Donde el mundo está en calma: «Where the World is Quiet» (Henry Kuttner & C H Liddell, Fantastic Universe, Mayo 1954). Relato clásico traducido por Irene García Cabello
Henry Kuttner (7 de abril de 1915 – 4 de febrero de 1958) fue un escritor americano de novelas y relatos pulp. Publicó su primera obra The Graveyard Rats (Las ratas del cementerio) en la revista especializada Weird Tales, año 1936. Kuttner es uno de esos escritores que supieron hacer pareja, buscándose una esposa del gremio. Al igual que el dúo formado por Edmon Hamilton y Leigh Brackett, tenemos a un Kuttner que se casó con Catherine Lucille Moore, escritora pulp de prestigio. Kuttner también es reconocido como uno de los miembros de El Círculo de Lovecraft, donde participio con algunos relatos, conformando lo que se conoce como Mitos de Cthulhu. El relato que os presentamos a continuación —«Donde el mundo está en calma»— lo escribió de forma conjunta con su esposa, aunque ésta lo firmó con el seudónimo C. H. Liddell (Nota de Edición: En cursiva, las palabras que en la versión original están escritas en español). Este relato permanecía inédito en español hasta la fecha, y ha sido traducido por Irene García Cabello para nuestra edición especial Amanecer Pulp 2015. Especial Portal Oscuro.
Donde el mundo está en calma: «Where the World is Quiet» (Henry Kuttner & C H Liddell)
«La vida de un antropólogo se halla sin duda llena de momentos marcados por la monotonía rutinaria que implica el catalogar cuidadosamente reliquias polvorientas de pueblos y razas antiguas. Pero la solitaria odisea peruana de White fue más que inusual. Una historia escrita bajo seudónimo por uno de los grandes del género».
Fra Rafael se había topado con muchas cosas extrañas, imposibles, pero nada como el misterio de las siete jóvenes vírgenes del Huascarán.
***
Fra Rafael se acercó la manta de lana de llama a los hombros estrechos, estremeciéndose a causa del viento frío que aullaba desde el Huascarán. En su expresión se advertía un dolor agudo. Me levanté, me acerqué a la puerta de la cabaña y me asomé a través de la niebla a las sombrías tierras encantadas que se alzaban contra el cielo: las cordilleras, que dibujan una muralla alrededor de la frontera oriental del Perú.
—No hay nada —le dije—. Es sólo la niebla, Fra Rafael.
Él se persignó.
—Es la niebla la que... me aterroriza —me contestó—. Ya se lo he dicho, señor White, he visto cosas extrañas estos últimos meses... Cosas imposibles. Usted es científico. Aunque no compartamos religión, también sabe que hay fuerzas que no son de este mundo.
No le respondí, así que continuó:
—Hace tres meses que empezó, después del terremoto. Una muchacha indígena desapareció. Se la vio marchar a las montañas, subiendo al Huascarán a través del Paso, y no volvió. Mandé hombres a buscarla. Llegaron hasta el Paso y se toparon con una niebla cada vez más espesa, hasta el punto en que les cegó y no pudieron ver nada. El miedo se apoderó de ellos y bajaron rápidamente la montaña. Una semana después se desvaneció otra muchacha. Encontramos sus huellas.
—¿El mismo cañón?
—Sí..., y el mismo resultado. Y ya hemos perdido a siete jóvenes, una tras otra, todas de la misma manera. Y yo, señor White —el rostro pálido y cansado de Fra Rafael se llenó de tristeza al bajar la vista hacia los muñones de sus piernas—, yo no pude seguirlas, como ya ve. Hace cuatro años una avalancha me mutiló. Mi pastor me dijo que volviera a Lima, pero le convencí de que me dejara quedarme, pues estos indios se han convertido en mi gente, señor. Me conocen y confían en mí, y eso no cambió cuando perdí las piernas.
Asentí.
—Ya veo cuál es el problema.
—Exacto. No puedo ir hasta el Huascarán y descubrir qué es lo que les ha ocurrido a las chicas. Los indígenas... Bueno, escogí a cuatro de los más fuertes y valientes y les pedí que me llevaran al Paso. Pensé que podría más que sus supersticiones. Pero no lo conseguí.
—¿Hasta dónde llegaron? —le pregunté.
—No más de unas millas. La niebla se espesó hasta que no pudimos ver nada, y el camino era peligroso. No podía obligarles a continuar —cansado, Fra Rafael cerró los ojos—. Hablaban de antiguos dioses incas y de demonios... Manco Capac y Oello Huaco, los Hijos del Sol. Están muy asustados, señor White. Se agrupan como ovejas, y creen que un antiguo dios ha vuelto y se los está llevando uno por uno. Y uno por uno se los llevan.
—Sólo a las muchachas —murmuré, pensativo—. Y al parecer nadie las obliga. ¿Qué es lo que hay en el Huascarán?
—Nada, sólo llamas salvajes y cóndores. Y nieve, y frío, y desolación. Estamos en los Andes, amigo mío.
—Muy bien —le dije—. Parece interesante. Como antropólogo he de investigarlo: se lo debo a la Fundación. Además, siento curiosidad. A simple vista no hay nada extraño en todo el asunto. Siete jóvenes han desaparecido en las nieblas inusualmente espesas que hemos tenido desde el terremoto. Nada más.
Le sonreí.
—Sin embargo, creo que echaré un vistazo para ver qué es lo que hace tan atractivo al Huascarán.
—Rezaré por usted —me contestó—. Quizás... Bueno, señor, aunque haya perdido las piernas no soy un hombre débil. Puedo soportar muchas inclemencias. Puedo montar en burro.
—No dudo de su disposición, Fra Rafael —le dije—. Pero debemos ser prácticos. Es peligroso y hace frío allá arriba. Su presencia sólo me retrasaría. Solo, puedo ir más rápido; recuerde que no sé hasta dónde tendré que llegar.
El sacerdote suspiró.
—Supongo que tiene razón. ¿Cuándo...?
—Ahora mismo. Mi burro está preparado.
—¿Y sus porteadores?
—No están dispuestos a venir —comenté con ironía—. Han estado hablando con sus lugareños. No importa. Iré solo —le ofrecí la mano, y Fra Rafael la estrechó con fuerza.
—Vaya con Dios —me dijo.
Salí al brillante sol peruano. Los indios esperaban, apartados unos de otros, fingiendo que no me veían. Mis porteadores no aparecían por ninguna parte. Sonreí, grité un adiós sarcástico, y guié al burro hacia el Paso.
La niebla se desvaneció al salir el sol, pero permaneció en los cañones de la motaña, al oeste. Un cóndor volaba en círculos sobre mí. En el aire escaso y seco, el ruido de una roca lejana al caer era perfectamente audible.
El blanco Huascarán se alzaba en la lejanía. Una sombra cayó sobre mí al entrar en el Paso. El burro siguió adelante, paciente y obediente. Sentí algo de frío: la niebla comenzó a espesarse.
Sí, los indios me habían hablado. Conocía su lengua y su antigua religión; descendientes bastardos de los Incas, aún conservaban su arraigada creencia en los dioses antiguos de su antigua raza, que habían caído con Huayna Cápac, el Gran Inca, un año antes de que Pizarro entrara en el Perú y lo arrasara. Conocía la quichua, la vieja lengua de su raza madre, y por ello había oído más de lo que habría escuchado de haber sido otro el caso.
Aún así, no era mucho lo que había averiguado. Los indios me dijeron que algo había llegado a las montañas cercanas al Huascarán. Estaban dispuestos a hablar de ello, pero no sabían mucho. Se encogían de hombros con un fatalismo apático. Aquello llamaba a las muchachas vírgenes, sin duda como sacrificio. ¿Quién sabe? Desde luego, la extraña niebla, cada vez más espesa, no era de este mundo. Nunca antes en la historia de la humanidad había existido niebla semejante. Había sido, por supuesto, el terremoto lo que había traído a ese... Visitante. Y era un disparate ir a buscarlo.
Bien, yo era antropólogo y sabía distinguir el valor de detalles tan insignificantes como este. Además, mi trabajo en la Fundación había terminado. Había enviado mis especímenes a Callao mediante una caravana, y mis notas estaban a salvo con Fra Rafael. Más aún, era joven, y el atractivo de los lugares lejanos y de sus misterios aún me atraía. Esperaba encontrar algo extraño, incluso peligroso, en el Huascarán.
Era joven y, por tanto, algo estúpido.
La primera noche acampé en una pequeña cueva, refugiándome del viento y acomodándome lo mejor posible en mi saco de dormir de lana. No había insectos a esta altura. Era imposible encender un fuego, pues tampoco había madera. Me preocupó ligeramente que el burro pudiera congelarse aquella noche.
Pero sobrevivió, y volví a cargarlo a la mañana siguiente con una alegría un tanto absurda. La niebla era espesa, sí, pero no impenetrable.
Había huellas en la nieve allá donde el viento no las había cubierto. Una muchacha había dejado el pueblo el día antes de mi llegada, lo que facilitó enormemente mi labor. Así que subí en medio del silencio, vasto y desolado, la niebla cerrándose despacio a mi alrededor, espesándose más y más, el camino cada vez más estrecho hasta casi desaparecer.
Y de repente avanzaba a ciegas. Tuve que tantear el camino, paso a paso, guiando así al burro. De vez en cuando aparecían huellas a través de la niebla que mostraban que la joven había caminado deprisa, que había llegado incluso a correr, por lo que asumí que, cuando ella pasó por aquel camino, la niebla no había sido tan espesa. Como supe después, me equivocaba.
Estábamos en un sendero estrecho sobre un desfiladero cuando perdí al burro. Escuché un ruido de pezuñas chocando contra la roca tras de mí. La cuerda se me escapó de la mano, y el animal gritó casi como un hombre al caer. Me apreté contra la piedra, inmóvil, pendiente del sonido de la caída. Finalmente, el ruido lejano se perdió en medio del débil susurro de la nieve y la grava que también desapareció, dejando sólo silencio. La niebla era tan espesa que no pude ver nada.
Regresé a ciegas al punto en que el camino se había desmoronado y la roca corroída había cedido bajo el peso del burro. Podría haber vuelto por donde había venido, pero no lo hice. Estaba seguro de que mi destino no podía quedar lejos. Una joven nativa con tan poca ropa no podía haber llegado hasta el Huascarán. No, lo más probable era que alcanzara mi meta aquel mismo día.
Así que seguí caminando, tanteando cada paso por entre la niebla densa y silenciosa. Durante horas, sólo pude ver unas pulgadas más allá de mis narices. Pero el rastro se aclaró de repente, hasta que me vi avanzando por entre una niebla sin sombras, venida de otro mundo, y caminando sobre la nieve dura mientras seguía las huellas marcadas de las sandalias de una joven.
Las pisadas se desvanecieron sin más, y me detuve, indeciso, mirando a mi alrededor. No podía ver nada, pero un brillo más intenso en el manto neblinoso que lo cubría todo marcaba la posición del sol.
Me arrodillé y aparté la nieve con las manos, intentando descubrir lo que el viento había ocultado, pero no encontré más huellas. Finalmente, opté por orientarme como mejor pude y eché a andar en la dirección general en que había avanzado la joven.
Mi brújula me descubrió que caminaba hacia el norte.
La niebla era ahora un ser vivo, consciente y callado, que envolvía el secreto que quedaba más allá de su muro gris.
De repente me di cuenta de que se había operado un cambio. Un hormigueo eléctrico me recorrió. El muro de niebla se iluminó de pronto. Algo borrosas, como a través de un cristal translúcido, pude distinguir formas vagas ante mí.
Me dirigí hacia esas figuras... y, de repente, ¡la niebla había desaparecido!
Ante mí se alzaba un valle. Un musgo de un azul blanquecino lo cubría casi por completo, salpicado de peñas rojizas que rompían la monotonía. Aquí y allá asomaban árboles, o al menos algo que yo creí árboles a pesar de su forma extraña; eran parecidos a los bayanes, con docenas de troncos delgados como el bambú. De hojas azules, se alzaban como inmensas pajareras sobre el musgo blanquecino. La niebla se espesaba tras el valle y sobre él. Era como hallarse en una enorme cueva iluminada por el sol.
Al volver la cabeza me encontré con un muro gris a mi espalda. Bajo mis pies la nieve se deshacía y fluía en hilillos diminutos por el musgo. El aire era cálido y estimulante, como el vino.
Un cambio extraño y abrupto. ¡Imposiblemente extraño! Avancé hacia uno de los árboles y me detuve sobre una de las piedras rojizas para examinarla; la sorpresa me atenazó la garganta. Era un objeto, una ruina decadente, restos de una estructura antigua cuya apariencia original no podía imaginar. La piedra parecía dura como el hierro. Tenía marcas como de una inscripción grabada, pero tan desgastadas que resultaban ilegibles. Y nunca descubrí la historia de aquellas ruinas enigmáticas... Tan sólo que su origen no estaba en la Tierra.
No había rastro de la joven indígena; tampoco habían quedado huellas en el fuerte musgo. Me detuve allí, contemplando todo cuanto había a mi alrededor, preguntándome qué hacer. Me hallaba tenso por la emoción. Pero no había mucho que ver: sólo aquel valle, que cubría quizás media milla hasta desaparecer, devorado por la niebla.
Más allá... No sabía qué habría más allá.
Avancé por el valle, observando todo lo que me rodeaba con curiosidad bajo aquella luz sin sombras que se filtraba por el techo cambiante que era la niebla. Como un estúpido, esperaba encontrarme objetos incas. Las deshechas piedras rojizas deberían de haberme servido de advertencia. Eran, creo, más duras que el metal, pero habían estado allí el tiempo suficiente como para que los elementos las corroyeran, convirtiéndolas en restos sin forma alguna. Si su origen hubiera sido terrestre habrían precedido a la humanidad, incluso al hombre de Neandertal.
Es curioso cómo nuestras mentes están condicionadas para pensar de manera antropomórfica. Caminaba, aunque no lo sabía, por un lugar cuyo origen se hallaba más allá del universo conocido. Los árboles azules eran una pista; las ruinas color carmesí me lo confirmaban. Las condiciones atmosféricas, la niebla, el calor incluso a esa altura en las cordilleras, no eran naturales. Y sin embargo, aún pensaba que la explicación se encontraba en alguna curvatura geológica, en cierta actividad volcánica, en bolsas subterráneas de gas natural...
No alcanzaba a ver más allá de media milla. Al avanzar, el horizonte neblinoso retrocedía. El valle era más extenso de lo que había imaginado. Era como los Campos Elíseos, donde las sombras de los muertos vagaban por el Jardín de Proserpina. Pequeños hilos de agua recorrían el musgo aquí y allá, fríos como la muerte desde las llanuras nevadas que se escondían en la niebla. “Un mundo de arroyos perezosos...”
El aspecto de las ruinas cambiaba según avanzaba. Los bloques rojos aún seguían allí, pero también había ahora restos de otras estructuras, levantadas, pensé, por una cultura diferente.
Los árboles azules eran más y más numerosos. Vides frondosas los cubrían ahora, teñidas de azafrán, convirtiendo cada extraño árbol en una habitación pequeña, cubierta por el entramado de la vid. Al pasar junto a uno escuché un chasquido débil, absurdamente parecido al sonido de una máquina de escribir, pero amortiguado. Vi algo moverse y me volví, llevando la mano al revólver que tenía en el cinturón.
La Cosa salió de una de los árboles-cabaña y se detuvo, observándome. Sentí que me miraba... aunque no tenía ojos.
Era una esfera de lo que se me antojó plástico translúcido, y emitía luces de colores cambiantes. Sin duda había algo de consciencia, de inteligencia, en su actitud vacilante y observadora, horriblemente humana. Tenía cuatro pies de diámetro, y carecía de rasgos salvo por tres tentáculos elásticos color marfil que lo sostenían y una serie de cilios, similares a látigos, alrededor de su diámetro... de su cintura, pensé.
Me miró de manera enigmática, sin ojos. Los colores cambiantes se arrastraron sobre el orbe de plástico; rodó entonces hacia adelante sobre los tres tentáculos de su base con un movimiento extraño, deslizándose rápidamente. Di un paso atrás, sacando la pistola para apuntarle.
—Quieto —le dije con voz estridente—. ¡Quieto!
Y se detuvo, casi como si entendiera mis palabras o mi gesto amenazante. Los cilios se agitaron en torno a su cuerpo esférico. Franjas de colores centelleantes brillaron. No podía librarme de la curiosa certeza de que trataba de comunicarse conmigo.
De repente se acercó de nuevo, esta vez con decisión. Tenso, retrocedí, aún apuntándole con el revólver. Mi dedo se cerraba sobre el gatillo cuando la Cosa se detuvo.
Retrocedí, tenso y nervioso, pero la criatura no me siguió. Cuando me hube separado unas cincuenta yardas, se dio la vuelta y volvió a su especie de cabaña en el bayán. Después de eso observé los árboles con cierto temor al pasar junto a ellos, pero no hubo más encuentros de la misma naturaleza.
A los científicos les cuesta desprenderse de lo que ellos llaman lógica. Mientras caminaba traté de racionalizar a la criatura, de explicar su existencia según la ciencia de entonces. Estaba claro que estaba viva. Y, sin embargo, no tenía naturaleza protoplasmática. ¿Quizás era una planta, afectada por una mutación? Quizás. Pero aquella teoría no me satisfacía, pues la Cosa había demostrado inteligencia, aunque yo no supiera de qué tipo.
Pero estaban las siete muchachas indias, me recordé. Tenía que encontrarlas, y rápido.
Y, al fin, me topé con ellas. Al menos con seis de ellas. Estaban sentadas en una hilera sobre el musgo azulado, frente a uno de los bloques rojos de piedra, de espaldas a mí. Tras subir una pequeña elevación pude verlas, inmóviles y rígidas como estatuas de bronce.
Bajé hacia ellas, tenso por el entusiasmo, por la expectación. Era extraño que las seis muchachas indígenas, sentadas en hilera, despertaran en mí tales sentimientos. Se hallaban tan inmóviles que, al acercarme, no pude menos que preguntarme si estaban muertas.
Pero no. Tampoco estaban, en el sentido más literal de la palabra, vivas.
Aferré el hombro de una de ellas; estaba sorprendentemente frío, y no pareció sentirlo. La giré hasta tenerla frente a frente, y sus ojos negros y vacuos se clavaron en la lejanía. Tenía los labios apretados con fuerza, algo cianóticos. Sus pupilas se habían dilatado de manera extraordinaria, como si estuviera drogada.
A la manera de los indios, tenía las piernas cruzadas como las otras; cuando la giré cayó sobre el musgo, sin hacer ademán de evitarlo. Por un momento se quedó allí; después, con movimientos lentos, casi de marioneta, volvió a su postura anterior y clavó de nuevo los ojos en la nada.
Miré a las demás. Parecían hallarse en un estado idéntico de inconsciencia adormilada. Era como si les hubieran arrebatado la mente, como si estuvieran en alguna otra parte. Se trataba de un diagnóstico imaginario, por supuesto, pero lo que les ocurría a aquellas jóvenes no era algo que un médico pudiera entender. Resultaba obvio que se trataba de algo psíquico.
Me volví hacia la primera de las muchachas y le abofeteé las mejillas.
—¡Despierta! —le ordené— ¡Tienes que obedecerme! ¡Despier...!
Pero no dio señales de notarlo o de verme siquiera. Encendí una cerilla, y sus ojos siguieron la llama. El tamaño de sus pupilas, sin embargo, no cambió.
Un escalofrío me recorrió el cuerpo. De repente sentí que algo se movía detrás de mí. Me giré...
Sobre el musgo azul, la séptima muchacha se acercaba a nosotros.
—¡Miranda! —la llamé— ¿Puedes oírme? —Fra Rafael me había dicho su nombre. Me fijé en que tenía los pies descalzos, marcados por quemaduras blancas. No parecía sentir dolor alguno al caminar.
Me di cuenta entonces de que no se trataba tan sólo de una chica indígena. Algo en lo más hondo de mi alma se encogió con repulsión instintiva. Se me puso la piel de gallina, y un cierto terror me invadió. Me eché a temblar tanto que me costó sacar el revólver de su funda.
Y ante mí sólo tenía a la joven nativa, acercándose despacio, sin expresión alguna, los ojos negros clavados en la nada. Pero no era como el resto de indias, no como las otras seis chicas sentadas tras de mí. Sólo podía compararla con una lámpara en la que ardía una llama intensa. Las otras eran lámparas muertas, apagadas.
Su llama no provenía de esta tierra, de este universo, o de este continuo del espacio-tiempo. Había vida en la joven que había sido Miranda Valle... pero no era vida humana.
Una parte distante y escéptica de mi mente protestó que todo aquello era una locura, que me estaba engañando, que alucinaba. Y, sí, lo sabía. Pero no parecía importante. La joven que caminaba en silencio por el blando musgo azul tenía a su alrededor, como un velo invisible e intangible, algo de esa extrañeza que el hombre ha llamado, durante eones, divinidad. Ningún ser humano, pensé, podría tocarla.
***
Sin embargo, lo que yo sentía era miedo y odio, emociones que no se asocian con la divinidad. La miré, sabiendo que ahora me vería, se daría cuenta de que estaba allí. Y entonces, bueno, mi mente se negaba a pensar en qué ocurriría más tarde...
La joven avanzó y se sentó en silencio con las demás, al final de la hilera. Su cuerpo se quedó rígido. Aquel velo de terror pareció dejarla, como una capa que cayera. De repente no era más que otra joven india, vacía y seca como las demás, incapaz de pensar o de moverse.
La joven que se hallaba junto a ella se levantó de pronto en un único movimiento, lento y fluido. Y el terror me invadió de nuevo. ¡El Poder Extraño no se había marchado! ¡Tan sólo había cambiado de cuerpo!
Y este segundo cuerpo me resultaba tan terrible como el primero. De un modo sutilmente monstruoso el horror se aferraba a mi cerebro, sin ser en ningún momento algo evidente, sin que hubiera nada que saltara a la vista. El paisaje extraño, encerrado en la niebla, no resultaba anormal si teníamos en cuenta su situación, a esa altura en los Andes. El musgo azul, los árboles singulares: todo aquello era raro, pero posible. Incluso las siete muchachas indígenas formaban parte de la escena. Era la sensación de una presencia extraña la que causaba mi terror, el miedo a lo desconocido...
Mientras la nueva joven “poseída” se levantaba, me di la vuelta y eché a correr, invadido por la náusea, sintiéndome atrapado en una pesadilla. Hubo un momento en que tropecé y me caí. Al levantarme a toda prisa miré hacia atrás.
La joven me observaba, su rostro diminuto y lejano. Y entonces, de repente, nos habíamos acercado. ¡Apenas nos separaban unos pocos pies! No me había movido ni la vi moverse, pero volvíamos a estar como antes... Las siete jóvenes y yo...
¿Podía ser hipnosis? Algo así. Me había llevado de nuevo con ella, y mi mente había quedado en blanco, incapaz de resistirse. No podía moverme. Sólo era capaz de quedarme allí, inmóvil, mientras aquel ser Extraño oculto en un cuerpo humano se me acercaba y aferraba mi alma con dedos helados. Sentí cómo me abrían la mente, cómo la exponían como un mapa ante la mirada inhumana que la analizaba. Era blasfemo y vergonzoso, y no podía moverme o resistirme.
Aquello que aferraba mi mente se relajó y me arrojó a un lado. No podía pensar con claridad. Aquella intervención remota en mi cerebro me había dejado ciego, mareado, frenético. Recuerdo haber echado a correr...
Pero recuerdo muy poco de lo que ocurrió después. Hay en mi memoria imágenes confusas de musgo azul y árboles torcidos, de una niebla que se retorcía y me rodeaba, intentando inútilmente retenerme. Y tenía siempre aquella sensación de horror oscuro, innombrable, un horror que no podía ver, que se escondía de mí, aunque yo no podía esconderme de su mirada sin ojos.
Recuerdo haber alcanzado el muro de niebla, verlo alzarse ante mí y arrojarme en él, correr a través de una masa fría y gris, la nieve crujiendo bajo el peso de mis botas. Recuerdo salir de nuevo a aquel valle neblinoso de Abaddon...
Cuando volví en mí, estaba con Lhar.
Un frescor como de agua clara recorría mi mente, limpiándola, llevándose el horror, calmándome y consolándome. Me hallaba tendido de espaldas, mis ojos clavados en un dibujo intrincado de color azul y azafrán; una luz grisácea, plateada, se abría paso entre una filigrana de encaje. Aún me sentía débil, pero aquel terror ciego ya no me atenazaba.
Me encontraba en una cabaña formada por los troncos de uno de los árboles de bayán. Despacio, aún débil, me incorporé, apoyado sobre un codo. La sala estaba vacía a excepción de una curiosa flor que crecía del suelo de tierra junto a mí. La observé, aturdido.
Y así conocí a Lhar... Estaba hecha del blanco más puro, el blanco del alabastro, pero con una calidez y una textura que las piedras no poseen. Su forma... Bueno, parecía ser una flor enorme, un capullo similar al de un tulipán que no se había abierto, pero de unos cinco pies de altura. Los pétalos se hallaban muy juntos, ocultando cualquier cuerpo que pudiera esconderse tras ellos, y en su base había un complicado pedestal que parecía, de forma extraña, una falda arrugada y diminuta. Ni siquiera ahora puedo describir a Lhar con coherencia. Una flor, sí... pero mucho más que eso. Incluso en aquel primer instante supe que Lhar era más que de lo que parecía...
No la temí. Sabía que me había salvado, y confiaba plenamente en ella. Seguí tendido mientras ella me hablaba de forma telepática, dando forma a sus palabras y a sus pensamientos en mi cerebro.
—Ahora estás bien, aunque débil aún. Pero no tiene sentido que intentes escapar del valle. Nadie escapa. El Otro tiene poderes que no conozco, y son esos poderes los que te mantendrán aquí.
Le pregunté quién era, y un nombre se formó en mi mente.
—Lhar. No soy de tu mundo.
Un escalofrío la sacudió. Su preocupación se abrió paso hasta mí, y me levanté, tambaleándome, débil. Lhar se echó atrás con pasos que la hacían inclinarse, balancearse de forma curiosa, como reverencias.
Detrás de mí escuché un chasquido. Me giré y me encontré con la esfera multicolor, que se abría paso por entre los troncos del bayán. De forma instintiva, llevé la mano al revólver. Pero un pensamiento de Lhar me detuvo.
—No te hará daño. Es mi sirviente —Se detuvo un momento, como buscando la palabra adecuada—. Una máquina. Un robot. No te hará daño.
—¿Es inteligente? —pregunté.
—Sí. Pero no está vivo. Nuestra gente lo creó. Tenemos muchas máquinas así.
El robot avanzó, oscilante, hacia mí, el borde de los cilios agitándose y retorciéndose.
—Así es como habla, sin palabras o ideas... —me dijo Lhar. Se detuvo y observó a la esfera, y sentí cierto abatimiento en la forma en que lo hacía.
El robot se volvió hacia mí. Los cilios envolvieron mi brazo, tirando de mí hacia Lhar.
—¿Qué es lo que quiere? —le pregunté.
—Sabe que estoy muriendo —me dijo ella.
Aquello me impactó.
—¿Muriendo? ¡No!
—Así es. Aquí, en este mundo extraño, no tengo acceso a mi comida. Así que moriré. Para sobrevivir necesito sangre de mamíferos, pero aquí no están más que las siete que ha traído el Otro. Y no me sirven, pues las ha corrompido.
No le pregunté a Lhar qué tipo de mamíferos tenía en su mundo.
—Es eso lo que el robot quería cuando trató de detenerme antes, ¿no?
—Quería que me ayudaras, sí. Pero estás débil por todo a lo que te has enfrentado. No puedo pedirte...
—¿Cuánta sangre necesitas? —le pregunté. Cuando me respondió, le dije:— Bien. Me has salvado la vida: tengo que devolverte el favor. Puedo vivir sin esa sangre sin ningún problema. Adelante.
Se inclinó hacia mí, una llama blanca que se agitó en la penumbra de la habitación arbórea. Un zarcillo se abrió paso por entre sus pétalos y se enredó en torno a mi brazo; estaba frío, pero era amable como una mano de mujer. No sentí dolor.
—Ahora debes descansar —me dijo—. He de salir, pero no tardaré mucho.
El robot emitió un chasquido y se marchó, deslizándose sobre sus tentáculos. Lo observé mientras murmuraba:
—Lhar, esto no puede ser cierto. ¿Por qué... por qué creo en cosas imposibles?
—Te he dado paz —me dijo—. Estabas peligrosamente cerca de la locura. Te he drogado un poco, he drogado tu cuerpo, para que tus emociones no sean tan fuertes durante un tiempo. Era necesario para que conservaras la cordura.
Y era cierto que me sentía... ¿drogado? ¿Era aquella la palabra? Pensaba con claridad, pero me sentía como si me hubieran sumergido en aguas transparentes, aunque oscuras. Era, de alguna forma, como estar dentro de un sueño. Recordé los versos de Swinburne:
Aquí, donde el mundo está en calma,
Aquí, donde toda tribulación es un
Tumulto de vientos muertos y olas agotadas,
En un dudoso sueño de sueños.
—¿Qué es este lugar? —pregunté.
Lhar se inclinó sobre mí.
—No sé si puedo explicarlo. No lo sé con seguridad. El robot lo sabe. Es una máquina racional. Espera... —Se volvió hacia la esfera. Sus cilios se agitaban, creando gestos rápidos y complicados. Lhar volvió a mirarme.
—¿Qué es lo que sabes de la naturaleza del Tiempo? ¿Sabes que es curva, que se mueve en espiral...?
Siguió explicándolo, pero gran parte de su explicación se me escapaba. Aun así, comprendí lo suficiente como para darme cuenta de que aquel valle no tenía su origen en la Tierra. O, al menos, no en la Tierra que yo conocía.
—Sé que existen fenómenos geológicos. Los diferentes estratos se mueven, se mezclan...
Recordé lo que Fra Rafael me había contado acerca de un terremoto, ocurrido tres meses antes. Lhar asintió.
—Pero este fue un desliz temporal. El continuo espacio tiempo también sufre grandes presiones. Sufrió un colapso, y los estratos, los sectores temporales, se sacudieron, se mezclaron con otros. Este valle pertenece a otra era, al igual que yo y que la máquina... Al igual que el Otro.
Me contó lo que había ocurrido. No había habido aviso alguno. Se encontraba en su propio Mundo, en su propio Tiempo, y un instante después estaba aquí con su robot. Y con el Otro...
—No sé cuál es su origen. En cuanto a mí, puede que viviera en vuestro futuro, o en vuestro pasado. Este valle, con sus ruinas de piedra, es probablemente parte de vuestro futuro. Nunca antes había oído hablar de un lugar como este. Puede que el Otro también venga del futuro; aún no conozco su forma...
***
Me contó más, mucho más. El Otro, como lo llamaba (dándole así una forma imaginada que implicaba una extrañeza absoluta), tenía un método curiosamente camaleónico de alimentarse. Vivía de la fuerza vital de otros, por lo que pude entender, y consumía a los mamíferos como un vampiro. Y asumía la forma de sus víctimas al alimentarse. No era posesión, no en el sentido estricto de la palabra. Era una especie de unión...
La humanidad tiende a dar a todas las cosas sus propios atributos y olvida que, más allá de las limitaciones del tiempo y el espacio y el tamaño, no se aplican las leyes naturales que nos son familiares.
Así que incluso ahora no conozco todo lo que había detrás del terror de aquel valle peruano. Llegué a entender lo siguiente: que el Otro, como Lhar y su robot, se hallaba a la deriva debido a un desliz temporal, y que de este modo había llegado hasta aquí. No había forma de que volviera a su sector temporal original, y había creado aquel muro de niebla para protegerse de la radiación directa del sol, que amenazaba su existencia.
Allí sentado, ante las filigranas que dibujaba el crepúsculo plateado y junto a Lhar, tuve la visión de universos espaciotemporales que se desplazaban, de una espiral inmensa de vidas y civilizaciones, de razas y culturas, que cubrían un cosmos infinito. Y, con todo aquello, ¿qué era lo que había ocurrido? Muy poco en comparación con aquel infinito inconcebible. Una ruptura en el tiempo, un desliz dimensional, y un sector de tierra y tres seres que se hallaban en él habían sido arrancados de su tiempo de origen y transportados a nuestro estrato temporal.
Un robot, una flor que estaba viva y era inteligente, además de femenina, y el Otro...
—Las jóvenes indígenas... —empecé— ¿Qué será de ellas?
—Ya no están vivas —me dijo Lhar—. Aún se mueven y respiran, pero están muertas, sustentadas sólo por la fuerza vital del Otro. No creo que a mí me haga daño. Al parecer, prefiere otro tipo de comida.
—¿Por eso permaneces aquí? —le pregunté.
El cáliz brillante y aterciopelado se balanceó.
—Moriré pronto. Durante un tiempo pensé que podría sobrevivir en este mundo extraño, en este tiempo extraño. Tu sangre me ha ayudado —el tentáculo frío soltó mi brazo—. Pero yo vivía en un tiempo más joven, donde el espacio estaba lleno de... de ciertos principios vibratorios que me aportaban energía.
»Ahora se han reducido casi hasta desaparecer, hasta convertirse en lo que vosotros llamáis rayos cósmicos. Y son demasiado débiles como para mantenerme viva. No, he de morir. Y entonces mi pobre robot se verá solo —sentí que había una cierta diversión delicada en aquella idea—. Parece absurdo que le tenga cariño a una máquina. Pero en nuestro mundo hay compenetración, una simbiosis mental, entre los robots y los seres vivos.
Se hizo el silencio. Al cabo de un tiempo, le dije:
—Lo mejor es que salga de aquí. Pediré ayuda... acabaremos con la amenaza que es el Otro... —Qué tipo de ayuda, aún no lo sabía. ¿Acaso era el Otro vulnerable?
Lhar entendió mi preocupación.
—Es vulnerable en su forma verdadera, pero no sé qué forma es esa. Y en cuanto a escapar del valle... no puedes. La niebla te traerá de nuevo.
—Tengo mi brújula —dije; al mirarla, me di cuenta de que la aguja giraba sin control.
—El Otro es muy poderoso —me dijo Lhar—. No importa cuándo te adentres en la niebla; siempre volverás aquí.
—¿Cómo lo sabes? —le pregunté.
—Me lo dice mi robot. Una máquina razona de forma lógica, mejor que un cerebro coloide.
Cerré los ojos y traté de pensar. No debía serme difícil desandar mi camino, encontrar un otro que me sacara del valle. Y, sin embargo, dudé, sintiendo una extraña impotencia.
—¿Tu robot no puede guiarme? —persistí.
—No se marchará de mi lado. Quizás... —Lhar se volvió hacia la esfera, y los cilios se agitaron, nerviosos—. No —dijo, centrándose en mí de nuevo—. En su mente hay una sola regla: no dejarme nunca. No puede desobedecer esa orden.
***
No podía pedirle a Lhar que viniera conmigo. De alguna forma sabía que el frío gélido de las montañas a nuestro alrededor la destruiría con rapidez.
—Debe de haber alguna manera de salir de aquí —le dije—. Voy a intentarlo de todas formas.
—Te esperaré —me respondió, y no se movió mientras yo me abría paso por entre dos troncos del árbol bayán.
Era de día, y una luz pálida iluminaba el cielo gris plateado. Marché hacia el muro de niebla más cercano.
Lhar tenía razón. Cada vez que entraba en aquella barrera neblinosa dejaba de ver. Me arrastraba hacia adelante paso a paso, mirando hacia atrás, a mis huellas en la nieve, intentando caminar en línea recta. Y volvía a encontrarme en el valle...
Debo de haberlo intentado una docena de veces antes de rendirme. No había puntos de referencia en la niebla gris que lo cubría todo, y sólo por casualidad podría alguien acabar en este valle... a menos que se le trajera hipnotizado, como a las jóvenes indígenas.
Me di cuenta de que estaba atrapado. Finalmente, volví con Lhar. No se había movido desde que me había marchado; tampoco lo había hecho el robot, al parecer.
—Lhar —le dije—, Lhar, ¿no puedes ayudarme?
La llama blanca que era la flor se hallaba inmóvil, pero los cilios del robot se movían, gesticulando con rapidez. Al fin, Lhar se movió.
—Quizás —me llegó su pensamiento—. A menos que tanto la inducción como la deducción le fallen, mi robot ha descubierto algo que puedes aprovechar. El Otro puede controlar tu mente a través de las emociones. Pero yo también tengo cierto poder sobre tu mente. Si te doy fuerzas, si te protejo con un muro psíquico que te defienda de invasiones, puede que tengas una oportunidad de enfrentarte al Otro. Pero no puedes destruirle a menos que se halle en su forma original. Las muchachas deben morir primero...
—¿Morir? —Sentí horror ante la idea de matar a esas pobres y simples jóvenes indígenas.
—Ahora mismo no están exactamente vivas. Son parte del Otro. No pueden volver a su vida anterior.
—¿Y cómo va a ayudarme el destruirlas? —pregunté.
De nuevo, Lhar consultó a su robot.
—El Otro se verá forzado a salir de sus cuerpos. No tendrá dónde esconderse y deberá utilizar su forma original. Entonces podrás matarlo.
Lhar avanzó balanceándose.
—Ven —me pidió—. He decidido que el Otro debe morir. Es maligno: es despiadado y egoísta, que viene a ser lo mismo. Hasta ahora no me había dado cuenta de cuál era la manera de acabar con este ser malvado. Pero tus pensamientos han aclarado los míos, y mi robot me dice que, a menos que te ayude, el Otro seguirá arrasando tu mundo. Si eso ocurre, la línea temporal se romperá... No lo entiendo del todo, pero mi robot no se equivoca. El Otro ha de morir...
Se hallaba ya fuera del bayán, y la esfera se deslizaba tras ella. Les seguí. Nos desplazamos rápidamente por el musgo azul, guiados por el robot.
Poco tiempo después nos topamos con el lugar donde las seis jóvenes indígenas aún estaban en cuclillas. Al parecer no se habían movido desde que las dejé.
—El Otro no está aquí —me dijo Lhar.
El robot me sujetó mientras Lhar avanzaba hacia las muchachas; la especie de falda de volantes que adornaba su base se agitaba al avanzar. Se detuvo junto a ellas, y los pétalos temblaron y comenzaron a abrirse.
De la punta de aquella flor surgió una fuente de polvo blanco. Esporas o polen, al parecer. Una nube blanca invadió el aire.
El robot me arrastró hacia atrás, más atrás aún. Sentí que me hallaba en peligro...
Pero el polen parecía moverse hacia las muchachas, acercarse a ellas en una niebla de motas danzarinas. Se posó en sus cuerpos bronceados, en sus miembros y en sus caras. Les cubrió como un velo hasta que no parecieron más que seis estatuas, blancas como el más frío mármol, sobre el musgo azul.
Los pétalos de Lhar se alzaron y volvieron a cerrarse. Se balanceó hacia mí, enviando un mensaje con su mente.
—El Otro ya no tiene refugio —me dijo—. He acabado con... con las muchachas.
—¿Están muertas? —Tenía los labios secos.
—Lo poco que les quedaba de vida ha desaparecido. El Otro ya no podrá usarlas más.
Lhar se acercó más a mí. Un tentáculo frío escapó de ella y tocó mi frente con suavidad. Otro llegó hasta mi pecho, sobre el corazón.
—Te doy mi fuerza —anunció—. Será un escudo, un muro para ti. El resto del camino has de recorrerlo solo...
En mi interior fluía ahora una marea de poder. Me hundí en las frías profundidades, tranquilo, calmado. Algo entraba en mi cuerpo, en mi mente y en mi alma, ahogando mis miedos, fortaleciendo mi decisión.
¡La fuerza de Lhar era mía ahora!
Los tentáculos bajaron una vez terminada su tarea. Los cilios del robot hicieron un gesto, y Lhar me dijo:
—Ahí queda tu camino. En aquel templo... ¿lo ves?
Lo veía. A lo lejos, oculta a medias por la niebla, se podía ver una estructura escarlata que, a diferencia del resto, no estaba en ruinas.
—Allí encontrarás al Otro. Acaba con la última muchacha; después, destruye al Otro.
No dudaba ahora de que podría hacerlo. Un nuevo poder me levantaba, me hacía correr por el musgo. Miré atrás una sola vez y vi a Lhar y a su robot inmóviles, observándome.
El templo crecía según me acercaba. Hecho de la misma piedra rojiza que el resto de ruinas que había visto, la erosión había atacado sus ángulos más rígidos hasta no dejar más que un monolito redondeado, esculpido con suavidad, de unos veinte pies, similar a la bala de un rifle.
Una puerta se abría en el muro carmesí. Me detuve por un momento en el umbral. Dentro, en la penumbra, se agitaba una sombra. Avancé y di con una sala alta y estrecha, el techo oculto en la oscuridad. En las paredes había relieves que no pude distinguir con claridad, pero que me hicieron sentir como si hubiera seres inhumanos vigilando.
Estaba oscuro, pero pude ver a la joven indígena que había sido Miranda Valle. Tenía los ojos clavados en mí; incluso a través de la armadura protectora formada por la fuerza de Lhar pude sentir su terrible poder.
La vida que había en la joven no era humana.
—¡Destrúyela! —advirtió mi mente— ¡Destrúyela! ¡Rápido!
Pero mientras dudaba un velo de oscuridad pareció caer sobre mí. Un frío terrible, un frío que parecía venir del mismo espacio, acuchilló mi cerebro. Mis sentidos vacilaron ante el ataque. Desesperado, ciego y mareado y lleno de náuseas, busqué la reserva de energía que Lhar me había proporcionado. Y, entonces, me desmayé.
Cuando me desperté vi que había humo saliendo del cañón del revólver que tenía en la mano. A mis pies se hallaba la joven indígena, muerta. Mi bala le había acertado en el cerebro, obligando a su terrible morador a salir.
Mi mirada buscó el muro más alejado. Había allí una arcada abierta en la piedra. Crucé la sala y caminé por debajo; al instante me hallé en medio de una oscuridad profunda, infernal. Pero no estaba solo...
El poder del Otro me golpeó como algo tangible. No tengo palabras para describir una experiencia tan absolutamente disociada del resto de la memoria humana. Sólo recuerdo esto: mi mente y mi alma se hundieron en un abismo negro donde no tenía voluntad o consciencia. Era otra dimensión mental donde mis sentidos se vieron alterados.
No había nada allí salvo por la intensa negrura, que iba más allá del tiempo y del espacio. No podía ver al Otro ni imaginarlo. Era inteligencia pura, desnuda de carne. Estaba vivo y tenía poder, un poder divino.
Y allí, en esa terrible oscuridad, me encontraba solo, sin ayuda alguna, y sentía cómo una entidad de algún lugar remoto y horrible donde todos los valores se hallaban alterados se acercaba.
Sentí la cercanía de Lhar.
—¡Rápido! —me llegó su pensamiento— ¡Antes de que se despierte!
Algo cálido fluyó hacia mí, y la negrura retrocedió.
Contra el muro más lejano se apoyaba algo, algo desconcertantemente humano... Algo con una cabeza enorme y un cuerpo pálido y diminuto enrollado debajo. Se retorcía, avanzando hacia mí...
—¡Destrúyelo! —comunicó Lhar.
En mi mano, el revólver bramó y se sacudió contra mi palma. El eco rugió entre los muros. Disparé una y otra vez hasta que el cargador se vació...
—Está muerto —me llegó el pensamiento de Lhar.
Me tambaleé, dejé caer el arma.
—Era el vástago de una antigua super-raza... Un niño aún no nacido.
¿Puede alguien imaginarse tal raza? ¿Una en la que incluso los no-natos tenían un poder que iba más allá del entendimiento humano? Mi mente se preguntó cómo debía de ser un ente adulto.
Temblé; de repente tenía frío. Un viento helado se colaba por el templo. Los pensamientos de Lhar llegaban claros a mi cabeza.
—Ahora el valle ha dejado de ser una barrera para los elementos. El Otro había creado la niebla y el calor para protegerse. Ahora está muerto, y tu mundo reclama lo que es suyo.
Desde la puerta del templo pude ver cómo desaparecía la niebla, empujada por un viento rápido. La nieve caía con lentitud, grandes copos blancos que cubrieron el musgo azul y los restos rojizos que moteaban el valle.
—Moriré rápido y con facilidad ahora en lugar de hacerlo despacio, en lugar de morir de hambre —me dijo Lhar.
Un instante más tarde una idea cruzó por mi mente, débil e intangible como un copo de nieve, y supe que Lhar me decía adiós.
Dejé el valle. Eché la vista atrás una sola vez, pero tras de mí sólo había un velo de nieve.
Y de la más grande aventura que los dioses cósmicos pudieron concebir jamás sólo me quedaba esto: saber que durante un tiempo el velo eterno del tiempo se había rasgado, y que la puerta a lo desconocido había quedado entreabierta.
Pero ahora esa puerta está cerrada de nuevo. Bajo el Huascarán un robot vigila una tumba, eso es todo.
La nieve caía con más fuerza. Temblando, me abrí paso por los montones cada vez más profundos. La aguja de mi brújula señalaba al norte. El hechizo que envolvía el valle había desaparecido.
Media hora más tarde encontré el sendero, y ante mí se abrió el camino a la seguridad. Fra Rafael estaría esperando para escuchar mi historia.
Aunque probablemente no la creería.
Nota Importante: Donde el mundo está en calma «Where the World is Quiet» (Henry Kuttner & C H Liddell), es una traducción de Irene García Cabello (©). Este relato clásico fue editado por primera vez en español en nuestra antología Amanecer Pulp 2015. Especial Portal Oscuro. | Ahora disponible en papel: Maestros del Pulp 1