Relato de José Luis Castaño Restrepo, ganador del concurso Amanecer Pulp 2014

«Las guerras serviles y las rebeliones de nigromantes sumieron al continente septentrional en un caos sangriento que perduró por eones, subyugando a la raza humana en un espiral de degradación y salvajismo nunca antes visto. Reinos y ciudades libres cayeron ante aquella implacable marea de destrucción que borró todo rastro de civilización. Pero, en medio de la hecatombe, algunos sabios y sacerdotes buscaron refugio en las montañas, fortificándose tras muros horadados en la piedra viva que con los años se convirtieron en inexpugnables baluartes que protegían con recelo el legado de las civilizaciones perdidas. Fue en estas fortalezas inaccesibles donde nació la leyenda de los cosechadores de almas, guerreros juramentados a un Dios guerrero que se convirtieron en los adalides de la justicia en una tierra condenada por el horror». Crónicas del Templo Rojo.

I

Los caballos se abrían paso con dificultad a través de la estrecha garganta bajo un sol de justicia. El hombre que encabezaba la marcha frunció el ceño y observó con recelo el polvoriento sendero que ascendía hasta la meseta. Luego se volvió hacia el sujeto achaparrado que le acompañaba.

—No me gusta nada —comentó, soltando un escupitajo que no tardó en evaporarse sobre la arena reseca.

A pesar de compartir los temores de su acompañante, el líder de la partida le devolvió un gesto cargado de reproche. De manera instintiva contemplaron los carromatos que esperaban a la vera del camino.

—Harak, nunca pensé que agradecería tener la compañía de esos malditos demonios —suspiró con lentitud, buscando sin éxito a sus misteriosos acompañantes en medio de los miembros de la expedición.

El explorador abrió los ojos como platos, temeroso de que alguien pudiese haberle escuchado. Escrutó en derredor, imaginando que los cosechadores de almas acechaban cerca de allí. Realizó un elaborado gesto con los dedos para alejar el mal de ojo debido a la presencia de aquellos misteriosos guerreros.

—Por todos los dioses, mi señor —musitó aterrado—, no debéis tentar la suerte de esa manera. —Se pasó la lengua por los labios cuarteados por el sol—. Los vástagos del Templo Rojo podrían escucharos a media legua de aquí.

El hombre achaparrado soltó una carcajada que terminó convirtiéndose en un ataque de tos seca.

—No es a los diablos del templo a quienes debéis temer —aseguró, limpiándose la boca con el dorso de la mano—, sino a los buitres que merodean estas gargantas. —Señaló el tortuoso sendero que cortaba la montaña como una herida vieja, un camino plagado de recovecos que podrían ocultar una amenaza letal detrás de cada peñasco—. Os aseguro que sin la compañía de aquellos bellacos no me atrevería a cruzar esta tierra plagada de bandidos.

—Pero son solo tres hombres —reflexionó Harak, dubitativo, cubriéndose los ojos con la palma de la mano para observar la cima que se perfilaba a más de una legua de distancia—. No bastarían para enfrentarnos a una horda de forajidos.

El hombre achaparrado se removió en la silla con incomodidad, el sudor le resbalaba por debajo del yelmo de bronce y percibía el tufo agrio de su propia transpiración acumulada bajo la brigantina.

—Harak, los vástagos del Templo Rojo valen su peso en oro —comentó con hastío, estudiando los alrededores con renovada intensidad.

El explorador se alzó de hombros, no muy convencido de las palabras de su líder. Para él, los servidores del Dios del acero no eran más que un cuento tenebroso narrado en tabernas y lupanares. Una historia tergiversada de boca en boca durante siglos, creando una imagen exagerada que nada tenía que ver con los verdaderos guerreros que escoltaban aquella caravana.

—Avisadles que se pongan en marcha —ordenó el líder con resignación.

Harak asintió antes de hacer girar la montura en medio de un remolino de polvo y cabalgar hacia donde esperaban los cuatro carromatos.

Media clepsidra más tarde, la expedición se abría paso con dificultad a través de un sendero angosto que les obligó a detenerse para aligerar la carga de las carretas y evitar que el sobrepeso les arrastrase hacía el abismo que se abría al borde del camino. Mientras aquella angustiosa y lenta labor era llevada a cabo por los caravaneros, Harak se preguntaba con inquietud dónde se encontraban los servidores del templo. En ese momento recordó que no veía sus siniestros rostros desde la noche anterior.

De pronto un silbido cruzó cerca de su oreja izquierda, un sonido que le heló la sangre en las venas. De manera instintiva agachó la cabeza y observó con horror cómo uno de los centinelas caía abatido por el proyectil. Los rostros sudorosos de los expedicionarios contemplaron los agudos riscos que se alzaban por encima de ellos con sorpresa y terror. El zumbido agudo de las flechas retumbó de nuevo y, esta vez, media docena de hombres se deshicieron como muñecos de trapo para no volverse a levantar jamás. La estupefacción dio paso al pánico y los caravaneros corrieron a buscar refugio detrás de las paredes de granito. Los guardias se movían de un lado para otro, tratando de organizarse y esperar las órdenes de su capitán, pero el hombre achaparrado yacía sobre un charco oscuro con sendas flechas clavadas en el pecho y el rostro.

Harak apenas podía escuchar los gritos en medio de aquella confusión. Los martillazos furiosos sobre las sienes le sumían en una extraña desidia que ralentizaba todo en derredor. Vio cómo un muchacho que abrevaba las bestias era alcanzado por una saeta que le traspasaba el cráneo de lado a lado. El hedor acre de la sangre no tardó en revolverle las entrañas y despertar el instinto de supervivencia. Se obligó a ponerse de pie con torpeza, consciente de que tras la caída del caudillo el mando recaía sobre sus hombros. Entonces escuchó un eco espeluznante que reverberó entre las peñas como un clamor infernal. Volvió la vista y se encontró con una docena de hombres que se arrojaban sobre ellos como bestias hambrientas, blandiendo armas de bronce y piedra. Aullaban y sus rostros barbados y mugrientos carecían de cualquier rastro de humanidad.

Harak sintió los orines resbalando entre los muslos mientras desenvainaba con desesperación la cimitarra. Uno de los forajidos se le echaba encima con un hacha de pedernal y una expresión de odio bestial. La mano se le congeló en la empuñadura al comprender que no tendría oportunidad de evitar el golpe.

Entonces, la cabeza de aquel miserable estalló en medio de un crujido aterrador que le bañó la cara de sangre y sesos. Con el rabillo del ojo captó el veloz movimiento de una hoja negra y los rasgos tatuados que se insinuaban bajo el embozo de su portador. El servidor del Templo Rojo cruzó a su lado con la agilidad de una pantera, destripando con un revés al siguiente salvaje que le hacía frente. El pobre diablo cayó de rodillas, sosteniéndose los intestinos entre los dedos ensangrentados.

Harak parpadeó y contempló estupefacto cómo aquel sujeto abría un camino de muerte entre los asaltantes, evadiendo sus arremetidas con una velocidad sobrehumana. Más allá, sobre los riscos, se escuchaban otros gritos, un clamor de alarma que no tardó en convertirse en aullidos angustiosos. Al ver los cuerpos que caían y se estrellaban contra las rocas, el explorador comprendió que otro de los cosechadores de almas había alcanzado a los arqueros emboscados sobre la cima.

La marea no tardó en volverse a favor de los caravaneros y su escolta. Al ver cómo los asaltantes eran reducidos a pulpa sanguinolenta por los demonios del Dios del acero, los hombres se sumaron a la refriega, ansiosos por cobrar venganza por los compañeros caídos.

Poco después un silencio sepulcral reinaba sobre aquella caterva embrutecida por la sangre y la muerte. Se movían entre los cuerpos, buscando algún miserable aferrado a la vida para darle fin sin miramientos. Sin embargo tenían el suficiente sentido común para alejarse de allí al notar la presencia de los servidores del templo.

—Dejadle vivir. —La voz del guerrero era fría y afilada como el acero que pendía de su espalda. Los escoltas de la caravana titubearon, el ardor del combate aún hervía en su sangre, pero lo pensaron de nuevo al sentir el peso de la mirada del hombre de rostro tatuado. Se alejaron sin decir palabra.

—¿No habéis cosechado ya suficientes almas para la gloria de nuestro Señor? —El sujeto embozado se volvió al reconocer la voz del recién llegado.

Terk ojo de piedra se apoyaba sobre una lanza y las marcas rojas talladas en sus mejillas contrastaban con el fulgor de la gema verde incrustada en la órbita vacía. Su compañero contempló las manos enrojecidas y bajó la vista hacia sus dedos manchados de sangre seca. Sin duda, la cosecha de aquel día había sido una ofrenda que su Dios sabría agradecer.

—Esta vez no necesito su alma, hermano —contestó, estudiando al moribundo que le observaba con una expresión vacua—. Solo quiero averiguar qué secretos guarda esta mente atormentada.

Terk suspiró y se acercó al herido con curiosidad. Se libró del embozo y los tatuajes cobraron vida bajo el sol. Se trataba de oscuras plegarias pertenecientes a una lengua olvidada miles de años atrás. Oraciones mágicas que otorgaban a su portador destrezas ajenas a cualquier humano común.

El forajido se estremeció al sentir el contacto de la palma del guerrero contra la frente. Se removió como un gato salvaje al comprender que su cerebro enfebrecido era sondeado por una consciencia firme e implacable.

—Sostenedlo —ordenó Ojo de piedra con urgencia, a la vez que su compañero apretaba el pecho del moribundo.

Harib no pudo ocultar la consternación al captar la angustia en la expresión de su camarada. Apretaba los dientes y las venas del cuello amenazaban con explotarle en cualquier momento.

Terk se echó hacia atrás soltando un largo suspiro. Su único ojo destilaba una sombra de confusión. Volvió la atención hacia el cuerpo sin vida que le contemplaba en medio de una máscara de terror.

De manera instintiva, Harib se descolgó el odre que pendía del cinto y se lo ofreció a su hermano de armas. Ojo de piedra se lo arrebató y bebió del caldo avinagrado hasta que las manos dejaron de temblarle. Se limpió los labios y miró a su interlocutor con gravedad.

—Lo sospechaba, pero tenía que asegurarme —confesó con aire sombrío.

Las facciones cetrinas de Harib se tornaron inquisitivas.

—¿De qué debíais aseguraros? —inquirió con recelo.

Terk se pasó la lengua por los labios cuarteados. El ojo tallado en jade resplandecía de manera extraña, como si tuviese vida propia.

—Percibía una energía insólita rodeando estas montañas, pero este pobre diablo me lo acaba de confirmar. —Agitó la cabeza con aire cansino—. Vi el residuo maligno que le hizo perder la razón.

Harib se estiró y su expresión denotaba una profunda confusión.

—Nigromancia, de la peor clase —prosiguió el veterano con desasosiego—. Los desdichados que acabamos de matar no eran más que los títeres de un poder oscuro.

—Si hay un brujo acechando en esta región, debemos avisar de inmediato al templo —replicó Harib, alarmado.

—No os preocupéis, hermano —contestó con determinación Ojo de piedra—. Lo haremos en cuanto podamos.

II

Terk le dio un trozo de carne cruda al cuervo antes de observar el lacre rojo que sellaba el diminuto pergamino que acababa de traer. El ave graznó y parpadeó, atraída por el brillo verdoso del ojo de jade. El guerrero gruñó y alejó al animal de un manotazo.

El papiro crujió bajo aquellos dedos callosos y el servidor del templo leyó con detenimiento el breve mensaje grabado en tinta carmesí.

—Por el Dios del acero…—murmuró con frustración, arrugando el trozo de pergamino y arrojándolo al fuego que ardía en el pebetero. El mensaje desapareció en medio de una orgía de flamas verdeazuladas.

Más tarde, se reunió en un pequeño claro con el resto de sus acompañantes para discutir lo que vendría a continuación. La imponente estampa de Harib encabezaba la marcha. A pesar de no ser tan alto como Ojo de piedra, era un individuo de hombros anchos y espalda maciza. A pocos pasos le seguía el novicio, un chico llamado Adelvar, que asistía a su primera peregrinación.

—Hermanos —dijo con amabilidad, invitándoles a sentarse sobre la hierba. Harib suspiró con aire taciturno al comprender el motivo de la reunión, mientras el chico les contemplaba con respetuoso recelo.

—¿Y bien? —le interrogó Harib, frunciendo el ceño con ansiedad.

Ojo de piedra sonrió, le gustaba el trato franco y directo de su hermano de armas.

—El Maestre ha respondido —contestó con sequedad—. Por el momento es imposible enviar más hombres. —El guerrero de piel cetrina se mordió los labios con preocupación, pero no dijo nada—. Al parecer las tribus del cinturón de hierro se han alzado nuevamente, y necesitan el apoyo de todos los hermanos que puedan reunir.

Adelvar los miraba con extrañeza, sin entender de qué se trataba todo aquello. Como novicio, debía obedecer sin rechistar cualquier orden de sus hermanos mayores, pero el ímpetu de la juventud que ardía en su corazón a menudo solía jugar en su contra.

—¿De qué habláis? —Los ojos de Harib le fulminaron con una mirada de hielo que le dejó paralizado.

—¿Quién os dio permiso para hablar, muchacho? —le reprochó el guerrero con acritud—. Aún no os habéis ganado el derecho de tratarnos como iguales.

—Vamos Harib —intervino Ojo de piedra en tono conciliador—, dadle un poco de espacio al chico, después de todo, ayer luchó como un león y cosechó varias almas para nuestro Señor.

Adelvar sonrió, mirando de reojo el pétreo semblante de Harib.

—Cinco almas, maestro —contestó con orgullo.

—Me encargaré de que seáis recompensado al regresar al templo —prosiguió Terk, ofreciéndole una sonrisa al rapaz—. Ha llegado el momento de imprimir los primeros encantamientos en vuestra piel.

El chico asintió con regocijo. La capacidad y habilidad de un servidor del templo se apreciaba en la cantidad de tatuajes que le cubrían el rostro. Cada letra de la plegaria significaba un alma ofrecida al Señor del acero.

De pronto, el semblante de Ojo de piedra perdió toda candidez y en su lugar apareció la frialdad que le caracterizaba.

—Volviendo al tema que nos atañe —prosiguió con gravedad—, el Maestre me ha pedido que continúe indagando acerca del mal que infecta estas tierras.

Harib se revolvió como si una mano invisible le hubiera cruzado el rostro. Dio un respingo y miró a Terk con preocupación.

—¿No estaréis hablando en serio, hermano? —le interrogó con un hilo de voz. Sus ojillos oscuros se revolvían con angustia—. Nosotros tres no seremos rivales para un nigromante.

Adelvar pareció encogerse de tamaño al escuchar la última palabra pronunciada por su hermano.

—No seremos tres sino dos los que enfrentemos ese mal, si es que aún perdura y no es tan solo un residuo del pasado —continuó Terk, volviendo la atención hacia el muchacho, que por su palidez, parecía una efigie de alabastro—. Adelvar permanecerá con la caravana para cumplir el trato estipulado con los mercaderes, al menos hasta alcanzar la seguridad del río Afkat. Desde allí, tendrá mi bendición para retornar al santuario.

El chico parpadeó y se pasó la lengua por los labios resecos.

—Deseo ir con vosotros, maestro —replicó con firmeza, revolviéndose del temor que le aquejaba momentos antes—. Si lo que afirmáis es cierto, tres espadas serán más efectivas en contra de cualquier herejía. Mi deber es acompañaros.

—Vuestro deber es cumplir las órdenes de vuestros superiores —siseó Harib, frunciendo los rasgos tatuados en una fea mueca.

—No, muchacho —respondió Ojo de piedra con decisión—, ésta es una orden que no tiene discusión—. Su rostro tenía más tatuajes que los de cualquier hermano que Adelvar había visto antes, y el chico se preguntaba cuántas almas habría cosechado aquel intimidante guerrero.

—Como ordenéis, maestro —replicó, agachando la cabeza.

III

Al principio, los signos de decadencia apenas eran visibles. Un árbol retorcido y seco en lo alto de un collado, manchas oscuras en la hierba amarillenta y fetos de animales pudriéndose al sol. Sin embargo, a medida que avanzaban hacia el Este dejando atrás los caminos utilizados por las caravanas, el entorno se convirtió en algo asfixiante y conmovedor.

Terk y Harib se abrían paso a través de un mundo estéril de aldeas abandonadas, cultivos arruinados y restos de animales y hombres. Los servidores del templo apenas intercambiaban palabra, abrumados por la situación. El mismo Ojo de piedra sentía una duda oscura revolviéndole el corazón, y se preguntaba si la hechicería que contaminaba la región estaba empezando a afectarle.

Después de una larga jornada se detuvieron en un roquedal desde el cual podían divisar varias leguas a la redonda. Los guerreros comieron en silencio, atentos a cualquier novedad. Terk bebió un poco de agua y le arrojó el odre a su compañero.

—Tenemos compañía —musitó Harib con la boca llena de cecina—. Unos veinte pasos a vuestra derecha, entre los matorrales.

Ojo de piedra dibujó una mueca lobuna que le dio un aspecto aterrador.

—Los pude oler hace al menos media clepsidra —contestó con tranquilidad.

Harib se irguió con parsimonia y estiró los brazos en medio de un bostezo. Luego se encaminó hasta el roquedal para aliviar la vejiga. Sin embargo, al alcanzar la seguridad del peñasco, giró hacia la izquierda y corrió agachado entre el follaje para rodear el montículo y sorprender a los forasteros que les seguían los pasos. Al mismo tiempo que esto ocurría, Terk enfilaba en línea recta hacia el lugar donde se hallaban los intrusos, despacio, sin hacer aspavientos que levantaran sospechas. Como era de esperar, no tardó en divisar dos siluetas fugaces que emergían del florecimiento rocoso y corrían en dirección contraria, sin presentir que su compañero les esperaba para cerrarles el paso.

Lo primero que escuchó fue el vozarrón de Harib haciendo eco entre las rocas y luego un grito ahogado de profundo terror. Ojo de piedra aceleró el paso y no tardó en advertir las figuras acorraladas contra los pedruscos.

Un dedo frío le recorrió la espina dorsal al estudiar los despojos apretujados contra el borde del peñasco. Miró a Harib y descubrió el horror que bailaba en su mirada. Al principio, pensó que aquellas criaturas no eran humanas, pero pronto se dio cuenta de que se trataba de una mujer y un muchacho. Sus cuerpos esqueléticos y desnudos estaban cubiertos por pústulas y carne grisácea que parecía estar a punto de caerse a tiras. Aquellos rostros macilentos de ojos hundidos y apagados les contemplaban con un temor visceral.

—Por lo más sagrado, hermano —musitó Harib con voz quebrada, hechizado por el espanto— ¿Qué ha sucedido con estos miserables?

La mujer estiró una mano huesuda y la piel pegada al cráneo formó una mueca espeluznante. Ojo de piedra interpretó el gesto y le entregó un trozo de carne seca. La hembra se lo arrebató y lo rasgó con la desesperación de un animal hambriento mientras el muchacho intentaba robarle un trozo.

—No había visto algo así en mi vida —comentó Terk sin apartar la atención de la inquietante escena—. Había leído acerca de ello en las crónicas del templo, pero pensé que un poder así había sido erradicado del mundo en la última guerra.  

Harib se acercó con cautela, intentado mantener la distancia con aquellas criaturas corrompidas por la brujería.

— ¿Qué poder? —inquirió el servidor del templo con miedo de conocer la respuesta.

—El poder de la corrupción —respondió Terk con sequedad—. Esta pobre gente ha sido maldecida y su destino es el de morir en medio de espantosos horrores, pudriéndose en vida hasta no ser más que huesos descarnados. Mirad esta tierra, está cubierta por la podredumbre y la desolación.

Harib parpadeó, impresionado. La saliva se le secó en la garganta.

—Lo peor de todo es que conservarán la consciencia hasta el final de su pesadilla. —El rostro tatuado del guerrero no era más que una máscara sombría—. El nigromante es un parásito que se alimenta de sus vidas y de la vitalidad de la naturaleza para ganar cada vez más poder.

—¿Cómo enfrentar tal horror? —le preguntó su desconsolado compañero. Harib era un guerrero fiero que no dudaría en enfrentarse a todo un ejército si era necesario, pero los hechiceros eran harina de otro costal.

Ojo de piedra reflexionó por unos latidos, contemplando a los miserables que luchaban por el trozo de carne seca con sus uñas y bocas desdentadas. Luego sonrió con dureza y fijó la mirada en el semblante demudado de Harib.

—Con fe, hermano mío —contestó—, fe ciega y acero negro como lo han hecho nuestros antecesores por miles de años. —El ojo de jade relucía de manera extraña—. Imaginad la manera en que glorificaremos a nuestro Señor si le ofrecemos el alma pútrida de un brujo. Un premio que valdrá mucho más que las almas de los forajidos que le hemos ofrendado hasta el momento.

Harib asintió, no muy convencido.

—¿Qué haremos con ellos? —preguntó con un hilo de voz.

Terk respiró hondo y frunció el ceño.

—El acero será una bendición que terminará de una vez por todas con su suplicio —contestó, desenvainando la cimitarra.

Ojo de piedra no necesitaba de un guía para seguir la estela dejada por el mal. Tras años de constante lucha, su afilado instinto había aprendido a reconocer el fétido rastro dejado por la brujería. Por ese motivo los hijos del templo avanzaban sin pausa ni descanso hacia las montañas grises que se perfilaban en lontananza, seguros de que allí palpitaba el núcleo que irradiaba aquella abominable corrupción.

Esa noche se detuvieron cerca de los restos de una villa, al abrigo de una caverna horadada en la roca viva por lo que alguna vez fue un poderoso río y, que ahora, no era más que un suave regato que rompía el espantoso silencio que les embargaba.

Harib tomó un poco de agua entre los dedos y la escupió con una expresión de profundo asco.

—¡Por el Señor del acero! —protestó con aire cansino—. Hasta el agua sabe a azufre en esta condenada tierra.

Terk le contemplaba con expresión taimada. Descolgó el odre del petate de cuero y lo tendió hacia su compañero.

—Vamos, bebed —le convidó con un gesto cordial—. He llenado la vejiga con agua del último manantial que encontramos en la montaña. —Señaló el regato que fluía entre sus pies con el mentón—. Si el arroyo está emponzoñado, solo puede significar una cosa, hermano.

El semblante cetrino de Harib se tensó.

—Que estamos más cerca del origen de lo que esperábamos —aseguró Ojo de piedra con desasosiego—. Pronto sabremos si seremos dignos rivales de ese condenado demonio.

Harib tragó en seco, desviando la vista del sonriente rostro de su amigo e imaginando que aquel erial por fin le había hecho perder la cabeza.

Al amanecer del día siguiente el firmamento estaba teñido de un gris sucio e inquietante y el viento arrastraba un hedor putrefacto que les impidió comer con tranquilidad. Los caballos se encontraban nerviosos, reticentes a continuar sobre aquel sendero tenebroso y estéril.

Ojo de piedra desmontó y observó el peñasco que se erguía a media legua de allí. A pesar de que no podía verlo desde el valle, sabía que en la cima se levantaba una vieja fortaleza que había protegido el paso durante eones. Un lugar devastado y abandonado durante la última guerra servil. Su corazón latió con vigor al sospechar que tal vez allí moraba la herejía que estaban buscando.

—Ocultaremos las monturas en aquel sotobosque. —Señaló un espeso grupo de árboles bajos que crecían en la falda suroeste de la peña—. Quiero conservar el factor sorpresa hasta donde nos sea posible.

Harib enarcó una ceja y torció los labios.

—Un gesto inútil si en verdad se trata de un nigromante —protestó de mala gana—. Sin duda ya está al tanto de nuestra presencia.

—Tal vez —replicó Terk con tranquilidad mientras retiraba las alforjas del ruano que no dejaba de removerse y piafar con inquietud—. Pero eso no evitará que seamos precavidos.

El guerrero de piel cetrina gruñó por lo bajo pero obedeció las indicaciones de su hermano de armas, sintiendo aún el nudo que le apretaba las entrañas. Una sensación que se hacía más acuciante al levantar la vista hacia la tenebrosa cima del peñasco.

Después de ocultar los caballos, cargaron la panoplia a sus espaldas e iniciaron el fatigoso ascenso del risco a través de una serie de traicioneros senderos. A medida que escalaban la peña, el aire se hacía más espeso e irrespirable y en más de una ocasión tuvieron que detenerse a recuperar el resuello. Sin embargo, la tozudez que ardía en sus corazones les dio el vigor necesario para sortear los obstáculos que parecían cruzarse en su camino. Habían pasado al menos seis clepsidras cuando al fin atisbaron las ruinas del fortín en lo alto del peñón. Se trataba de un amasijo de ruinas negras plagadas de verdín, una serie de muros derruidos que se asemejaban a los dientes podridos de una bestia muerta.

—¿Lo podéis sentir? —inquirió Ojo de piedra sin apartar la atención de las reliquias. Su pecho subía y bajaba como un fuelle viejo y los tatuajes del rostro parecían palpitar bajo los ríos de sudor que resbalaban por su piel.

Harib estaba demasiado cansando para responder, pero desde hacía al menos media clepsidra experimentaba una dolorosa presión que le apretaba el corazón contra las costillas.

Terk le ofreció una sonrisa lobuna y se limpió el rostro con los dedos mugrientos.

—La magia arde con fuerza en este lugar —jadeó—, mi pecho está a punto de explotar y siento un hormigueo ascendiendo por toda la carne.

Harib asintió, consciente de que el poder de los tatuajes había evitado que perdieran la razón, como le había sucedido a los miserables que habitaban aquel valle.

—Debemos continuar —insistió Ojo de piedra—, no quiero que la noche nos atrape en este erial.

Se irguieron con esfuerzo, el peso de la panoplia se había multiplicado debido al cansancio y el hambre. Fijaron la vista en las oscuras almenas y por un momento desearon dar media vuelta y escapar de allí. Pero eran hermanos juramentados y solo la muerte podría evitar que cumplieran con su cometido. Continuaron avanzando con torpeza, luchando ahora contra un viento gélido y violento que pretendía arrastrarlos hacia el abismo, sin duda otra de las artimañas del monstruo que pretendían eliminar.

IV

La noche les envolvió con una mortaja de horror silencioso. Tan solo el susurro del viento rompía con el tenso mutismo de la oscuridad. No obstante, se trataba de un sonido agudo y escalofriante, como si miles de voces fantasmales se unieran en un coro angustioso, advirtiéndoles que se alejaran de aquel lugar maldito.

—Por el Señor del acero —musitó Harib con voz seca, intentando taladrar con la vista la cruda lobreguez que les rodeaba—. Tan solo un demente se atrevería a cruzar esos muros derruidos en medio de las tinieblas.

Terk ojo de piedra no respondió, estaba ocupado tratando de vislumbrar alguna amenaza oculta entre la penumbra. Sus instintos le advertían que el peligro estaba más cerca de lo que imaginaba. Entonces sus músculos se tensaron al captar un leve rumor a pocos pasos de allí. Apretó con vigor el hombro de su compañero y éste parpadeó con ansiedad.

Poco a poco, el sonido fue cobrando fuerza hasta convertirse en clangor de metal y reverberar de pasos sobre la hierba. Ambos guerreros se escurrieron a través del follaje hasta vislumbrar el sendero que rodeaba la parte oriental de la derruida estructura.

La densa tenebrosidad se vio de repente violentada por tímidos destellos de luz amarillenta que fueron creciendo hasta convertirse en un sol en medio de la noche. Harib parpadeó al verse sorprendido por el fulgor de las antorchas, al mismo tiempo, una sensación gélida le revolvía las entrañas al descubrir el grupo que avanzaba a través de la senda. Se trataba de unos diez o quince sujetos, embozados en capas raídas, que arrastraban consigo a un hombre que se debatía como un león furioso. Entonces, una certeza sombría le paró la respiración al reconocer al prisionero. Volvió la vista hacia su compañero y captó la misma estupefacción en su mirada.

Adelvar gruñía y maldecía, pero ni sus mejores esfuerzos pudieron evitar que fuese arrastrado por los sirvientes del mal hasta las entrañas de aquel espantoso baluarte.  

—¿Cómo es esto posible? —balbuceó Harib, horrorizado—.Tiene que ser una visión enviada por el brujo para confundirnos.

Ojo de piedra maldijo por lo bajo y encaró a su hermano de armas.

—Visión o no —respondió con frialdad—, la verdad es que ahora deberemos entrar a ese lugar a sangre y fuego. —La determinación ardía en su mirada acerada—. No podemos arriesgarnos a perder al chico si en realidad es él.  

Harib aferró la empuñadura de la cimitarra con aprensión, consciente de lo que vendría a continuación. No respondió, no había necesidad de hacerlo. Ingresaría a la fortaleza sin importar que la defendiese una legión de demonios. Sin pronunciar palabra, se alejaron del sendero y enfilaron hacia el lugar que les servía de refugio. Una vez allí, se ataviaron con los petos escamados y prepararon los instrumentos de su sagrada labor. Terk ojo de piedra eligió un hacha de batalla, forjada en metal negro y cubierta de runas bendecida por los sacerdotes del Dios del acero. Cargaba la cimitarra en un tahalí que pendía de su espalda, además de varios cuchillos arrojadizos en una tira de piel que le cruzaba el pecho. Harib se decidió por dos dagas agudas y emponzoñadas, y una cimitarra con la hoja cubierta de milenarios encantamientos. Luego, los servidores del templo elevaron una plegaría silenciosa a su deidad, agradeciéndole por aquella oportunidad de cosechar almas perdidas.

La noche pareció confabularse con las dos sombras que se desdibujaban entre la maleza. Un espeso banco de nubes estranguló el débil espejismo lunar y permitió que se deslizaran por la tierra de nadie sin ser vistos. Harib jadeaba bajo el peso del acero y sentía el sudor humedeciéndole el pecho y el surco lumbar. A pesar de todo, la emoción del combate empezaba a caldearle la sangre y permitió que aquella embriagadora sensación se apropiara de su ser. Se pegó al muro y divisó a su hermano atravesando el derruido murallón a menos de cincuenta pasos de allí. Unos rayos consiguieron filtrarse a través de la oscuridad y comprendió que había llegado el momento de continuar.

Embozado con la capa negra, Ojo de piedra reptó en medio de la tenebrosidad que se enseñoreaba del lugar. Se abrió paso entre los cascajos, las columnas y capiteles que alguna vez formaron parte de extensos salones, patios y caballerizas y que ahora no eran más que el refugio de alimañas y entes despreciables. Entonces, el corazón del guerrero dio un vuelco al vislumbrar un breve resplandor cerca de la derruida torre de homenaje. Podía sentir el poder de la hechicería rozándole la carne mientras trataba sin éxito de violentar las salvaguardas que le ofrecían los grabados en su faz. Terk sonrió con locura y saltó a la explanada aferrando el hacha. El corazón latía desbocado en sus sienes cuando advirtió el movimiento en derredor.

Una silueta enjuta se movió a su izquierda y, con el rabillo de ojo, captó el fulgor sucio de una hoja. El guerrero fintó con agilidad felina evitando el golpe de su contrincante, para luego revolverse y barrerle las rodillas sin compasión. Su rival se deshizo sin emitir un solo quejido. Un líquido verde y fétido surgió del cuerpo que se revolvía a sus pies en aterradores espasmos. Ojo de piedra no tuvo tiempo de pensar en ello, ya que otros dos enemigos se arrojaban sobre él. Un haz lunar cruzó la plaza y el servidor del templo vio con claridad los rostros grises y putrefactos de sus adversarios. Aquella visión herética despertó una furia visceral que aumentó su arrojo. No tardó mucho en enviarlos al infierno con la hoja sacra que blandía con espeluznante eficacia. Fijó entonces la atención en la escalera de caracol que conducía hacia las entrañas de la tierra y un escalofrío le recorrió todo el cuerpo. Levantó la mirada hacia el firmamento plagado de nubes y estrellas, imaginado que tal vez esa sería la última noche de su existencia.

La escalinata discurría paralela a un muro cubierto de frescos descascarillados para luego convertirse en sólidos sillares de piedra que alguna vez soportaron la antigua estructura de la torre. Sin embargo, las escalas terminaron abruptamente unos quinientos pasos más adelante y desembocaron en un túnel de tierra batida iluminado por una inquietante fosforescencia.    

Terk ojo de piedra sentía que se cocinaba dentro de la coraza debido al sofoco que reinaba allí abajo. Por un momento le pasó por la cabeza la idea de librarse de aquella carga, pero su instinto de conservación consiguió convencerle de lo contrario. Además, empezaba a inquietarle el poder que latía en aquel lugar. Podía sentir cómo aquella fuerza invisible le erizaba los vellos del cuerpo y le producía un curioso hormigueo en los dedos y las articulaciones. La proximidad del mal le llenaba el corazón de adrenalina y le instaba a seguir avanzando, pero la experiencia atesorada tras lustros de lucha consiguió apaciguar el ardor en su pecho. De ahora en adelante debería actuar con sagacidad si quería tener al menos una oportunidad de salir airoso de aquella pesadilla. Pensó en esperar a Harib, pero desistió después de unos momentos. La verdad era que su hermano podría estar muerto o algo peor. Lo mejor sería internarse en el pasadizo y rogar a su Señor por un poco de ayuda.

V

Harib se había sumergido en una serie de pasillos asfixiantes, guiado por el sutil espejismo nocturno que se filtraba de manera furtiva a través de los muros demolidos. Después de un buen rato de vagar por aquel extenso laberinto, se topó con una abertura de al menos diez pasos de diámetro, localizada en medio de una estancia plagada de frescos en mal estado. Guiado por su instinto, se deslizó por la cadena que conducía hasta el fondo del pozo oscuro y maloliente, sospechando que allí abajo hallaría lo que buscaba. Tomó una bocanada de aire fresco y oró en silencio mientras descendía con cautela sin perder de vista el disco lunar que se hacía cada vez más pequeño a medida que se lo tragaba la oscuridad.

Finalmente, el guerrero se encontró en medio de un vasto corredor de tierra, iluminado por una inquietante fosforescencia verdosa. Un silencio aterrador reinaba en aquel lugar cálido y fétido. Harib desenvainó la cimitarra y oteó con recelo los nichos oscuros, temiendo que ocultasen alguna amenaza. Un leve temblor ascendió desde los más profundo de sus entrañas al tratar de imaginarse lo que le esperaba más adelante.

El servidor del templo agradeció la presencia de aquella luz espectral, sin ella, tal vez hubiese terminado en cualquiera de las zanjas profundas y traicioneras que aparecían sin aviso en medio del camino. Sintió una incómoda picazón en las extremidades y el cuello a medida que se internaba en las profundidades de la tierra. Hacía un buen rato que había dejado atrás todo rastro de humanidad y se hallaba deambulando por una caverna baja y estrecha, plagada de estalactitas que le rozaban el yelmo y la cota escamada con uñas de piedra. Después de un buen trecho, se detuvo a recobrar el resuello y limpiarse el sudor que le irritaba los ojos. Entonces su piel se erizó al percibir el macabro murmullo que hacía eco en las paredes. Envarado, Harib aguzó el oído y se encaminó hacia la fuente de aquella conmoción. A unos cincuenta pasos descubrió un arco tallado en piedra viva que consiguió impresionarle. Se trataba de una herejía con imágenes de bestias espeluznantes que le arrugó el corazón. Por sus dimensiones, comprendió que aquella mole no había sido hecha por manos humanas. En ese momento el murmullo se convirtió en una monserga que le lastimó los oídos, un sonido impuro que reverberó entre las rocas como una marea invisible. Harib se arrastró hasta el umbral impío y observó la inmensa estancia que se abría a sus pies. Gruesas columnas de granito se alzaban desde el firme y desaparecían en la densa oscuridad que reinaba en lo alto de la caverna. El guerrero ahogó un grito de horror al constatar que aquellas moles graníticas estaban adornadas por cientos de cráneos humanos.

Ojo de piedra había perdido el sentido de la orientación a través de la penumbra fétida que le rodeaba. Desesperado, volvía una y otra vez sobre sus pasos para descubrir que no había hecho más que vagar en círculos en medio de la oscuridad. Un pánico silencioso empezaba a cobrar vigor en el fondo de su pecho, alimentando un temor indefinido que le revolvía las tripas con ansiedad. Se preguntó qué sería de Harib y el muchacho. ¿Habrían muerto esperando su ayuda? Esta reflexión terminó por sumergirle en un espiral de angustiosa frustración.

De repente sus sentidos se dispararon al advertir un siseo cerca de allí. Se irguió con la agilidad de un pantera y enfiló hacia el lugar con precaución. Se detuvo en un recodo y estudió al grupo de encapuchados que avanzaban a través de la penumbra fantasmal que reinaba en la caverna. El guerrero se deslizó aprovechando la sombra que ofrecían los muros hasta alcanzar el final de la procesión. La luminiscencia cobró fuerza tras cruzar el recodo y el servidor del templo quedó paralizado al constatar que se hallaba en una catedral subterránea. Los bruscos rebordes del granito dieron paso a unos muros lisos y profusamente tallados con escenas bestiales que apenas podía asimilar. Una bruma sucia se alzaba desde la superficie y dotaba a los espeluznantes bajorrelieves de una cualidad desasosegante. El guerrero aferró con vigor el asa del hacha, imaginando que aquellas abominaciones se despegarían del muro para destrozarle con garras y colmillos. Agitó la cabeza y elevó una oración que consiguió reconfortarle y devolverle el aplomo. Siguió el rastro de la comitiva a través de una amplia escalinata de mármol negro que conducía hacia la parte superior. Estaba a medio tramo del portal cuando escuchó un alarido desgarrador que le cortó la respiración.

Para Harib, aquel clamor espantoso parecía provenir de todos lados al mismo tiempo. Con el corazón desbocado, observó de nuevo el siniestro entorno que le rodeaba y comprendió que tal vez alguno de sus hermanos necesitaba ayuda de manera desesperada. Sin meditarlo siquiera, descendió a través de los rústicos escalones tallados en la piedra y se sumergió en la niebla pestilente que se enroscaba como una serpiente alrededor de las siniestras columnas colmadas de calaveras. Sus pasos resonaban sobre las baldosas con un eco que se multiplicaba en los silenciosos muros y permanecía colgado en el ambiente. De pronto un claro de luz verdosa se abrió en medio del bosque de pilares y Harib se encontró en un salón de planta circular que hedía a podredumbre y a otras cosas aún peores. Al principio pensó que estaba solo, pero pronto percibió una iridiscencia malsana en el extremo más lúgubre de la estancia. Con paso vacilante se acercó y sus ojos se abrieron como platos al advertir el solio que se alzaba sobre una plataforma de granito, tallada profusamente con plegarias desconocidas. Sin embargo la fascinación por aquella caligrafía curvilínea desapareció al descubrir que aquel fastuoso trono estaba fabricado con huesos humanos. El servidor del templo retrocedió horrorizado, estudiando las decenas de fémures que soportaban el peso de aquella abominación y los costillares y cúbitos que le daban forma al respaldo y a los brazos. Una hilera de cráneos sonrientes, algunos aún con cabello, remataban aquella visión de pesadilla. Un gemido agónico apartó al guerrero del espantoso trono. Harib se volvió con presteza, desenvainando la cimitarra.  

Una forma se removía en medio de la bruma que le lamía las sandalias. Una figura atormentada que se arrastraba con dificultad. En medio de la penumbra verdosa creyó reconocer al novicio.

—¡Adelvar! —gimió angustiado, corriendo hacia el muchacho. Sus pasos reverberando con brío en la gigantesca y silenciosa estancia.

Entonces la figura contempló al guerrero con ojos inhumanos, para luego hacerse polvo y mezclarse con la niebla sucia en medio de un chillido burlón que taladró los oídos de Harib.

Estupefacto, el servidor del templo lanzó una estocada hacia la bruma, provocando un coro de espeluznantes carcajadas que retumbaron por doquier.

—Sois unos necios —aquella voz cavernosa y gangosa revolvió las entrañas del guerrero—. Vuestras primitivas mentes son fáciles de manipular, tan solo la imagen de un miserable mocoso fue suficiente para haceros llegar hasta mi cubil. Como una araña atrae a su presa, así de sencillo fue arrastraros hasta aquí, cosechador de almas.

Harib apenas podía sostenerse en pie debido al súbito temblor que le castigaba los músculos. Apretó la empuñadura temiendo que la espada resbalara de sus dedos. Aun así, reunió el aplomo suficiente para volverse hacia el lugar del cual provenía la voz. Entonces el miedo cobró solidez en su interior al comprender que algo se removía en aquel solio de huesos. Un ente, descarnado y seco, que le contemplaba con un odio tan voraz y primigenio que apenas podía asimilar. Hechizado por aquellos ojillos transparentes, sintió un golpe invisible que le arrebató el aire de los pulmones y le hizo caer de rodillas.

—Las plegarias que os cubren el rostro son encantamientos poderosos, esclavo del Dios del acero —escupió con profundo rencor la criatura enclavada en el trono, señalándole con dedos sarmentosos—. Al parecer os tendré que exterminar a la vieja usanza.

Harib hizo un esfuerzo sobrehumano para erguirse y enfrentar al demonio enjuto y desnudo que le estudiaba con gesto desdeñoso. Tan solo esperaba que su hermano de armas tuviera la oportunidad de huir de aquella celada y vengar su muerte.

—¿Qué esperáis entonces, saco de huesos? —escupió con altivez, alzando la cimitarra. La hoja negra refulgía orgullosa provocando la ira del nigromante. La voz del brujo se alzó como un chillido infernal a través de la estancia y la bruma se revolvió como un mar embravecido en medio de un espeluznante clamor.  

Terk ojo de piedra había sido testigo de la aparición de Harib y también había escuchado las palabras del nigromante con atención. Estupefacto, había esperado el momento oportuno para entrar en acción, pero al ver la legión de abominaciones encapuchadas que vomitaba la niebla comprendió que no podía esperar más.

Una veintena de hojas afiladas iluminaron la penumbra del salón al caer sobre el servidor del templo. No obstante, el avezado guerrero se revolvió como un león y, con un giro, decapitó al primer atacante y destrozó el codo del siguiente. Las criaturas chillaron como hienas furiosas y recularon ante la inesperada habilidad de su contrincante. Mientras tanto, Harib había desenvainado una de las dagas para cubrirse el flanco izquierdo y se desplazaba de un lado para otro como una víbora enfurecida.

—¡Venid por mí, hijos de puta! —ladró con sorna—. Servid de ofrenda al verdadero Dios de estas tierras malditas, porque yo soy el cosechador de almas.

Los rostros putrefactos destilaban odio y recelo, temerosos de enfrentarse a las hojas sagradas del guerrero, pero el cántico que surgió de los labios marchitos del nigromante les envolvió en una furia desgarradora que les lanzó de nuevo al combate. Sin embargo el grito de batalla del servidor del templo consiguió opacar aquella barahúnda. Harib se deslizaba con agilidad sobrehumana, tajando y estocando. Las hojas enemigas le rasgaban la túnica y resbalaban contra la coraza escamada que le cubría el torso. Un latigazo de dolor ascendió por su brazo al ser alcanzado por un filo impío. Furioso, se revolvió y hendió el cráneo de la criatura, bañándose en aquel efluvio verde y pestilente. Empero, el cosechador de almas prosiguió su sagrada labor, matando y enviando al infierno a los lacayos de la bestia. Su sangre se mezclaba ya con la linfa de sus contrincantes y apenas podía sostenerse en pie en medio de los charcos oscuros y los cuerpos eviscerados de los caídos. Otro golpe le hizo perder el aliento y resbalar en las entrañas de una de aquellas herejías. Paralizado por el dolor, comprendió que el acero le había perforado el pulmón. Alzó la vista y vio los ojos hundidos de la abominación que se le arrojaba encima. De pronto, la criatura escupió un chillido y se derrumbó sobre las losas ensangrentadas con la empuñadura de una daga asomando por la nuca.

Tres lacayos del nigromante se deshicieron al ser alcanzados por los cuchillos del nuevo rival que entraba en escena. Ojo de piedra se abalanzó sobre la masa de seres embozados que acosaba a su hermano herido. Cubierto en sudor y embriagado en su propia adrenalina, el guerrero abrió un sendero sangriento en medio de aquella barrera de carne putrefacta.

El nigromante se removió impresionado en el sitial al ver cómo aquellos miserables humanos deshacían a la legión de muertos vivientes. Sus pupilas transparentes ardieron en mil colores mientras la carne flácida y gris de sus brazos y piernas empezaba a palpitar y a revolverse de manera espantosa, creciendo y latiendo como una criatura ansiosa por nacer. La cabeza se hinchó de manera aterradora y unas protuberancias óseas emergieron de su cráneo en una explosión de sangre corrompida.

Mientras esto ocurría, Terk ojo de piedra se alzaba como una isla victoriosa en medio de la sala, cubriendo a su hermano y dando muerte a cualquiera que se pusiera al alcance del hacha. Una pila de cuerpos destrozados iba creciendo a sus pies en medio de la frustración de los atónitos agresores, los cuales no podían avasallar a los servidores del templo a pesar de su número.

Entonces un alarido espantoso removió las paredes de la caverna, haciendo temblar los pilares y derrumbando las aristas de las estalactitas que pendían del techo. Las abominaciones embozadas se dispersaron como cucarachas al vislumbrar a la titánica criatura que aplastaba las losas con sus inmensos espolones. Se trataba de un titán de la altura de cinco hombres, cubierto por una piel gris y correosa que exudaba un hedor nauseabundo. Sus brazos, gruesos como troncos, estaban rematados por unas garras tan afiladas como espadas. No obstante, lo más espantoso era la cabeza de reptil rodeada por una corona de cuernos brillantes, donde refulgían unos ojillos transparentes e implacables.

—El nigromante… —siseó Harib al erguirse con dificultad, ayudado por su hermano de armas—. Se ha transformado en un demonio.

Ojo de piedra tomó una bocanada de aire mientras trataba de organizar el caos y el horror que le atenazaba. Su pecho subía y bajaba mientras estudiaba a la espeluznante criatura que avanzaba hacia ellos, haciendo crujir los cuerpos de los caídos bajo su peso.

—¿Cómo enfrentarse a semejante rival? —los pensamientos salieron de su boca de manera inconsciente.

Harib, con un hilillo de sangre burbujeando en los labios, le ofreció una amarga sonrisa.

—Con fe y acero negro —respondió en tono burlón—, como lo han hecho nuestros antepasados por miles de años.

Aquellas palabras consiguieron arrebatar una sonrisa del veterano guerrero. Su ojo de jade refulgía con ardor mientras la abominación se acercaba rugiendo como una bestia salvaje. Terk recorrió con la vista el solio de huesos y los pilares adornados con cráneos y sintió un frío en el corazón.

—Señor mío, Dios del acero —la plegaría se formó en sus labios con emoción—. Os ruego que bendigáis estas hojas y aceptéis nuestro humilde sacrificio en este nicho de malignidad.

A su lado, Harib se sostenía con dificultad, escupiendo un esputo sangriento. En ese instante, Ojo de piedra dio un respingo al ver cómo los tatuajes de su compañero empezaban a brillar con vigor. Entonces sintió un hormigueo en el rostro mientras una fuerza imposible de controlar le insuflaba las venas de energía. Ambos guerreros intercambiaron una mirada ansiosa y se arrojaron al combate.

VI

El demonio rugió con furia al ver cómo sus insignificantes rivales buscaban la protección de las columnas. Cayó sobre ellos lanzando zarpazos y haciendo temblar todo a su paso.

Harib cruzó como una exhalación y barrió los tendones de la criatura. Ésta lanzó un aullido y golpeó las baldosas lanzando a su rival contra una de las columnas. Renqueante, la bestia exhibió una ristra de colmillos afilados y arremetió contra el humano. Harib había perdido la cimitarra y se arrastraba con torpeza con una pierna lastimada. En ese preciso momento, su compañero se deslizó con agilidad bajo los fornidos muslos de aquella abominación, abriéndole un surco sangriento en la parte baja del abdomen. Un chorro de líquido corrosivo alcanzó la cota de Ojo de piedra y el guerrero aulló al sentir cómo aquella porquería le alcanzaba la carne.

El nigromante se revolvió, más con sorpresa que dolor, al ver sus tripas desperdigadas por doquier. Furioso, lanzó un nuevo golpe hacia donde su enemigo intentaba librarse de la coraza con desesperación. Sin embargo, aquel alcanzó a rodar hacia un lado al escuchar la angustiosa advertencia de su hermano de armas. El espolón de la abominación hizo añicos la columna y levantó una nube de polvo que les sumió en una repentina oscuridad. De aquí en adelante todo fue un combate a ciegas, guiado tan solo por gruñidos y golpes rápidos.  

Ojo de piedra perdió el sentido del tiempo mientras golpeaba y sajaba con impaciencia, esquivando a duras penas la lluvia de escombros y cascotes producida por la ira de la bestia. El aire viciado hacía cada vez más difícil respirar y el servidor del templo apenas podía arrebatar un poco de oxígeno en cada jadeo angustioso. Las piernas le ardían de manera inmisericorde y ya no podía sostener la segur con sus manos temblorosas y húmedas. Se dejó caer contra uno de los pilares que aún se mantenía en pie, sin energías para continuar la lucha. Sumido en un extraño sopor tardó unos momentos en descubrir que le rodeaba un ominoso silencio. El polvo se fue asentando y la visión de destrucción consiguió abrumarle. Tomó una bocanada de aire hediondo y cargado y se puso de pie con dificultad.

Entonces le vio, una figura enjuta y encorvada que se arrastraba como un perro moribundo hacia un rincón oscuro del salón. Un miedo cerval inundó los ojos del nigromante al advertir la presencia del cosechador de almas. Estiró una mano huesuda como si aquel gesto pudiera protegerle de la muerte. Las heridas infligidas por los servidores del templo se reflejaban en su cuerpo macilento y consumido.

Terk ojo de piedra, cubierto de sangre y polvo de pies a cabeza, le ofreció una espeluznante sonrisa.

—El Señor del acero os espera en el averno —exclamó con frialdad antes de hundirle el cráneo de un hachazo.

Después de realizar aquella labor, el guerrero elevó una plegaria a su Señor, dándole gracias por las almas cosechadas en aquel epicentro de maldad.

En ese instante escuchó un gemido lastimero que le partió el alma. Corrió en medio de la penumbra hasta la barrera de cascotes que habían despedazado el solio de huesos. El cuerpo quebrado de su compañero se revolvía entre las ruinas, pero los ojos aún conservaban una chispa de vida.

—Lo hemos conseguido, hermano —balbuceó Harib en medio de un esputo sangriento.

Terk suspiró con tristeza, consciente de la situación.

—Sí hermano, nuestro Dios estará exultante con semejante ofrenda— respondió.

Harib se extinguió en medio de una extraña sonrisa.

Aquella mañana, las flamas de la pira funeraria que ardían en lo alto de la fortaleza brillaron con intensidad, anunciando que los servidores del Templo Rojo habían ganado otra batalla en contra del mal que contaminaba aquellas tierras.

FIN

Descárgate gratis el ebook Amanecer Pulp 2014