W. La última voluntad del hermano siamés.Por Rubén García Collantes «Salino». Relato incluido en Halloween Tales 2013
Vernon y yo nos parecíamos como un reflejo el uno del otro. Sin embargo, en nuestro interior, éramos extremos opuestos. En una escala cromática, Vernon era negro y yo era blanco. En una escala de valores, Vernon era el malo y yo era el bueno.
Me llamo Víctor Dimaggio y no siempre fui una sola persona.
Vernon y yo nacimos unidos, gemelos siameses. Durante tan solo unas semanas, nuestros cuerpos formaron una isla indivisible, una sola orilla. Nacimos uno a la espalda del otro, repudiados y a la vez protectores de nuestra otra mitad. La misma sangre circulaba por ambos corazones siendo un mismo ser, un circuito cerrado y retroalimentado. Si su corazón fallara, el mío aún podría mantenerlo con vida y a la inversa, es lo que nos contó nuestra madre.
El mismo día de nuestro nacimiento, una complicada operación en la capital dividió nuestros cuerpos para siempre. Desde entonces, un lazo elástico e invisible nos ha conectado como un cable telefónico. Algo inexplicable, pero en Crimson Crane, el pueblo donde vivíamos, sucedían cosas mucho más increíbles.
Nuestra infancia siguió el mismo camino hasta la adolescencia. La escuela, nuestra casa, la tumba de mi padre, el pantano y una serie de imágenes que con el paso del tiempo mi cerebro ha almacenado en el desván de los olvidos. Más tarde nos separamos, teníamos diferentes metas en la vida. Extremos opuestos.
Yo marché al norte del país tras la muerte de mi madre, la única que nos quedaba después de fallecer mi padre, el reverendo Reginald Dimaggio. Salí en busca de una mejor educación, de una vida fuera de Crimson Crane, alejado de la sombra de mi hermano; lo más lejos posible de las leyendas y supersticiones que se habían convertido en parte de su religión. Vernon, como era normal en él, optó por lo opuesto. Crimson Crane, aquel pueblo maldito repudiado por la mano de Dios, se convirtió en su tumba.
Desde que me alejé de allí, el lazo que nos unía permaneció enterrado con los demás recuerdos de mi infancia. Esta historia que dejo escrita también será almacenada en el olvido, etiquetada como material peligroso. Nunca más hablaré de ello.
Capítulo I. Lleno de polvo y telarañas
El abogado de la familia se puso en contacto conmigo tras la muerte de Vernon. Mi difunto hermano me había dejado en su testamento algunas tierras y las escrituras de nuestra antigua casa. Me preocupaba, en el fondo, no haber recibido noticias suyas; para bien o para mal, él era mi única familia.
El camino de vuelta a Crimson, una de las provincias más al sur de Massachusetts, lo hice en mi destartalado Buick Skylark de los setenta. Tres días de viaje por la interestatal atravesando la capital del estado.
Al dejar Boston a mi espalda, una extraña sensación me revolvió las tripas. No era nerviosismo, más bien era un sentimiento de temor. Tenía miedo de lo que pudiera encontrar en el funeral de Vernon o tal vez de que ese algo me encontrara a mí.
Cada tramo que me acercaba a Crimson Crane me transportaba en el tiempo a un lugar de la infancia, a ese desván en la memoria lleno de polvo y telarañas.
El paisaje se volvió denso a través de las carreteras comarcales. Un lugar lleno de retorcidas raíces, puentes de piedra y el inquietante graznido del chotacabras. Los fantasmas del pasado despertaban mis recuerdos. Crimson Crane era un cementerio donde los secretos se sepultan bajo el limo de sus ciénagas; un paréntesis en el tiempo y en la realidad.
Al anochecer crucé el largo puente sobre el río Sicoro, siempre entre brumas. El camino me señalaba la entrada al pueblo.
A pesar de ser un día festivo, recordé que en Crimson Crane, la Noche de los Difuntos no era motivo de celebraciones, más bien un ritual de luto basado en antiguas ceremonias paganas, donde todos rememoraban a sus familiares perdidos. Aun así, vi a varias personas disfrazadas tras las ventanas de sus casas, curiosos al ver un nuevo visitante en el pueblo o, tal vez, enterados del motivo que me traía al pueblo.
Crucé la calle principal aturdido al comprobar que nada había cambiado en mi ausencia. Las mismas tiendas, la misma iglesia cerca del cementerio, la vieja biblioteca que ahora parecía haber menguado en la soledad de la noche. Todo seguía allí, hasta la magia que llenaba de matices cada palmo del terreno, como si en cualquier momento fuera uno a despertar de un sueño extraño y estremecedor. Pensando en ello, las primeras gotas de tormenta me dieron la bienvenida a casa.
El reloj de la iglesia marcaba las siete de la tarde cuando reservé habitación en el Royal Hostel, un museo dedicado a la pesca que alquilaba las habitaciones de la segunda planta. El recepcionista, un hombre barbudo que vestía camisa de cuadros, me entregó la llave de la habitación sin preguntarme cuánto tiempo estaría. Ni siquiera tuve que mostrarle documento de identidad alguno para firmar el registro. Así era Crimson Crane, nadie hacía preguntas. Todos sabían mantener la boca cerrada.
Estaba decidido a darme una ducha, descansar un poco e ir a mi antigua casa, donde desde hacía tres días estaba el velatorio. Sin embargo, estaba tan cansado del viaje que después de beber una copa caí en un profundo sueño.
Raíces sinuosas, costuras invisibles. Sentí que algo se introducía por mi espalda usando la cicatriz de nacimiento como entrada. El intruso recorrió mis nervios con espasmos intermitentes. Pequeñas hebras tuberculosas anidaron en mis pulmones, trayéndome con su roce el olor a cieno en el paladar. Cientos de ramales expandieron su cáncer, despertaron el sentido perdido que me unía a mi otro lado, a Vernon. Escuché su voz como la primera vez antes de nacer.
—Hermano…
En el sueño estoy dentro de un coche, el aire entra por la ventanilla hondeando mi espesa barba. No se trata de mí, sino de Vernon. Soñaba sus recuerdos.
Voy a gran velocidad. Dentro de mí arde el whisky destilado del pantano creando formas borrosas que se apartan de la carretera hacia ambos lados. A mi derecha hay una mujer joven, de rasgos orientales. Sus gritos me dan dolor de cabeza. Ella grita y grita, está asustada por algo que he dicho. No acepta mis planes de futuro, ella no sabe lo importante que es mantener la tradición. La odio por intentar traicionarme… El sentimiento me retuerce las entrañas en un ataque de celos. Todo se vuelve confuso. Forcejeamos.
El coche se sale de la carretera y un fuerte impacto me sacude hacia delante. Mi cuerpo se eleva hasta el techo de la cabina, ingrávido; el coche cae desde el puente de piedra hacia las aguas heladas del río.
La muerte entra en mis pulmones mientras miro por última vez mi reflejo en el retrovisor. Parezco un demente, mis ojos salen de sus órbitas traspasando el cristal del espejo. Una sonrisa macabra contorsiona mis labios helándome las tripas.
El teléfono de la habitación en el Royal Hostel sonó sobre la mesilla, despertándome. La chica, en mi sueño, gritaba desde el asiento del copiloto.
Capítulo II. Bienvenido a Crimson Crane, le estábamos esperando
La habitación alquilada olía a humedad. El letrero de neón iluminaba el escaso mobiliario, sus letras invertidas se dibujaban sobre las sábanas. Había tenido una pesadilla.
Me levanté con un tremendo dolor en la espalda a la altura de la cicatriz. Según mi reloj eran más de las diez de la noche. Alguien me había llamado a la habitación, seguramente sería parte del sueño, pero de todas formas llamé a recepción por si habían dejado algún recado.
Mientras esperaba a que alguien cogiera el teléfono, un enorme sapo infló su papada venosa bajo el quicio de la ventana abierta. Se tomó un segundo para mirarme antes de lanzarse a la calle desde el segundo piso. Nadie contestaba en recepción.
Me terminé de vestir y me dispuse a ir al funeral. No sabía nada de la vida de Vernon, tal vez estuviera casado o tuviera pareja. El abogado que me llamó dándome la noticia de su muerte tampoco me dio mucha información. Solo sabía que mi hermano había muerto en un accidente de coche y que yo era el único incluido en su testamento.
Abajo, en el recibidor del museo de pesca, alguien me estaba esperando.
Era un hombre de rostro serio y amable, su piel parecía modelada en cera y sus ojos, dos mechas apagadas embutidas en sus mejillas, se alegraron al verme bajar las escaleras.
—Señor Dimaggio, soy Edward Halloway, el abogado de su difunto hermano. Bienvenido a Crimson Crane, le estábamos esperando.
—Encantado, señor Halloway. ¿Ha dicho «estábamos»? —pregunté buscando con la mirada a su alrededor.
—Bueno, ya sabe. Crimson Crane es como una gran familia.
Insistí en llevar al señor Halloway en mi coche. Él aceptó gustoso, pues la lluvia no dejaba de apretar. El antiguo hogar de los Dimaggio estaba en la zona este del pueblo, donde lindaba con los marjales y el laberinto cenagoso de los pantanos. La tormenta comenzaba a acercarse acribillando los cristales del Buick en el camino hacia la casa. Debí haberme dado cuenta de que el cielo negro e igual de cenagoso que mi pasado, anunciaba lo que estaba a punto de ocurrir. Sentía de nuevo ese revoltijo en las tripas que me acompañaba desde Boston. Era normal que estuviera asustado después de tantos años sin ver a mi hermano. Pero lo que de verdad me helaba la sangre era tener que ver su cadáver. Después de tres días no sería nada agradable y menos, si el cadáver en cuestión, se trataba de mi hermano gemelo. Un retrato de tu propia muerte.
No me planteé en preguntar el porqué de tantos días de velatorio, recordaba fugazmente que en Crimson Crane el luto era una ceremonia complicada y con sus propias pautas. No tardaría en rememorar las ceremonias, pensé al divisar mi antiguo hogar en la última curva del camino. Allí estaba Vernon esperando.
La casa había envejecido sin ningún mantenimiento. El musgo trepaba por las paredes de madera dotándolas de piel verdosa y arrugada. El tejado, en algunos puntos de la casa que parecía en desuso, mostraba agujeros que dejaban entrar cataratas espectrales de agua.
Los ventanales que daban al salón estaban iluminados tras una gruesa capa de suciedad. Apenas se distinguía nada del otro lado, figuras alargadas se mecían formando las difusas sombras de un bosque en movimiento. Desde su interior, una melodía se elevaba entre los truenos y el azote del viento, parecía un coro de voces. Sí, estaban cantando.
El señor Halloway y yo salimos del coche en dirección a la entrada. Al escuchar un pesado golpe de tambor a nuestras espaldas, me volví en un acto reflejo impulsado por los nervios. Era algo increíble, un sapo de gran tamaño había caído del cielo. Sus azuladas vísceras se desparramaban sobre el capó del Buick. Era algo horrible. Luego cayó otro sobre el cristal con un crujido astillado, seguido por tres más que tamborilearon en los escalones del porche. No podía creerlo, había escuchado hablar de sucesos parecidos, pero nunca los había visto con mis propios ojos. De repente, la lluvia de sapos cayó sobre nosotros como una plaga divina.
El señor Halloway corrió hasta la puerta buscando refugio y yo le seguí, aturdido por los golpes. En plena carrera, tropecé con los restos de los desperdigados camicaces y caí de bruces sobre el barro. Me levanté de un salto, intentando recuperar el equilibrio, y pasé el umbral de la vivienda a toda prisa. Fuera, bajo la plaga, se formaba una tupida alfombra de ancas y sangre que palpitaba con los últimos estertores de las criaturas.
—¡Por todos los Santos, esto es un milagro! —exclamé sacudiéndome los restos de fango de los pantalones.
—Es realmente algo fuera de lo normal —dijo Halloway con la única expresión de su rostro—, pero esta noche pueden suceder cosas extraordinarias. Me temo que tendrá que cambiarse de ropa, señor Dimaggio. Supongo que no tendrá problema en encontrar algo de su talla en casa de su hermano gemelo. Su habitación está por allí, al final del pasillo. Nosotros le esperaremos en el sala principal. Pronto será medianoche y… no es cuestión de hacer esperar a los invitados.
—Sí, será mejor que no me presente así en el velatorio. No quisiera causar una mala impresión. Si me disculpa...
El señor Halloway se alejó por el pasillo lleno de sombras. Entonces escuché de nuevo el coro de voces. Se escuchaba con claridad desde el otro extremo de la casa. Parecía recitar un idioma extraño, lleno de eses y zumbidos, una oración repetitiva, escalofriante. Al poco rato, las voces se callaron y su silencio dio paso al golpeteo de los sapos lanzados contra el tejado, los cuales amenazaban con derribar la casa.
Capítulo III. Natsuky
La habitación de Vernon era el antiguo dormitorio de mis padres. La misma cama de matrimonio tallada en madera, el armario a juego, el espejo de cuerpo entero con tallas de enredaderas. Busqué entre los cajones algo que pudiera servirme. Encontré un traje bastante nuevo, de mi talla.
Había encendido la lámpara de aceite que descansaba sobre el escritorio. Desde la ventana podía ver el Buick cubierto de entrañas que sobrevivía a los últimos envites de los sapos. El estallido de la tormenta iluminó una sombra que cruzaba el jardín en esos momentos. Parecía que alguien recorría los alrededores ocultándose en las sombras del edificio, pero la oscuridad de la noche lo engulló de nuevo.
Debía centrarme, deseaba volver al Royal Hostel lo antes posible y salir a primera hora de la mañana, después del entierro. No quería pasar ni un minuto más en aquel lugar.
Terminé de vestirme cuando vi, tras una pila de libros, una foto de mi familia. Allí estábamos la familia Dimaggio al completo. El reverendo y su mujer vestidos de gala delante de esta misma casa. Vernon y yo aparecíamos a ambos lados, vestidos con el mismo traje y tan diferentes a la vez. Mi padre, al cual apenas conocí, mantenía su mano sobre el hombro de Vernon, en ella se podía ver el brillo de su enorme sello de plata: un tesoro de la familia. Al otro lado, mi madre sonreía, sumisa, y yo, escondido tras su falda, miraba al otro extremo de la foto asustado. ¿De qué me escondía?
El crepitar del trueno me arrebató la respuesta de la mente, una ráfaga de aire se abrió paso por la habitación poniéndome la carne de gallina. Al dejar la foto en su lugar me fijé en los títulos de los libros que había a su lado. No reconocí ninguno de ellos, parecían antiguas ediciones manuscritas en latín o en nuestro idioma. Todos tenían alguna relación con cultos antiguos e historia de la región. No sabía que Vernon disfrutara de ese tipo de lectura. Entre ellos escogí uno al azar y lo abrí.
Se trataba de un compendio de pasajes históricos sobre brujería, de extraños sucesos ocurridos en nuestro país. Testimonios de fanáticos y anotaciones de fechas. Entre sus capítulos había ilustraciones, donde se mostraban litografías de bacanales y ceremonias rituales, todas vinculadas de alguna manera con el culto a antiguas deidades que yo desconocía. Poco me interesaba el contenido de estos libros. Supercherías.
Entre los demás volúmenes reconocí el nombre de uno de sus autores: Reginald Dimaggio, mi padre. Era increíble que mi padre, el reverendo Dimaggio, hubiera escrito sobre tales asuntos. Cuando me disponía a echar un vistazo, escuché un ruido al otro lado del dormitorio. La ventana estaba abierta de par en par y la figura que había visto en el jardín se colaba dentro de la habitación, como un espectro.
—¿Quién es usted? —dije, dejando caer el libro al suelo. La figura se quitó la capucha salpicando ríos de agua sobre la alfombra—. No dé ni un paso más o le advierto que…
Era una mujer con una gran cicatriz reciente en el rostro. La intrusa levantó un dedo y se lo acercó a los labios, suplicante. Era la chica de mi sueño, la que acompañó a Vernon en el accidente de coche, o eso es lo que había soñado. No estaba seguro de si había sido una alucinación.
Cuando éramos jóvenes, Vernon y yo solíamos tener las mismas pesadillas y, a veces, podíamos leer la mente del otro como si se tratara de un álbum de fotos. Pero esto superaba mi comprensión. Solo había visto a aquella mujer en mis sueños, es decir en los de Vernon y, sin embargo, allí estaba, delante de mí.
—No hay tiempo para explicarle, Víctor. Confíe en mí. Está en un grave peligro.
Su exótico acento ahogaba las erres sin dejarlas escapar de su garganta. A pesar del impermeable, su figura se estremecía mirando a todas direcciones como si, de un momento a otro, algo espantoso fuera a ocurrir.
—Disculpe, señorita. No la comprendo. Será mejor que me aclare qué está haciendo en esta casa. Le advierto que no es un buen momento para bromas, estamos celebrando el velatorio de mi hermano.
—Me llamo Natsuki, soy… era la mujer de su hermano. No hay tiempo para explicaciones, por favor. Tiene que salir de aquí o será demasiado tarde.
—¿Tarde para qué?
—Para usted, Víctor. Es el único que puede ayudarles a conseguirlo. No pierda tiempo. Váyase de Crimson Crane antes de medianoche o no podrá salir nunca de aquí.
Sus palabras me dejaron sin habla. Lo que estaba escuchando era absurdo, aun así mis tripas me advertían de lo contrario. No podía atormentarme de nuevo con los cuentos de vieja de mi niñez, tenía que pensar de una forma racional; aunque siguiera sintiendo miedo. Estaba claro, esa joven había perdido el juicio, no había duda. Tal vez el sueño solo era una coincidencia. Seguramente la había visto antes, de camino al Royal Hostel, y mi subconsciente la había incluido en el sueño. Todo encajaba.
En ese momento llamaron a la puerta y, sin pensarlo, corrí a echar el pestillo.
—¿Señor Dimaggio, se encuentra bien?
—Sí, no se preocupe, Halloway —respondí al otro lado de la puerta—. Salgo en un minuto.
Cuando volví la vista a la habitación, la chica se había evaporado.
Capítulo IV. El cadáver
La lámpara proyectaba su sombra de araña sobre las paredes del salón. Unas veinte personas, dispersas en grupos, esperaban mi llegada. Entre condolencias y presentaciones, me encaminé hasta el ataúd que permanecía abierto, al fondo de la sala.
El cadáver estaba hinchado, se podían ver los primeros indicios de descomposición ocultos tras el maquillaje. Su piel, traslúcida, se le pegaba a los huesos, formando una imagen ridícula de mí mismo. A pesar de llevar varios días muerto, sus labios seguían manteniendo su última sonrisa, tal y como la recordaba en el sueño. Llevaba de mortaja un hábito de color negro sin estampados. Sus manos, cruzadas sobre el pecho, tenían las uñas de un repulsivo color violeta y, en uno de sus inflamados dedos, reconocí el anillo de mi padre. Para mí no significaba nada.
—Le doy mi más sentido pésame —dijo un hombre calvo y con gafas ahumadas—. Su hermano hizo mucho por nosotros, él nos enseñó el verdadero camino. Permítame que me presente. Soy el doctor Mustard.
Halloway, de un codazo, se abrió camino entre nosotros. Me acercó una taza de café recién hecho y me dijo:
—Tenga, lo necesitará. Será mejor que comencemos con los preparativos. Esta noche le daremos sepultura en el panteón familiar, señor Dimaggio.
—¿Pero, esta noche? ¿No sería mejor esperar a mañana?
—Qué mejor noche para un entierro que la Noche de Difuntos. No sea supersticioso.
—Sí, no sea supersticioso, señor Dimaggio —intervino el hombre calvo, con una sonrisa siniestra—. Así lo deseaba su hermano.
—En efecto, uno de los apartados de su testamento deja claro, explícitamente, que sea enterrado una noche de luna llena. ¿No querrá contradecir la voluntad de su difunto hermano, verdad, Víctor?
En ese momento me di cuenta de que todas las personas que había en el salón me miraban expectantes esperando mi respuesta.
—No, naturalmente que no.
Aunque me parecía un extraño requisito, no hice más comentarios al respecto. Deseaba poner fin a mi visita. Era una suerte poder terminar con mi suplicio en tan corto plazo.
El viaje al cementerio, donde el panteón familiar guardaba los restos de mis antepasados, lo hicimos a pie y sin contratiempos. Me refiero a que no cayó nada extraño del cielo, solo la torrencial lluvia nos acompañó durante el trayecto.
La comitiva, la cual fue creciendo de camino al cementerio, llegó antes de la
medianoche al sepulcro. El doctor Mustard guiaba la procesión, acompañado por el señor Halloway. Mantenían una acalorada conversación, la cual interrumpían de vez en cuando para lanzarme miradas amables.
Yo iba a uno de los lados del féretro, resguardándome de la lluvia bajo uno de los paraguas de mi hermano. A pesar de ser un cementerio, el terreno estaba lleno de vida. Un gran ciprés calvo, de ancha copa, guarecía la entrada al panteón.
De pequeño había jugado por los alrededores, mi madre solía visitar la tumba del reverendo una vez al año por estas fechas. Yo nunca había descendido las escaleras de piedra que traspasaban la reja de hierro. Recordé que en esas ocasiones, Vernon siempre acompañaba a mi madre al panteón subterráneo. Luego me contaba historias horribles de fantasmas que me hacían palidecer. Sentí de nuevo el estómago retorcerse de miedo ante ese recuerdo.
Alguien, embozado bajo una capa impermeable, se acercó a mí entre la muchedumbre. Era Natsuki. En ese instante, la compaña se paró a pocos pasos de la entrada del panteón, dejando el ataúd en el suelo. La gente nos rodeó entre murmullos. En el centro de la entrada del panteón, el doctor limpiaba sus gafas esperando a que se guardara silencio.
—Queridos vecinos —dijo el doctor tras unos minutos—, esta noche nos hemos reunido para despedir a uno de los nuestros. Todos le queríamos, era parte fundamental de nuestra comunidad, uno de los pilares importantes de la congregación y heredero de la palabra de su padre, el reverendo Reginald Dimaggio.
El discurso prosiguió con las cabezas inclinadas, en forma de oración. Todo Crimson Crane estaba allí. Al menos trescientas personas, hombres, mujeres y niños. Los más jóvenes portaban calabazas encendidas y algunos estaban disfrazados con máscaras de animales dando un matiz tétrico a la escena. Realmente mi hermano parecía muy querido en nuestro pueblo natal.
Antes de que el orador terminara sus palabras, Natsuki se dirigió a mí sin apenas mover los labios:
—Aún tiene una oportunidad —dijo.
—No sé de lo que está hablando, ni me interesa. —Tras el primer encuentro con Natsuki, había tenido tiempo de pensar. Era probable que ella hubiera tenido un romance con Vernon y, claro está, al dejarla fuera del testamento, había planeado esta sarta de estupideces con la intención de reclamar su parte de la herencia. Era un poco ridículo, pero era la opción más racional que se me ocurría.
—No sea estúpido, Víctor.
—Sé lo que intenta —la interrumpí—, mi hermano no estaba casado con usted. Es una farsante que quiere aprovecharse de su muerte. Olvídelo. Déjeme tranquilo u ordenaré que la metan en un manicomio de por vida.
La chica oriental hizo un mohín que palideció aún más su rostro.
—Usted no es igual que su hermano, ¿se cree que me dan miedo sus amenazas? Le han engañado, Víctor. Si baja esos escalones no podré hacer nada para salvarlo. No deje que se salgan con la suya. Escape de aquí lo antes posible. Le esperaré hasta el alba en la entrada del cementerio. Ni un minuto más. Luego saldré de Crimson Crane para no volver jamás.
Después de sus palabras, Natsuki se perdió entre la gente sin llamar la atención.
El coro de voces volvió a entonar el extraño repertorio que había escuchado en la casa. Uno a uno, los feligreses recitaron al unísono las palabras:
«Yaikh Shag Tha thí. Yaikh Shag nemich Yogsoth Gennshí. Thog, chulsiath ad sheerumm sheframo. Yaikh Shag Tha Thí»
Los vellos de la nuca se me erizaron al escuchar las palabras, repitiéndose una y otra vez. No me di cuenta hasta ese momento de que la lluvia había cesado. Cerré el paraguas y lo apoyé entre las raíces del ciprés. Me sentía cansado.
El coro de voces ganó en intensidad y mi corazón retumbó al ritmo de las extrañas palabras. En mi subconsciente, aquel murmullo de sonidos me recordaba algo. Algo prohibido y antiguo. Las sílabas, casi impronunciables, se pegaban unas a otras produciendo un zumbido parecido al que hacen los insectos del pantano. Un zumbido pegajoso y húmedo.
Sentí perder el control. Una arcada recorrió mis entrañas sacudiéndolas. El dolor se extendió hasta la zona lumbar.
Algo caliente recorrió mi espalda. Pasé mi mano bajo la camisa, estaba caliente y pegajoso. Al sacarla la miré horrorizado. Sangre, tenía sangre entre los dedos. La antigua cicatriz se había abierto de alguna manera, sangraba, y eso me hizo perder el equilibrio. La vista se me nubló por unos segundos.
—Seños Dimaggio, debe acompañar a su hermano. —Reconocí la voz del señor Halloway aunque no pude enfocarlo con mi visión—. No se preocupe, todo acabará pronto. Yo le ayudaré a cumplir la última voluntad de Vernon.
En algún momento que no logro recordar, cuatro hombres habían levantado el féretro del suelo y se perdía escaleras abajo, hacia el sepulcro. Yo, arrastrado por mi acompañante, seguí la estela de sombras que descendían, dejando atrás el coro de zumbidos.
Un aire frío despejó mi mente. El olor a huesos, polvo y brea caliente envolvió mis sentidos. Las escaleras daban a una estancia subterránea donde las tumbas de mis antepasados dejaban espacio a un enorme espejo de metal lleno de manchas de humedad. Su reflejo, difuso, multiplicaba la luz de las antorchas que colgaban de las paredes.
—¿Víctor, se encuentra bien? —preguntó el doctor Mustard, asomando sus dientes de rata.
—Creo que me encuentro mareado —respondí—. Necesito regresar a mi habitación, no creo estar en condiciones de continuar. No puedo.
—No se preocupe, pronto dormirá y no sentirá nada. Es usted un tipo fuerte, como su padre. Ha tardado en hacerle efecto la droga, eso es todo. Descanse aquí, al lado de Vernon. Él cuidará de usted. Sois parte el uno del otro.
Los párpados me pesaban como si estuvieran rellenos de plomo. Caí en un profundo sueño, rodeado de insectos que devoraban la herida abierta de mi espalda. Escuché el ruido metálico de una hoja afilada. Los insectos seguían devorando la cicatriz, tiraban de la piel e introducían sus diminutos colmillos dentro de mi carne. Pronto aparecería Natsuki en el sueño y se evaporaría tras intentar convencerme de que todo era una conspiración.
Capítulo IV. Carne de mi carne
Cuando recuperé el conocimiento, lo primero que vi fue el enorme espejo que tenía delante. Seguía en el panteón. Las antorchas titilaban con una leve llama, sumiendo en penumbras la sala subterránea.
Tenía sed. Sentía la garganta seca y los músculos entumecidos. Al intentar incorporarme, sentí una punzada de dolor en la espalda, algo tiraba de mí impidiéndome levantarme.
¡Oh, cielos! Tenía algo cosido a la espalda. ¡No, no podía ser! Estaba soñando. Alguien había cosido algo a mi espalda. Como el día de mi nacimiento, mi cuerpo y el de Vernon formaban un solo ser. Estaba, de nuevo, unido a él.
No podía estar ocurriendo. ¿Quién habría sido capaz de tal horror? Nuestros cuerpos estaban desnudos sobre una de las tumbas frente al espejo metálico. El olor putrefacto de Vernon llenó mis pulmones al gritar con todas mis fuerzas, pidiendo ayuda. Estaba asustado, nada tenía sentido. ¿Aquello estaba ocurriendo en realidad? Tenía que despertar.
¡Por todos los santos!, me dije. Natsuki tenía razón. El pueblo entero había confabulado para cumplir con la última voluntad de mi hermano, el heredero de la palabra de mi padre. Ahora todo encajaba. Desde el principio todo había sido una trampa
¿Quién había sido en realidad mi hermano? Tal vez todo formaba parte de una ceremonia diabólica. Un culto a la locura. ¡Oh, Dios! Crimson Crane era un hormiguero de fanáticos enloquecidos. Mis recuerdos, las supersticiones, aquellas ceremonias que creí, en mi inocente juventud, que eran parte de una cultura excéntrica y llena de secretos familiares. Ese miedo que me corroía desde que llegué al pantano. Todos estaban locos. Natsuki. ¡Socorro, sáquenme de aquí!
Mis gritos de auxilio me dejaron sin aliento. Aún estaba bajo los efectos del somnífero. Impotente.
Mientras recuperaba el resuello, escuché las primeras campanadas de medianoche. Algo iba a ocurrir, ¿pero qué? ¿Por qué?
Un fulgor verdoso inundó el panteón, provenía del gran espejo; o más bien del interior de su reflejo. Tras la pulida superficie algo se rasgó. Una grieta de luz verde se extendió por el espejo formando la silueta de una puerta. Las campanadas de la iglesia cercana al cementerio sonaban dando la medianoche.
La puerta se abrió unos centímetros y brilló con más intensidad.
A través del espejo vi pasar una sombra. Una presencia diabólica. La temperatura descendió creando nubes de vaho en mi aliento. Las antorchas chisporrotearon antes de extinguirse. Solo el fulgor espectral de la puerta iluminaba la escena.
La sombra se detuvo delante de mí, parecía olfatear el aire, como un topo que asoma la cabeza por la madriguera. Estaba ciego. Miré el cadáver de Vernon y lo comprendí. Ese ser nebuloso no era otra cosa que el espíritu de mi hermano muerto. Era él. Sentí nuestra conexión, ese lazo invisible que siempre había sido parte de mí.
El fantasma de Vernon estaba delante de mí, buscando algo.
—¿Qué es Vernon? ¿Qué es lo que buscas? —le pregunté aterrorizado.
Algo brilló en mi mente, una imagen circular. Un aro reluciente. El anillo, buscaba su anillo. Vernon no había vuelto para llevarme con él, quería llevar a cabo su plan.
—¿Qué plan, Vernon? Dímelo.
Las imágenes me llegaron como un torrente eléctrico. Cientos de libros antiguos, fórmulas nigrománticas, reuniones y ritos paganos a la luz de la luna, las visitas a la tumba de mi padre cada 31 de octubre. Vi a mi madre acompañando a Vernon, bajando los escalones hacia el sepulcro. El susurro del reverendo desde sus huesos, trasmitiéndole su sabiduría. Preparándolo para seguir con su legado. Vernon era el nuevo líder religioso de Crimson Crane y había planeado volver de la muerte, condenándome por siempre a vivir atado a su putrefacto cuerpo. No podía creerlo, pero todo estaba allí, en su memoria.
Hacía ya dos meses que Vernon había muerto. El señor Halloway, su acólito, me había traído engañado, usando su testamento como excusa. Hoy era la única noche del año que Vernon podía traspasar el umbral, como hiciera antes nuestro padre, pero con la malevolencia de ocupar su antiguo cuerpo. La única forma de mantenerlo con vida era conectarse a mí de nuevo. Me usaría como motor para alimentar de energía a su organismo. Un plan demoníaco que estaba a un solo paso de cumplirse. Y yo, como un estúpido, había caído en su trampa.
La sombra rodeó la tumba donde estaban nuestros cuerpos fundidos. El anillo brilló bajo su llamada. El anillo era su reclamo, su puerta de entrada. No había tiempo que perder.
Con un esfuerzo sobrehumano me giré hasta alcanzar la fría mano del cadáver. El anillo permanecía atascado en su pútrida carne. Los puntos de sutura se abrieron en mi espalda. El dolor dibujó puntos luminosos en el aire. Algo me golpeó haciéndome vibrar como un enjambre de insectos. Era Vernon, su espíritu lleno de ira. Aún tenía su mano inerte agarrada con fuerza. Tiré y arranqué el sello con trozos de piel podrida y un crujir de hueso roto. Su grito de ultratumba me quebró la mente. Podía sentir su odio hacia mí, no podía matarme o no podría volver a su cuerpo. Agarré el anillo y lo arrojé al espejo con todas mis fuerzas.
No puedo decir que esto fuera el final de todo. Tal vez solo haya entorpecido sus planes por algún tiempo, no lo sé. Tal vez haya otras maneras de volver de la tumba, o quizás otro ocupe mi lugar. Es algo que me retuerce por dentro cada vez que lo pienso.
Aún me duele la herida de la espalda cuando el clima es húmedo o cuando tengo esas pesadillas donde miles de insectos entran en mi cuerpo. Tendré que convivir con ello, con el miedo y con el recuerdo.
Natsuki me salvó. Ella cumplió con su promesa de esperarme fuera del cementerio, con el coche en marcha. Nadie hizo nada por impedírnoslo, nadie dijo nada. Como ya dije, así era Crimson Crane, nadie hacía preguntas. Todos sabían mantener la boca cerrada.
Lo que ocurrió después de arrojar el anillo, no lo puedo describir con palabras. Al otro lado, ellos esperan una oportunidad para entrar de nuevo en nuestro mundo. Son sombras que absorben la vida, seres sin memoria, atormentados. Añoran la luz que despedimos y están hambrientos.
Me llamo Víctor Dimaggio, nunca más volveré a hablar de Crimson Crane. Mantendré la boca cerrada. Pero si alguna vez cruzas el puente de piedra, rodeado de marjales y siempre cubierto de niebla, asegúrate de ir en la dirección correcta.
W. La última voluntad del hermano siamés. Por Rubén García Collantes «Salino». Relato incluido en Halloween Tales 2013. Ebook Gratis