Relato de Rubén García Collantes incluido en Halloween Tales 2012

Arrojaron al niño a un profundo pozo y, mientras caía agitando sus extremidades, fue engullido por las sombras.

Helen Masterson se despertó de la pesadilla.

Todo lo que había a su alcance era un borrón de sombras. ¿Dónde estaba? ¿Acaso seguía soñando?

La oscuridad la hizo agudizar sus sentidos.

Notó su nuca dolorida, el sabor a sangre en el paladar y, para colmo, parecía que un ejército de hormigas desfilaba por dentro de su cuerpo. El fuerte dolor de cabeza le vino de repente cuando intentó levantarse, su cuerpo no respondía. Helen estaba atada sobre una mesa.

Sus brazos, a ambos lados del cuerpo, permanecían inmovilizados por fuertes pretinas sobre el mueble de madera. Un leve crujir de las tablas dejaba claro que no conseguiría partirlas por mucho que se esforzara. Las piernas, el vientre y su cabeza permanecían compactos, atados por el mismo tipo de correajes. Era un insecto atrapado en una telaraña, esperando que se lo coman. Pero aquello no era parte de la pesadilla, el dolor era real, no había ninguna duda.

Pasó una eternidad, cansada e impotente intentó ordenar sus pensamientos que se mantenían dispersos por el miedo.

¿Quién la había atado? ¿Por qué no recordaba nada?

La última imagen que retenía en su memoria era el paisaje desvencijado de la iglesia de San Isidro. El abandonado edificio mantenía parte de sus muros y sus arcos, los cuales dejaban entrar la luz del atardecer iluminándolo por dentro.

Helen recordó haber llegado acompañada por el hijo de sus nuevos vecinos, Marcus Chen. El señor y la señora Chen siempre andaban de viaje a Tokio, de aquí para allá, y el joven adolescente la seguía como un perrito faldero.

Marcus era el chico nuevo del pueblo, taciturno, sin amigos y sus rasgos japoneses tampoco le abrían las puertas en aquel pueblo lleno de prejuicios. En realidad, Helen consentía su compañía porque le recordaba a su adolescencia, era como verse dentro de esos ojos rasgados de mirada tímida. Ella le entendía. Solo necesitaba una oportunidad y aquel joven llegaría a donde se propusiera.

Eso mismo le había pasado a Helen, hacía tan solo unos meses que había conseguido el trabajo como ayudante en el Museo de Historia, en Ichabod Creek. Lo había apostado todo por su sueño, tuvo que dejar a su familia, su triste vida aislada del mundo e irse a vivir a aquel pueblo recóndito de Dakota del sur. Ella tampoco conocía a nadie en Ichabod Creek y se sentía como un bicho raro. Dios los cría, y ellos se juntan, pensó Helen.

Ella le había pedido a su vecino que la acompañara hasta la iglesia. Tuvo que contarle las extrañas pesadillas que la atormentaban desde que vivía allí. Nadie podría comprenderla, solo un adolescente como Marcus podría.

Helen recordó haber bajado del coche al llegar a las ruinas, pidió a Marcus que la esperara allí y cruzó la entrada de San Isidro con paso decidido. Luego… luego todo era oscuridad. Un mar de tinieblas y un fuerte dolor de cabeza.

Ahora se encontraba prisionera en alguna parte, indefensa.

De repente algo subió sobre sus piernas. Caminaba pesado, posando una pata y luego la otra. Los suaves pasos sorteaban las correas apoyando todo el peso sobre la parte blanda de la carne. Helen sentía el calor del enorme animal que caminaba sobre su cuerpo, entró en pánico, siguió subiendo hasta llegar a su pecho y allí se quedó acechando.

Desde esa posición, entre la penumbra, Helen pudo atisbar el lustroso pelaje negro del animal. Un gato enorme, tuerto y malcarado, su único ojo color limonada la miraba con curiosidad.

Luego la espalda del animal se arqueó formando la figura de una herradura aserrada, sus garras se afianzaron sobre la carne y exhaló un fuerte bufido que salpicó de terror el rostro de la mujer.

Por unos interminables segundos, el gato tuerto maullaba sobre ella, torturándola como un demonio, hasta que algo lo distrajo. Sus músculos se relajaron al tiempo que sus orejas ondeaban el aire en todas direcciones.

Permaneció inmóvil, hipnotizado por un punto perdido en la oscuridad. Helen intentó mirar más allá de su campo de visión, pero el ardor de las lágrimas impedía enfocar la imagen. Tras un sobresalto, escuchó abrirse una puerta.

Un hedor a podredumbre entró en la celda, era un olor profundo, descompuesto, un olor a carne muerta. Helen apenas podía contener las arcadas tras la mordaza.

El gato bajó de un salto y se acercó a la puerta, comenzó a ronronear y a lanzar suaves maullidos de bienvenida a la recién llegada.

Cuando por fin se le acercó, Helen reconoció en aquella figura embozada a una de las brujas de su pesadilla. Tenía el rostro torcido y desdibujado, parecía una escultura sin terminar, llena de malformaciones y sin vida. La bruja se acercó más a la mesa. Sus manos se posaron sobre el rostro de la joven y, con un rápido movimiento, consiguió quitar la correa que le tapaba la boca.

Helen aturdida por el insoportable olor, no pudo ofrecer resistencia. De manera pausada, la bruja apoyó sus manos sobre el cuello de la cautiva y la miró fijamente a los ojos. Su boca se abrió, oscura y profunda, y de entre los labios de Helen comenzó a escapársele el aliento vital sin poder remediarlo.

Algo le había abierto una brecha en su interior, la absorbía con fruición, dejándola seca. La escena se iluminaba por el caudal de vida que se le escapa de sus labios, hasta que aquel rostro deforme comenzó a perder consistencia delante de sus ojos. Dos segundos después, la mandíbula de la bruja chasqueó haciendo castañear sus dientes en el aire y se desplomó en el suelo.

—Señorita Masterson, ¿está usted bien?

El rostro de Marcus tomaba el lugar del de la bruja. La joven Helen era ahora una mujer demacrada, de unos cuarenta años. El brillo de la juventud se le había evaporado secando su piel, diez años de vida se le habían esfumado en un instante.

—Marcus Chen —dijo Helen volviendo en sí—, estás aquí. Creí que esto era parte de mi pesadilla.

Marcus sonrió nervioso mientras le desabrochaba las correas que la mantenían presa.

—Tenía usted razón, señorita Masterson, ¡las brujas existen! —Marcus señaló el bulto jorobado que descansaba en el suelo—. Su sueño, lo que me contó sobre el aquelarre de brujas y sobre el niño… Tenemos que avisar a la policía, a la televisión… Todo Ichabod Creek debe saber qué está pasando.

Helen se incorporó entumecida, estiró sus brazos y bajó de la mesa.

—No hay tiempo, Marcus. No sabemos dónde se encuentra el niño, ni a qué nos enfrentamos. Creo que no podemos confiar en nadie. Está claro que esta criatura es parte de una conspiración que extiende sus raíces sobre todo Ichabod Creek.

»En mi pesadilla, un aquelarre de criaturas horrendas sacrificaban a un niño inocente, pero no sé dónde con exactitud. Ayer por fin conseguí que mi jefa, la directora del museo, me dejara estudiar un antiguo manuscrito donde viene información sobre aquelarres en Ichabod Creek. Hacía referencia a la iglesia de San Isidro.

—Ahora mismo estamos en la iglesia, usted misma me trajo aquí en su coche, ¿no lo recuerda?

—Lo último que recuerdo antes de perder la consciencia es que entraba en la iglesia, pero no recuerdo nada más. ¿En qué parte de la iglesia nos encontramos?

—Estamos en uno de los claustros que se mantienen en pie, cerca del patio. Cuando vi que no volvía, la busqué por todas partes, entonces fue cuando vi a ese gato gigantesco, simplemente lo seguí y... ¡Maldita sea! El gato ha desaparecido.

La linterna del muchacho recorrió la habitación sin encontrar rastro del felino. Tan solo el cuerpo inerte de la bruja les aseguraba que lo que acababa de ocurrir no lo habían soñado.

—Señorita Masterson, hoy es la noche de brujas. Como en su sueño.

***

«Bienvenidos a Ichabod Creek» rezaba el cartel a un lado de la carretera. El sol se ocultaba ya tras las Paha Sapa, las Colínas Negras, peinando con sus picos el horizonte. Douglas Ohcumgache tomaba su quinto café del día sentado en el coche policía. A su lado, Jessie, una joven uniformada de pelo corto y american optic, recogía el retrato robot que colgaba de la impresora.

—…un metro setenta de estatura, pelirroja, complexión delgada. Edad, cerca de los cuarenta. Conduce un Ford Mustang color rojo y la última vez que se la vio iba acompañada por un joven de origen asiático. Está armada y es peligrosa. Repito, Helen Masterson…

El sheriff bajó el volumen de la emisora.

—Esta noche esperaba tener que pasarla llevando a vecinos borrachos a sus casas y cerrando fiestas clandestinas, maldita noche de brujas. ¿Por qué se le ocurriría a esa mujer raptar al hijo de los Wells en una noche como está?

—Ya ve, jefe —respondió Jessie revisando la munición de su pistola—, supongo que es cosa de la luna llena. Daré aviso a los muchachos para que controlen las carreteras de acceso, no creo que demos abasto para tanto trabajo…

—Para eso nos pagan.

De Douglas Ohcumgache se decía que podía seguir el rastro de su presa a una milla de distancia. Sus afilados rasgos Cheyenne y su piel cetrina recordaban a los primeros nativos de Dakota del sur. De hecho, él provenía de una de las familias más antiguas de la región. Pero por desgracia, él era el último de su familia con vida. Una raza de hombres capaces de enfrentarse a la muerte por defender un trozo de tierra.

El Chevrolet salió disparado dejando tras él un vaso de café vacío y una estela de polvo. La sirena de policía abrió paso entre las concurridas calles de Hichabod Creek y el coche se perdió en la Gran Avenida.

***

Helen y Marcus salieron de las ruinas con el miedo metido en el cuerpo. El Mustang seguía aparcado a las afueras de la iglesia. Pronto llegaría la media noche y, según las leyendas, aquella noche los difuntos podían volver de sus tumbas para atormentar a los vivos.

Ella, como experta en historia y antropología, ignoraba que en algún lugar de Ichabod Creek se hallase alguna cueva subterránea. El poco estudio que le había dedicado al manuscrito de Van der Beer la había puesto sobre la pista de aquella iglesia y, teniendo en cuenta su primer contacto con el lugar, estaba segura de que el diario ocultaba el lugar exacto del aquelarre.

Helen miró por última vez las ruinas del templo. Un escalofrío le recorrió por la espalda al recordar el rostro deforme de la bruja robándole la vida.

—¿A dónde vamos? —preguntó Marcus

—Iremos por el Imago Maleficarum, el libro del que te he hablado. Estoy segura de que en él encontraremos la forma de acabar con esas malditas hijas de puta.

—¡Arranque, señorita Masterson, y pise a fondo! Esto es más divertido que ir pidiendo chocolatinas por el vecindario.

El Ford rugió dejando tras de sí diez años de vida y el cadáver de una bruja.

***

La central de policía había dado la orden de búsqueda y captura de Helen Masterson. El reglamento obligaba a guardar veinticuatro horas después de la desaparición para organizar una búsqueda por todo el condado. Ahora tendrían que recorrer palmo a palmo el pueblo para encontrar una pista que les condujera hacia la mujer. Su casa estaba vacía, sin rastro de la sospechosa. Lo siguiente era ir a la casa del niño desaparecido.

El Chevrolet giró en la avenida principal y llegó a una moderna construcción de tejado holandés que desentonaba con el resto del vecindario, aparcó justo en frente. En la puerta, un par de agentes hacían guardia esperando su llegada.

—¡Señor Ohcumgache, por fin! No hay rastro del pequeño, la familia está en el salón esperándole. Algunos vecinos han corroborado haber visto a la sospechosa por los alrededores a la hora de la desaparición.

—Bien, será mejor que despejen la casa, no queremos asustar a la familia. Pero antes, si no les importa, tráiganme un café bien caliente—dijo el sheriff—. Creo que será una larga noche, muchachos.

Instantes después, en el salón, el señor Wells comentaba lo sucedido:

—La última vez que vi a Enri estaba en su habitación, dormía como un angelito. Llamamos a su niñera, la señora Thomson; íbamos a ir una fiesta de disfraces. Pero… cuando la señora Thomson llegó no pudimos encontrar a Enri, así de sencillo: se lo había tragado la tierra. Es muy extraño, sheriff… hemos registrado la casa de arriba abajo y ni siquiera encontramos una ventana abierta. Emmy, la señora Wells, perdió un poco los nervios y les llamó inmediatamente. No sabemos qué hacer…

—¿Y los criados…?

—Hoy les habíamos dado el día libre, es Día de difuntos, ya sabe.

—Sí. ¿Conoce a la señorita Helen Masterson? —El señor Wells miró la foto y respondió.

—No, nunca la he visto; aunque parece que algunos vecinos vieron a una mujer pelirroja salir de la casa.

—Señor Wells, ¿podría echar un vistazo a la habitación de Enri?

—Naturalmente, permítame acompañarle.

—Jessie —dijo el sheriff soltando la taza de café—, será mejor que te quedes con la señora a ver si consigues una foto del pequeño.

Jessie comprendió que este era uno de los famosos momentos del Jefe indio. Llevaba cinco años trabajando con Douglas Ohcumgache y siempre que le pedía estar a solas con un sospechoso, volvía con el caso resuelto o con una pista que habían pasado por alto los demás agentes.

El señor Wells y Ohcumgache entraron en el dormitorio. Una pequeña cama vacía mostraba las sábanas revueltas, aún dibujaban la silueta del pequeño Enri. La habitación olía a pintura y a muebles nuevos, pero el sheriff también reconoció las evidencias de un rastro inconfundible. El hedor a bruja.

***

El despacho de Helen Masterson, en las oficinas del museo, tenía una pequeña caja fuerte oculta tras una terrorífica máscara tribal. La antropóloga recorrió la combinación con manos temblorosas y, tras el chasquido de un resorte, abrió la pesada puerta de acero. Dentro de la caja de seguridad había un manuscrito de hojas amarillentas que despedía un extraño olor a cera quemada. Sobre la cubierta, escrito en tinta roja, se podía leer:

Imago Maleficarum,
Diario del doctor
Ezequiel Van der Beer.
Año de nuestro señor de 1694

Helen colocó el legajo de papeles sobre su mesa de trabajo y se dispuso a buscar alguna referencia sobre el aquelarre.

Marcus, alucinado por los objetos clasificados en las vitrinas de su alrededor, fue dando rienda suelta a su curiosidad adolescente.

—¡Creo que he dado con algo! —dijo Helen con la vista fija en una de las páginas—. ¡Mira, Marcus! Aquí describe la escena de mis pesadillas a la perfección, es como ser la protagonista de un macabro cuento de los hermanos Grimm. Escucha esto:

»En mi pueblo natal, Ichabod Creek, fui testigo del monstruoso aquelarre celebrado a finales de octubre con motivo de una fiesta pagana de origen Irlandés, más conocida en otros tiempos como Samhain, en lengua celta, o Víspera de los difuntos.

»Mi experiencia me empujó al estudio de este suceso y a buscar la forma de poder evitar tales monstruosidades en suelo sagrado. Dentro de este libro se encuentra el poder que Dios nos otorga para evitar el horror.

“La imagen de las Brujas”, Imago Maleficarum, 1694.

»Apiádese mi memoria por tener que revivir los acontecimientos de aquella noche, la última noche del décimo mes, y el primer día de mi condena.

»Como cada año, mi familia se preparaba para las fiestas que llegarían con el ocaso. En Ichabod Creek las calles estaban atestadas de ciudadanos ebrios de felicidad y brandy, mostrando de esta forma sus respetos a los difuntos. Yo, recién licenciado aquel año de 1685, decidí dedicar mi tiempo a dar paz a mi espíritu dando un paseo hasta San Isidro, la parroquia de la colina.

»Las campanadas de la medianoche y una espesa niebla me sacaron de mis cavilaciones a la altura de la ermita. Con la curiosidad que siempre me causan las cosas sobrenaturales, y maldecido estoy por ello, decidí acercarme al ver una compaña de túnicas negras en procesión hasta la iglesia. Lo que mis ojos vieron aquella noche aún está preso en mis pesadillas…

Helen no pudo seguir leyendo, los cristales de las ventanas saltaron en pedazos por los aires y un furioso vendaval hizo bailar las páginas del diario entre sus dedos. Marcus, sobresaltado, se dio de bruces contra una pila de libros, acrecentando la avalancha de caos en la oficina. En el suelo, a escasos metros de la mesa, una manada de gatos crecía deslizándose entre los cristales rotos. Una cascada felina se dejaba caer en la habitación inundándolo todo.

Helen, de un salto, recogió el libro y subió al escritorio. En pocos segundos, la marea animal rodeaba la mesa como una isla inexpugnable. Los cuerpos de las bestias saltaban unos sobre otros formando una criatura encrespada que intentaba por todos los medios llegar hasta la mujer.

Marcus, seguido por un grupo de gatos, corrió hacia la puerta y se perdió en la oscuridad del pasillo.

Esto era una locura, pensó Helen mientras mantenía a raya a los gatos dando patadas a diestro y siniestro. De entre todos, un gran gato tuerto trepó por la repisa cercana a la mesa y Helen lo reconoció al instante. Se giró temerosa, usando de escudo el pesado manuscrito justo a tiempo. El gato saltó desde la balda y el cuerpo de la mujer se arqueó hacia atrás aguantando el embate del monstruo.

Usando sus afiladas garras, el felino se aferró al códice con fuerza haciendo perder el equilibrio a Helen. El gato tuerto y el libro cayeron al suelo sin poder evitarlo.

Lo siguiente fue un coro de agudos maullidos que se expandió desde la puerta del pasillo. Marcus Chen, usando un enorme extintor de color rojo, disparaba ráfagas de polvo químico barriendo el camino a su paso.

—¡Salte ahora! —gritó Marcus—. Yo me ocupo de ellos.

Helen, antes de que un nuevo ataque invadiera por completo el escritorio, saltó hacia la puerta.

***

Algo extraño había pasado en casa de los Wells, Jessie nunca había visto tan serio al sheriff. El viejo Douglas Ohcumgache había conseguido dar con el rastro del sospechoso, y si lo que decían de él era cierto, no pararía hasta dar con su presa.

Douglas tenía sus propios métodos de investigación, aunque Jessie sabía muy bien que nada tenían que ver con el código de reglamento; ella había tenido ya algunas experiencias al respecto. La primera vez fue con un tipo jamaicano que intentaba usar la Gran Avenida para extender su negocio de drogas. Al pobre mafioso lo hospitalizaron en coma después de quitarle de encima doscientos kilos de su «mejor material». Caso cerrado.

Las demás experiencias formaban una larga lista de maleantes y asesinos puestos en prisión, todos habían firmado una confesión de sus crímenes al mantener una charla con el indio a puertas cerradas.

El coche de policía se puso en marcha. Un nuevo aviso desde la central abría una nueva vía al caso Wells. Alguien había roto los cristales de las oficinas y hecho saltar las alarmas del museo de historia, el lugar de trabajo de la sospechosa. Tenía toda la pinta de tener alguna conexión.

La luna iluminaba el museo cuando la pareja de agentes llegaron al lugar, rodearon el edificio y se dirigieron al aparcamiento de oficinas a toda velocidad. El coche derrapó llevándose por delante a varios animales que le hicieron perder el control. La puerta trasera de servicio, que daba a la zona de estacionamiento, estaba plagada de gatos. Los había de todas las razas y colores.

—¡Que el Diablo me lleve! —exclamó Jessie abrochándose el chaleco antibalas—. Parece que el Flautista de Hamelin ha dado un concierto de los suyos.

—¡Allí está la mujer!

De la puerta de las oficinas salió un muchacho cubierto de polvo blanco. Un chorro de niebla química lo rodeaba alejando a la jauría felina de la entrada. Detrás de él, una mujer armada con una lanza africana le cubría la retaguardia.

Douglas, sin decir una palabra, salió del vehículo empuñando una recortada. El primer disparo cayó sobre el tumulto de orejas afiladas. Con movimientos mecánicos, el sheriff recargaba el arma y disparaba una y otra vez abriéndose camino a golpe de cartucho. A medio camino de la puerta, sin darle tiempo a reponer la munición, una oleada de gatos derribó al sheriff, haciéndolo desaparecer.

Jessie, que aún permanecía en el interior del vehículo, desenfundó su pistola y se parapetó contra el lateral del coche. Delante de ella parecía hervir un volcán rabioso a punto de estallar.

El rugido de furia comenzó como un murmullo desde el interior de la montaña de animales y fue creciendo haciéndola tambalear. De entre la manada surgió el sheriff lanzando gatos por los aires, su figura había cambiado, no parecía humano. Se había transformado en una bestia mitad lobo y mitad pesadilla, aulló con frenesí irguiendo su cuerpo sobre los cuartos traseros, apuntando con su hocico ensangrentado la luna llena.

El potente aullido puso punto y final a la batalla. Los gatos, enloquecidos de miedo, se perdieron entre las calles y los tejados colindantes del museo. Solo una alfombra carmesí de entrañas apiladas rodeaba a aquella criatura imposible.

Douglas Ohcumgache, o en lo que se había transformado, vestía el uniforme de agente de la Ley hecho trizas. Sus ojos amarillos lanzaban destellos de furia buscando a su alrededor y una fila de colmillos rechinaba bajo la presión de su mandíbula. Su olfato, ahora mucho más desarrollado que en su forma humana, pareció percibir algo extraño en el ambiente, un hedor familiar, repulsivo. El lobo había encontrado a su presa.

***

Un rebaño de nubes negras recorría la explanada del aparcamiento. Aún había cuerpos con vida, mutilados y desencajados, que lanzaban lastimeros quejidos desde el asfalto. Helen y Marcus habían logrado salir del museo con vida gracias a la intervención del enorme licántropo. Poco a poco, delante de sus propias narices, el enorme lobo fue transformándose en el último Ohcumgache vivo de Ichabod Creek. Nada quedaba de su camisa, excepto un trozo de tela hecha jirones de donde colgaba su brillante placa de latón, aún tenía la cartuchera y los pantalones que se habían adaptado sin problemas a su antigua forma humana. Este era el secreto del viejo indio, otro misterio oculto entre las podridas raíces de las Black Hills.

Al otro lado, tras el Chevrolet, Jessie sostenía su arma reglamentaria apuntando al frente.

Helen y Marcus soltaron las improvisadas armas y levantaron las manos en una postura cómica.

—Tranquilízate, Jessie —dijo el sheriff recobrando las fuerzas—. Te lo explicaré todo más tarde. La señorita Helen Masterson no es ninguna delincuente.

—Ni raptó al niño de los Wells, ya lo sé. ¿Acaso pensabas que te dejaríamos meter tu hocico de perro en nuestros asuntos? —Jessie lanzó una carcajada—. Será mejor que te apartes, nunca hemos querido someterte a nuestro antojo, Douglas Ohcumgache, pero si me obligas atravesaré tu jodido cuerpo de piel roja con una bala de plata.

El sheriff dio un paso atrás. El arma que lo apuntaba siguió su movimiento con precisión magnética.

—Estas personas no entran en el pacto que tenéis con las brujas. Si nos matas, el concilio no podrá ocultar la evidencia y los federales vendrán como moscas. No queremos mancharnos las manos con más sangre inocente, ni queremos que decidáis el destino de Ichabod Creek. Esto se ha acabado.

—¡No seas hipócrita, viejo estúpido! Ya tenemos las manos llenas de sangre desde que aceptamos entregar al primero de los niños. El sacrificio es necesario para apaciguar el hambre de Yggut el Gusano, esta vez se nos ha ido un poco de las manos, pero dentro de unos meses nadie se acordará del niño de los Wells... ni del viejo policía.

Helen y su joven vecino permanecían expectantes a la espera de un trágico final. Ellos serían parte de la conspiración de un pueblo maldito si se rendían a las amenazas.

—¡No lo permitiré! —sentenció el sheriff—. Esta noche no se cometerá ningún asesinato en Ichabod Creek. Tenéis que devolver al niño o…

El disparo impactó en el pecho del indio, atravesándolo como si fuera un muñeco de trapo. Pero antes de caer, le dio tiempo a desenfundar su pistola y apretar el gatillo. Los dos policías cayeron al unísono. Helen corrió hacia el sheriff que se retorcía de dolor en el suelo. El orificio en su pecho dejaba ver el asfalto de la carretera.

—Huid de esta tierra maldecida —dijo Douglas en el regazo de la mujer—. No hay tiempo que perder, después de media noche no habrá quien las detenga. Son parte de nuestra condena, parte del ciclo. Debéis huir y olvidar este lugar…

—No se preocupe por nosotros, sheriff. Lo llevaremos a un hospital, pediremos ayuda. Necesita un médico.

El rostro del indio se contorsionó hasta formar un tótem tallado en roble. La herida mortal comenzó a regenerarse.

—Tranquila, una simple bala de plata no puede acabar con un Ohcumgache habiendo luna llena en el cielo. Es un poco más complicado.

Helen, sorprendida de la milagrosa curación, no escuchó acercarse a Marcus que dijo en voz baja:

—La otra policía está muerta, ha sido increíble… Por cierto, señorita Masterson, mire lo que he encontrado.

Entre sus manos sostenía el diario, el legado de Van der Beer.

***

«En las catacumbas de San Isidro moran las brujas. Desde siempre han habitado las profundidades de Ichabod Creek, pues siempre han existido en la sombra.

Antes de que el hombre blanco llegara al nuevo continente, estos seres diabólicos mantenían tratos con el Demonio. Pero sus poderes solo son efectivos al “final del verano”, en el Samahin, a partir de la media noche.

El acceso a su cubil está en las catacumbas de San Isidro, bajo el campanario, los ángeles guardan la muerte…».

Según el diario del doctor Ezequiel Van der Beer, las brujas custodiaban la entrada a una terrible pesadilla. Helen pensó en las últimas palabras del sheriff y su ayudanta. Hablaban de un pacto, del rito… pero también mencionaron a un tal Yggut. Algún tipo de deidad primigenia que aguarda latente bajo las profundidades de Ichabod Creek, este misterio estaba lleno de incógnitas. No había tiempo para esclarecer cada pasaje del diario. El tomo, embutido en un caos de apuntes manuscritos y sin referencia de orden, recapitulaba cientos de páginas quebradizas; algunas de ellas ilegibles o en lengua muerta. El libro en sí era un acertijo entre arenas movedizas.

La antropóloga, sentada en la parte de atrás del coche, buscaba con desesperación alguna clave que desvelara la forma de terminar de una vez por todas con la cadena de crímenes.

El vehículo conducido por el sheriff derrapó sobre la curva. La carretera que serpenteaba hacia las afueras del pueblo los conduciría a las ruinas. Pero algo hizo que aflojara la marcha…

—Mirad eso —dijo Marcus desde el asiento del copiloto—. Creo que llegamos justo a tiempo.

Sobre la colina, al final del camino, la Iglesia proyectaba una aurora fantasmal de luz verde y esmerilada. La primera campanada de la torre levantó el vuelo de los cuervos. La hora de las brujas había llegado.

Ohcumgache volvió a pisar el acelerador poniendo rumbo hacia la iglesia de San Isidro.

Al llegar detuvo el coche frente a la arcada principal.

—Será mejor que nos preparemos, muchacho. ¿Sabes usar un arma?

—Supongo que podría pilotar un F-15 si me dejaran.

Cuando Helen salió del coche, Marcus ya se había colocado un chaleco antibalas y un casco antidisturbios, sobre la cadera llevaba una pistola y entre las manos sujetaba una escopeta de 18 pulgadas con bandas de cartuchos que le cruzaban el pecho.

—Esto no es un videojuego, Marcus. Aquí podemos morir de verdad, esta vez será mejor que no me acompañes.

—Señorita Masterson, no dejaré que esos monstruos hagan daño a mi vecina favorita. La acompañaré al infierno si es preciso. Además, creo que está muy equivocada, esto se parece más a un videojuego que a una conferencia de Historia en el museo.

—Será mejor que se coloqué el equipo, señorita —le ordenó Ohcumgache—, y mire bien dónde apunta. No quiero que me pegue un tiro por equivocación, tendría que devorarla.

***

El grupo de héroes se abrió paso entre los escombros del interior de la iglesia. Sobre el suelo, una telaraña de sombras los conducía hasta el campanario. Helen recordó que la última vez que pisó la iglesia acabó siendo prisionera de las brujas, esta vez contaba con la ayuda de un muchacho armado hasta los dientes y un policía capaz de convertirse en lobo. La cosa iba mejorando.

La reja que daba al interior del campanario permanecía abierta. Bajaron por una escalera de caracol hasta las catacumbas, un amplio pasillo cubierto de lápidas a ambos lados. Solo el ruido de sus pasos rompía el silencio sepulcral.

Recorrieron el largo pasillo iluminado por un par de linternas hasta que dieron con un sólido muro que les cortaba el paso. Parecía estar construido con la misma piedra que tapiaban los nichos, con la diferencia de que su superficie no estaba cubierta de polvo y telarañas.

—Tiene que haber una manera de pasar al otro lado —sentenció el sheriff—. Puedo oler el asqueroso aroma de las brujas a través de la pared.

— ¿No pone nada en el libro, señorita Masterson?

—No sé… tal vez —respondió Helen—. Esto no es la última página de los crucigramas donde te vienen todas las respuestas. Tal vez podamos derribarlo.

—No, es demasiado grueso, ni siquiera le haríamos mella —dijo el sheriff.

—Estoy segura de que tiene que haber un mecanismo para quitarla de en medio, algún resorte —Helen posó sus manos sobre todos los bloques de piedra que salpicaban la pared—. Buscad por ese lado, no hay tiempo que perder.

Las tumbas estaban cerradas con lápidas de mármol, sobre su superficie cincelada recorrían los nombres de las familias más antiguas de Ichabod Creek. Mientras Helen leía aquella larga lista, creyó escuchar un murmullo. Miró a su alrededor. A ambos lados, un sinfín de escenas bíblicas talladas en piedra rodeaba las tumbas y parecían enroscarse con cada movimiento de la linterna. Acercándose a una de las losas escuchó con claridad aquel susurro, el ruido de unos huesos secos sobre la roca.

—Marcus —El joven la miró con interrogación mientras ella le señalaba las lápidas—, creo que hay algo aquí detrás. Escucha…

La losa emitió un golpe que abrió una fina grieta sobre la piedra.

El segundo golpe abrió el nicho desde su interior como una cáscara de huevo.

—¡Atrás! —gritó el sheriff encañonando al cadáver que salía del hueco abierto en la roca.

El fogonazo del arma iluminó el pasillo y esparció los despojos de la criatura en el interior de su tumba

Segundos después, una siniestra orquesta de huesos golpeaban todas las lápidas abriendo grietas en el mármol y dejando escapar a sus huéspedes.

La escopeta de Marcus abrió un abanico de huesos molidos y cráneos reventados mientras el sheriff disparaba su revólver. Los esqueletos se agrupaban en el pasillo desfilando hacia ellos como un bosque de ramas secas movidas por un huracán.

Entre los disparos a bocajarro y los gritos espectrales que rayaban la locura, Helen reconoció una voz. La voz de un hombre, la conocía de algún lugar remono, tal vez un sueño o una película, una entonación pasada de época… Ya está, pensó Helen, es la misma voz que se reproduce en mi mente mientras leo el Imago Maleficarum.

Sí, Ezequiel Van de Beer le susurraba un mensaje desde la memoria:

Mortem… Angeli custodiunt mooortem…

«Los ángeles guardan a la muerte» tradujo la antropóloga en un acto reflejo.

—¿Los ángeles…? —repitió Helen.

Los disparos pararon por un instante. Ambos tiradores se habían quedado sin munición, recargaban el arma sin perder de vista la hueste de muertos que los rodeaba. De repente, un aullido surcó la fila de calaveras, un esqueleto saltó precipitándose sobre el muchacho, sin darle tiempo siquiera a cerrar la corredera de la escopeta. El cadáver apresó al sorprendido Marcus como lo hiciera un gorila salvaje, usando sus brazos y piernas.

El arma salió despedida, mientras al fondo, los demás cadáveres comenzaban a acortar las distancias.

Marcus rodó por el suelo en un abrazo mortal con su atacante, se mantenía alejado de los mordiscos que le golpeaban el casco y las protecciones. El sheriff se acercó a su lado, apoyó el revólver contra el cráneo del cadáver y apretó el gatillo, dejando el cuerpo decapitado sobre el muchacho.

—¡Los ángeles, los ángeles! —gritó Helen a sus espaldas.

Ambos miraron a la mujer sin saber a qué se refería, un ejército de zombis les acosaba y ella se ponía a gritar palabras incomprensibles como una loca.

Marcus alejó el cuerpo de una patada y recuperó su arma antes de que un par de resucitados intentaran apresarlo.

El muchacho, tras recargar el arma a toda velocidad, abrió fuego contra los muertos. El sheriff disparaba con precisión a aquellos que escapaban de los cartuchos de su compañero, pero era imposible acabar con ellos. Habían gastado casi toda la munición y los cadáveres derribados volvían a resucitar, volviendo en pocos minutos a la lucha.

El último de los Ohcumgache sabía que si liberaba a la bestia de nuevo, en un espacio tan reducido, no podría controlarla. Estaban atrapados.

—¡Entrad de una maldita vez! —gritó Helen—. No puedo estar así todo el día.

Las manos de la mujer presionaban el rostro de un querubín esculpido entre las escenas de piedra, el cual se hundía bajo la superficie de la pared bajo la presión. Al fondo, el túnel continuaba sin ningún muro a la vista.

***

Douglas Ohcumgache guió al grupo en el laberinto de túneles subterráneos hasta la sala de Aquelarres, aunque el viejo indio nunca había estado en la ciudad de las brujas, el intenso hedor se centraba en una única dirección.

La caverna recordaba al interior de una ballena gigante. En su bóveda horadada, un rayo de luna iluminaba la pavorosa escena que se repetía en las pesadillas de Helen noche tras noche.

Un grupo de brujas, de pieles blanquecinas y vestidas con túnicas negras, brillaba bajo el chorro de luz. De sus rostros cubiertos por las capuchas sobresalían largas narices con forma de tubérculos. Más de una centena de figuras embozadas formaban el grueso anillo que rodeaban el foso. Un ojo ciego en el centro de la sala capaz de tragarse a un tren de mercancías.

El llanto de un niño era acallado entre las voces de las hechiceras, un cántico ritual necesario para el rito del sacrificio. El niño aún seguía con vida.

El primer disparo las sacudió como un panal de abejas. Marcus y el viejo indio descargaban sus armas sobre la comitiva de brujas, gritando y manteniéndose uno al lado del otro.

—Allí tienen al niño de los Wells —señaló el indio—. Será mejor que os alejéis de mí. Intentaré llamar su atención, no quiero haceros daño, para la sangre de los Ohcumgache todos sois enemigos.

Dicho esto, el sheriff enfundó su pistola y corrió hacia las brujas. En una de las zancadas se zambulló en el aire, transformando su figura en una enorme bestia antes de tocar el suelo. De otra zancada se abalanzó sobre la cabeza de una de las brujas, sacudiéndola entre sus fauces de lobo. Luego lanzó el cuerpo a un lado y golpeo a otra desgarrando sus entrañas apolilladas y haciéndola girar por los aires. Luego a otra, y a otra más, hasta que el círculo fue perdiendo consistencia. Varías brujas intentaron sujetar al lobo clavando sus garras sobre él, agarrándolo por el cuello, pero nadie podía poner freno al asesino de brujas. Una tempestad de rabia destrozaba y masticaba con frenesí.

La pareja de vecinos aprovechó el desconcierto para llegar al niño. Enri Wells lloraba sobre una roca al borde del precipicio.

—Atrás, no os acerquéis al niño —dijo una de las brujas, su porte era diferente, superior—. Ya es demasiado tarde, el rito ha llegado a su fin y Yggut espera su sacrificio.

—No —contestó Marcus Cheng apuntando a la matriarca con su escopeta recortada—. Deja que nos llevemos al niño o juro por Batman que te reviento esa cabeza deforme que tienes.

De entre las piernas de las brujas, una sombra tuerta saltó hacia el joven. A mitad del trayecto, la descarga del arma lo cambió de dirección arrojando los restos del enorme gato al abismo.

—No estoy de broma —continuó Marcus.

La tensión del disparo había congelado el tiempo. Del pozo comenzaron a salir centenares de gorgojos, diminutos insectos que brillaban bajo la luz de la luna que trepaban hasta el borde y se desperdigaban en estampida por el suelo de la cueva.

Un rugido, salido de las profundidades, sacudió la túnica de la bruja, su rostro era una máscara digna de Halloween. Algo se removía furioso allá abajo y sacudía la tierra haciendo temblar sus entrañas. El niño no paraba de agitarse sobre la roca, llorando y sintiendo por primera vez en su vida el miedo a la muerte.

—Yggut, reclama lo que le pertenece…

Diciendo esto, la bruja extendió sus garras hacia la inocente criatura. Marcus apretó el gatillo y una lengua de fuego salió del cañón atravesando la túnica negra. Dentro del hueco abierto entre las costillas, se veía su corazón inmortal y palpitante de la arpía.

—Con eso no lograrás nada, solo anticipar tu muerte.

La manta de insectos, algunos dotados de alas, atacaron a Marcus en oleada. El muchacho descargó el arma al aire perdiendo el control y cayendo al suelo.

Helen, con la mirada puesta aún en la horrenda criatura que reía con el pecho abierto, recordó algo del libro:

«Dentro de este libro se encuentra el poder que Dios nos otorga para evitar el horror»

—Dentro del libro.

La encuadernación del libro crujió antes de separarse de sus costuras, bajo de la piel gastada había un espejo de plata que reflejaba su rostro: el legado de Van der Beer. Ya lo decía en el título de sus memorias, Imago Maleficarum, La imagen de las brujas; su reflejo.

Helen encajó las piezas en su mente. Era algo irónico, el poder secreto contra el terror de leyenda era un ordinario objeto que se podía encontrar en cualquier hogar del mundo.

La superficie pulida del espejo resplandeció entre sus manos, la bruja que se había reflejado a sus espaldas acababa de estallar fulminada por una descarga eléctrica.

—¡Cielo Santo! —exclamó Helen.

Sin perder tiempo en comprender aquello, se colocó el espejo a la altura del pecho y comenzó a girar sobre sí misma, describiendo un círculo que reflejaría toda la estancia en pocos instantes. La traca de explosiones comenzó alrededor de la cueva como los fuegos artificiales del cuatro de julio; las brujas desaparecían en estallidos de luz y todo se llenó de cenizas bajo el llanto de un inocente niño.

***

El caos duró solo unos minutos, Ezequiel Van der Beer había guiado a su protegida hasta el aquelarre, la había prevenido entre sueños, incluso había puesto en sus manos el arma necesaria para ganar la batalla. Helen no se sentía para nada una heroína, más bien una marioneta en manos de un fantasma, pero se sintió aliviada al ver el pequeño cuerpo desnudo de Enri Wells agitándose sobre la piedra. El niño se encontraba a salvo, igual que su vecino Marcus, que en ese momento se quitaba la capa de molestos bichos que lo habían intentado asesinar y que habían perdido el entusiasmo. Incluso su juventud robada había vuelto a ella tersando su piel y dejando como precio un mechón ondulado de canas plateadas.

Pequeños montículos de ceniza quedaban como recuerdo del concilio de hechiceras. En lo más profundo de la cueva, rodeado por una duna grisácea, se encontraba el sheriff Ohcumgache. Parecía exhausto, su cuerpo, ahora humano y casi desnudo, estaba cubierto de cicatrices que poco a poco se iban cerrando.

—¿Se encuentra usted bien, señor Ohcumgache? —preguntó Helen desde la otra punta.

—Necesito un momento para descansar, nunca he estado tan cerca de mis…

Pero el viejo indio no terminó la frase, otro temblor de tierra hizo que se incorporara de inmediato y corriera hacia sus compañeros.

Aquella sacudida duró más que la anterior, Helen tomó al niño entre sus brazos y, siguiendo las indicaciones del indio, se dirigieron a uno de los túneles que accedían a la sala del pozo.

Corrieron por un pasadizo empinado, interminable, iluminando el camino con la débil luz de una linterna. A sus espaldas escuchaban el grito desgarrador de Yggut, el dios Gusano, un sonido que hacía temblar el suelo y abría grietas en las paredes, cayendo una lluvia de polvo y arena sobre la comitiva.

—No lo lograremos —dijo Ohcumgache—. Siento su fétido olor pisando nuestros talones.

—Dejemos que se acerque y le enseñamos de lo que somos capaces —respondió Marcus poco convencido de sus palabras.

—Helen, entrega al niño a sus padres. Solamente a ellos, no te fíes de nadie, y llévate a este loco de aquí—El sheriff le dirigió una sonrisa a Marcus que agachó la cabeza algo avergonzado—, no tendremos ninguna oportunidad si nos alcanza a todos juntos. No sé cómo te las apañaste con las brujas, pero esto es diferente. Yggut es un espíritu poderoso, un ser tan fuerte que ni siquiera las brujas podían hacer nada contra él, solo lo mantenían alimentado con sacrificios cada noche de Halloween.

—Pero si nadie puede luchar contra esa criatura, ¿qué piensas hacer tú?

El viejo indio agachó la cabeza, sus arrugas se ondularon sobre su rostro tranquilo.

—Hoy es la noche de los difuntos, no estaré solo. Sé que mis antepasados no me dejarán en la estacada. Conseguiré que ganéis tiempo, lo suficiente como para que podáis escapar de aquí y poner al niño a salvo. Tal vez no nos veamos más en esta vida, has sido muy valiente llegando tan lejos. Ahora, deja que encuentre la paz luchando contra el Gusano, será un honor morir en la batalla.

El rugido tronó más cerca, el fétido olor descompuesto llegó hasta ellos desde el túnel. .

—¡Corred! —La tierra tembló.

No fue necesario que insistiera el sheriff. Marcus, seguido de Helen y el niño, corrieron por la empinada cuesta en busca de la salida. Antes de perderse en las sombras, Helen pudo ver como Douglas Ohcumgache, sentado sobre el suelo con las piernas cruzadas, esperaba a su enemigo sereno y erguido. Aquella fue la última vez que vio al sheriff.

El grupo dejó atrás los temblores y el hedor a muerte, pronto sintieron el aire fresco que les daba fuerzas para seguir. Habían llegado al final del túnel y los primeros rayos de luz señalaban el camino. La salida daba hasta el antiguo cementerio de Ichabod Creek, situado cerca del pueblo. El túnel permanecía oculto tras una oxidada reja dentro de panteón familiar. Helen siguió a Marcus hasta cielo abierto.

—Por fin estamos a salvo —dijo Marcus dejándose caer de rodillas sobre la hierba que cubría el terreno sagrado—. Esto ha sido una pesadilla.

Helen miró al bebé que sostenía entre los brazos y dejó escapar una sonrisa.

—Sí, una pesadilla muy real.

Los ojos de la mujer se llenaron de lágrimas.

—¡Helen, mira! No te lo vas a creer. Mira de donde hemos salido.

La joven volvió la vista hacia atrás, un rayo de sol iluminaba el arco de entrada del mausoleo tallado en roca, unas palabras talladas sobre una placa de mármol devolvieron la sonrisa a la cansada antropóloga.

Ezequiel Van der Veer
1667-1695
Requiescat In Pace

Vita imago mortem

Las brujas de Ichabod Creek, la raíz podrida. Autor: Rubén García Collantes (Salino). Relato incluido en Halloween Tales 2012. Ebook Gratuito