunca recibiría el Señor Monestiro. Pero aún quedaba el tiempo suficiente hasta la hora acordada para poder pensar en alguna excusa convincente que aplacara al destinatario.
En aquel instante a Paul solo le importaba una cosa, y era la enorme sonrisa de satisfacción que iluminó el rostro de Greta, un candoroso sol de alegría que ya de por sí suponía una recompensa suficiente y que amortiguaría cualquier rapapolvo sufrido por el extravío del paquete.
–Muchas gracias, Paul.
–De nada, Greta.
Paul se despidió de la joven sin saber que aquella era la última vez que la vería con vida.
***
Al día siguiente la noticia corrió como la pólvora por todo el barrio, pues la gente es chismosa por naturaleza y cualquier acontecimiento que altera la normalidad queda sujeto rápidamente al cotilleo popular y a las habladurías. Aunque en esta ocasión era lógico que el conocimiento del suceso se expandiera veloz como el viento debido a la naturaleza de la protagonista, que no era otra sino la exquisita Greta.
Greta había muerto, la muchacha más bella del barrio, la joven más querida y pretendida, había dejado de existir. Greta había llegado a casa tras pasar la tarde de compras, y rápidamente se había sentido indispuesta hasta el punto de que sus padres habían tenido que llevarla al hospital. Sin embargo los médicos nada pudieron hacer por ella, tan solo certificar su muerte y designar la causa del fallecimiento como algún tipo de virus o enfermedad rara, pues en su casa no hallaron nada fuera de lo común salvo unas flores recientes de hojas doradas al lado de un envoltorio deshecho…
Cuando Paul se enteró del fallecimiento de Greta lloró profundas lágrimas por el amor perdido, y al igual que todo el mundo acudió presto al funeral de la muchacha. De entre todos los presentes en la ceremonia había un rostro que destacaba entre los demás, y era el de André. El novio de Greta no dejaba de clavar una mirada de odio profundo sobre Paul, mientras sus puños apretados temblaban por la furia vengativa.
Fue en aquel instante cuando Paul lo comprendió todo. Viendo aquel hombre alto y enjuto, de tez pálida y cabellos descuidados, con la nariz aguileña pronunciándose sobre su boca torcida en un gesto cruel, Paul supo lo que había ocurrido. André había descubierto los sentimientos de Paul acerca de Greta, y había ideado un plan para eliminarlo del mapa. Él era en realidad el misterioso Señor Monestiro, el cual nunca había aparecido en el parque, y que en realidad no era más que un anagrama de «Señor Mentiroso». Hacerle ir a un lugar oscuro y desierto como era el parque a las siete de la tarde, donde nadie podría socorrerle cuando abriese el paquete y las flores exudasen su particular aroma mortífero, ese había sido su plan homicida. Y para colmo de males había sido culpa de Paul que Greta recibiese el regalo asesino destinado únicamente a él.
Mientras los dos hombres se miraban desafiantes, Paul juró en silencio que vengaría la muerte de la bella y dulce Greta aunque fuese lo último que hiciese en vida.
***
La noche es la capa donde se ocultan las acciones extremas que nadie quiere que sean descubiertas, un escudo de falsa seguridad donde se mantienen ocultos los deseos perniciosos, los actos viles, los engaños infames… Y en una de esas noches oscuras y silenciosas, donde hasta la luna plateada le ha dado la espalda refugiándose tras frondosas capas de nubes grises, fue donde Paul halló al fin el valor de ejecutar su venganza hacia André.
Con el deseo en su corazón de dar justicia a la muerte de Greta, Paul salió de entre las sombras para acercarse a la valla que rodeaba la propiedad de André. Le había costado muchísimo encontrar aquel caserón anticuado de aspecto siniestro, con parte del techo hundido y algunas ventanas rotas. A pesar de que su enemigo había tomado exhaustivas precauciones para no ser localizado, la constancia en la búsqueda por parte de Paul había logrado dar frutos. Y tras pasar un par de horas oculto en un rincón, con la mente hundida en un mar de dudas y con la mano palpando intranquilamente el bulto de la pistola bajo la chaqueta, al final el joven mensajero había reunido el valor necesario para continuar con su misión.
Paul trepó por encima de la valla mientras en su mente se decía que todo era culpa del destino, siempre manejando a su antojo los hilos que regían las vidas de los demás hasta el punto de que no podía saberse cuando alguien era culpable o inocente, o cuando la víctima era en realidad el asesino y viceversa. Pero pronto dejó atrás sus cavilaciones cuando una sensación de malignidad le abofeteó en pleno rostro como si fuese algo físico, pues nada más pisar el césped tuvo la certeza de que aquella era la residencia del Diablo.
Desde la hierba que pisaba hasta el aire que respiraba, todo parecía desprender unas vibraciones potentes y negativas. Pequeños setos recortados con formas ignominiosas acompañaban el sendero que conducía a la casa, terminando en una fuente de piedra tallada con esculturas de misteriosas entidades en posiciones aborrecibles.
Venciendo sus crecientes temores fue acercándose con el cuerpo agazapado hacia la puerta principal de la casa, pero tuvo que detenerse y echarse al suelo detrás de un árbol cuando vio que ésta se abría. Desde su posición Paul pudo vislumbrar la silueta inconfundible de André, que llevaba puesta encima una extraña indumentaria de aspecto casi medieval que acrecentaba su de por sí ya tétrico aspecto. Las manos del hombre sujetaban una bolsa abierta repleta de herramientas de labranza y jardinería, además de una especie de bastón de madera que ostentaba diversos adornos inicuos.
André salió de la casa y rodeó la fachada hacia la parte oeste, desapareciendo de la vista de Paul. El joven esperó unos instantes pero al ver que André no regresaba decidió seguir el mismo camino. Su mente comenzó a enviarle señales de alarma, pero él las ignoró y decidió seguir con su plan.
Paul se encontró con la estructura de un pequeño cobertizo de madera con la puerta entreabierta, por la cual se percibía cierta claridad. Con sumo cuidado se acercó hasta la entrada, ahogando un grito cuando vio lo que allí había.
El cobertizo había sido reconvertido en un gran invernadero, con varios aparatos dispuestos estratégicamente para conservar la temperatura adecuada y que emitían un débil zumbido eléctrico de manera constante. En el techo habían sido emplazadas varias lámparas de diodos emisores de luz que brillaban con un fulgor rojizo, dando la impresión de que todo el lugar estuviera bañado en sangre.
Y, por supuesto, estaban las flores.
Flores de todos los tipos, tamaños y colores se habían adueñado de todo el cobertizo, hasta el punto de que las hojas de muchas de ellas trepaban por largos y sinuosos tallos hasta llegar a tocar el techo. Los vegetales exóticos brotaban directamente de la tierra, pues no había suelo de piedra o de madera ni siquiera en el estrecho pasillo que conducía hacia la estructura del fondo, que era lo que en verdad había arrancado el grito de terror de Paul.
Porque allí, en un rincón oscuro, se hallaba André arrodillado ante una especie de altar de piedra soportado por gruesos postes de granito, sobre los cuales se hallaban inscritos enigmáticos símbolos de carácter mágico. Una gran losa con el grabado de un dios informe y demoniaco presidía todo aquel conjunto pavoroso y satánico, acentuado por las evidentes manchas de sangre a los pies del impío altar.
Paul intentó sacar su pistola pero entonces notó como algo le sujetaba primero la mano, y luego los dos brazos y las piernas. El horror se disparó en su mente al ver como las plantas a su alrededor cobraban vida y se confabulaban para extender sus tallos serpentinos alrededor de su cuerpo.
–¡Soltadme, malditas plantas satánicas! –gritó Paul intentando liberarse sin éxito.
–Así que tenemos un invitado, y precisamente al hombre que más deseaba ver. ¡Pagarás con tu vida el haber matado a Greta! –dijo André con llameantes ojos de furia–. Pero antes te explicaré quien soy en verdad, para que tu angustia quede completa.
André, vestido con aquella llamativa túnica negra y sujetando su bastón de madera con runas, le contó a Paul que en realidad era un druida, descendiente de una oscura rama de los antiguos sacerdotes celtas conectados con la magia de la naturaleza. Su hechicería prohibida era la que había propiciado el crecimiento de todas aquellas plantas tan raras, y los sacrificios de animales en abominables rituales habían dejado su huella sangrienta en el altar demoniaco.
Con un movimiento de su bastón y pronunciando unas antiguas palabras, André hizo que las plantas llevaran a Paul hasta el altar, donde continuaron sujetándolo con fuerza. El joven contempló como André, totalmente desquiciado, sacaba una daga afilada y se la mostraba con actitud asesina.
–Ahora serás sacrificado a los dioses antiguos, y tu sangre servirá para alimentar a mis flores.
Paul, al verse al borde de una muerte horrible e inminente, sacó toda la fuerza que le quedaba para emplearla en un último y desesperado intento. Tiró con firmeza de las ligaduras vegetales y consiguió liberar su mano derecha, pudiendo coger la pistola que llevaba consigo. Su disparo no consiguió herir a su enemigo, pero consiguió un efecto aún mayor pues logró alcanzar uno de los aparatos eléctricos que regulaban la temperatura. El climatizador estalló en una lluvia de chispas que rápidamente prendieron en las flores, las cuales comenzaron a arder como el papel bajo la llama de una cerilla.
–¿Qué es lo que has hecho? –gritó André, llevándose las manos a la cabeza–. ¿Mis pobres plantas, mis delicadas flores!
Paul aprovechó el desconcierto de André y termino de liberarse, pero cuando se puso en pie y se apartó del altar vio que el fuego comenzaba a extenderse rápidamente por todo el lugar. Al percatarse del peligro el joven se dirigió hacia la salida superando una barrera de plantas vivientes que salvajemente intentaron enredarle, ensartarle con sus espinas o incluso cegarle lanzándole esporas. Pero a pesar de todo, aún tambaleante y con las ropas hechas jirones ensangrentados, Paul consiguió salir al exterior.
Y lo último que vio antes de caer al suelo presa de la inconsciencia, mientras todo aquel horror se desvanecía en una profunda oscuridad, fue como André era engullido por una cortina de humo y llamas, intentando sin éxito salvar a sus flores.
Aquellas flores crueles y malignas fruto de la más perversa brujería, las que nadie querría que les regalasen en San Valentín.
Así que ya sabes, querido lector, que si alguna vez llega ese día tan señalado y piensas en regalarle flores a tu amada, tal vez te lo pienses mejor si no conoces la auténtica procedencia de la mercancía. Al fin y al cabo siempre puedes regalarle bombones, ¿no?
¡Ja, ja, ja, feliz San Valentín…!
FIN