Relato de José Luis Castaño Restrepo, incluido en Halloween Tales 2013
Jeremías
1
En algún lugar de Luisiana, 1965
La carretera 90 no era más que una mancha difusa enfrente de las titilantes farolas del viejo Chevy. La lluvia empeoraba y Verdoso tuvo que sumar un ladrillo más a sus preocupaciones. Según la radio, la cola del huracán cruzaría cerca de Bateman Island, pero los truenos y el viento helado que rugía a través de la ventanilla aseguraban lo contrario.
—¿Aún vive? —inquirió, contemplando a sus acompañantes por el retrovisor.
Los ojos desteñidos de Mike resplandecían de manera extraña al asentir. Verdoso se mordió los labios al comprender que había sido una pregunta estúpida. ¡Pues claro que estaba vivo! Los jadeos entrecortados de aquel imbécil le habían taladrado el cerebro durante la última media hora. Por un momento, tuvo la idea de detenerse y arrojar el cuerpo del creole a la orilla del camino para que lo devorasen los cocodrilos. El hijo de puta había sido el culpable de aquel debacle. Si no hubiese disparado al policía, habrían abierto la caja fuerte del banco y escapado de Morgan City con algo más de los miserables mil dólares que tomaron de las cajas antes de que los refuerzos les aguaran la fiesta y, de paso, le arrancaran medio brazo a Jean Paul.
—Debemos desviarnos de la principal. —La voz de Mike retumbó en la boca de su estómago. Aunque no respondió, comprendía que aquel sujeto extraño y silencioso tenía la razón. Continuó sin desacelerar, a pesar de que el pavimento mojado anunciaba el peligro en cada curva cerrada.
—¿Alguna sugerencia? —preguntó de mala gana, mirando al hombre calvo por el espejo—. De todos modos hemos perdido a esos bastardos hace un buen rato.
En la penumbra, los dientes amarillentos de Mike adquirieron un aire macabro. A Verdoso no le gustaba para nada aquel sujeto, pero al menos había sido de utilidad cuando el adicto del creole lo había echado todo a perder. Sin su ayuda, tal vez estaría encerrado en una celda o en la cama metálica de la morgue local.
—No pienses que son estúpidos —explicó Mike con calma, a pesar de sostener el cuerpo ensangrentado de Jean Paul sobre sus piernas—. Más adelante nos estará esperando todo un ejército de patrullas, ansioso por convertirnos en un buen trozo de queso gruyer.
Mike soltó una carcajada que estremeció a su interlocutor. Por un momento, Verdoso creyó ver una sombra de locura en su expresión, como si en verdad disfrutase de todo aquello.
—Nadie espera que con este condenado clima nos adentremos en los pantanos —continuó Mike sin pestañear, mientras el Chevy tomaba una curva que por poco los saca del camino.
Verdoso tragó saliva y se limpió el sudor que le escocía los ojos a pesar del frío. La idea de sumergirse en las marismas, en medio de aquella noche infernal, no le hacía ninguna gracia, pero sin duda se trataba de una estrategia genial. Al parecer, había subestimado a aquel psicópata.
El hombre calvo pareció leer los pensamientos del cubano, ya que continuó hablando con tranquilidad.
—Muy pronto nos toparemos con algunos senderos comarcales que nos conducirán a Lake Verret o las marismas del Yellow Bayou. —Verdoso no apartaba la vista del camino, pero escuchaba con atención las instrucciones de su compañero—. Desde allí podremos robar un bote y escapar hacia el norte apenas amaine la tormenta.
—Al parecer estás bastante familiarizado con la zona —manifestó el cubano, rompiendo el silencio que le embargaba. Mike agitó la cabeza y por un momento su semblante se crispó levemente.
—Mi abuelo creció cerca de este lugar —comentó, tratando de restarle importancia al asunto—, un viejo miserable embrutecido por las leyendas locales. Mike respiró el aire viciado por el sudor y la sangre, y su feo rostro se ensombreció. Recordaba muy bien aquellas historias plagadas de ritos paganos y criaturas espeluznantes.
Verdoso captó cierto desasosiego en la mirada del pasajero, pero no quiso averiguar qué podría alterarle. Al fondo, Jean Paul se retorcía como un animal acorralado, el antebrazo destrozado envuelto en un trapo enrojecido. El vehículo continuó en medio del vendaval, buscando el sendero que les conduciría a la salvación.
2
Como era de esperar, las cosas no hicieron más que empeorar al conducir a través de aquellos senderos asfixiantes en medio del vendaval. Un par de millas más adelante, la transmisión del viejo Chevy se hizo trizas al cruzar sobre un tronco que bloqueaba el camino. La dirección se reventó y el vehículo se convirtió en un amasijo de chatarra. Verdoso maldijo a todos los santos conocidos al apearse del coche para revisar los daños. La camisa hawaiana se le pegaba al cuerpo y el frío le acuchillaba las articulaciones sin compasión.
—Ahora, ¿qué demonios vamos a hacer? —gritó con frustración hacia el cielo cubierto de nubes.
La silueta enjuta de Mike se materializó a su lado como por arte de magia, los ojos desteñidos denotaban una franca preocupación. La voz quejumbrosa de Jean Paul era un eco sordo en el fondo del vehículo al que apenas prestaron atención.
—Ahora sí estamos jodidos —musitó Verdoso apretando los labios. Un nuevo relámpago iluminó por unos segundos el descampado para develar lo que ocultaban las sombras.
—¿Has visto eso? —El tono de Mike estaba cargado de emoción al señalar hacia la espesura—. Creo que hay una cabaña allí delante.
El cubano frunció el ceño y trató de vislumbrar algo en medio del espeso muro de tinieblas que amenazaba con engullirlos. Parpadeó para librarse del agua que le escocía los ojos y advirtió un leve destello a media milla de allí. Fue tan solo un fulgor moribundo, pero suficiente para elevar su maltrecha moral. Sacaron el cuerpo desmadejado del vehículo y se sumergieron hasta las rodillas en el cieno nauseabundo, mientras avanzaban hacia la orilla de pantano. Al cabo (de un rato), una descarga azulada iluminó las marismas y les confirmó la presencia de un destartalado caserón que se alzaba en medio de la nada. Se trataba de una imagen desasosegante pero en aquellas condiciones, la apariencia siniestra de aquel lugar era lo último que les importaba.
El viento rugía con fuerza inusitada, un sonido espectral que a Verdoso le erizó el vello del cuerpo. Observó la casona y una sensación extraña le cortó la respiración. Todo aquello pasó a un segundo plano cuando Mike soltó un improperio y le obligó a aferrarse de su hombro para no caer en aquel limo asqueroso. Lo primero que debieron haber notado al poner pie en la propiedad fue la completa ausencia de vegetación alrededor de la estructura, algo extraño en medio de la exuberancia que les rodeaba. Sin embargo, acosados por una lluvia implacable, pasaron por alto aquel detalle.
Mike frunció el ceño al advertir la gelidez pegajosa que le envolvió al pisar tierra firme. Miró a Verdoso y captó el desasosiego que destilaban sus ojos marrones. Alzó la vista y contempló la ruina lóbrega del antiguo edificio. Le sorprendió que aún continuara en pie en medio de aquel clima húmedo y malsano. La casa le recordaba las antiguas plantaciones que solían prosperar en Lousiana, un recuerdo de los antiguos días de gloria que precedieron a la guerra de Secesión.
—¡Esto no me gusta nada! —manifestó Verdoso en voz alta, tratando de hacerse oír entre el rugido del viento. Mike le miró y se alzó de hombros, cualquier cosa era mejor que permanecer a la intemperie en aquella borrasca.
La puerta cedió con un crujido y una fetidez añeja les invadió las fosas nasales. Verdoso titubeó, pero Mike carraspeó urgiéndole entrar, cansado de cargar el cuerpo de Jean Paul. El haz de la linterna escaneó con timidez las sólidas tinieblas que se enseñoreaban en el interior.
—Parece que nadie ha puesto pie en esta pocilga en, al menos, cien años —refunfuñó el calvo con acritud.
El cubano torció el gesto y estudió las paredes mohosas y la marquesina desgastada por el tiempo. Los jirones sucios, que alguna vez fueron elegantes cortinajes de seda, se mecían con una cadencia siniestra que le arañó las tripas. Había algo anormal en aquel lugar, lo percibía en cada fibra de su cuerpo.
—¡Diablos! —farfulló al notar que se hallaba parado sobre un extraño pentagrama. A pesar de los años, la curiosa caligrafía despedía un desconcertante fulgor que le encogió el corazón. Avanzó un par de pasos y advirtió que sus zapatos húmedos habían estropeado la imagen y las palabras que la rodeaban. Se alzó de hombros y continuó hasta el fondo de la estancia, en aquel instante tenía preocupaciones más acuciantes.
El creole soltó un quejido que retumbó con fuerza en la casa vacía. Mike maldijo por lo bajo y le recostó con torpeza en una esquina del corredor. El haz de la linterna parpadeó y les sumió por unos segundos en una tensa oscuridad. Un relámpago estalló en la distancia y Verdoso ahogó un grito de horror al advertir la silueta enjuta que se perfilaba con nitidez en la base de la escalera.
—¡Hay algo allí! —chilló con voz quebrada, señalando el lugar.
Mike golpeó la base de la lámpara y el resplandor amarillento iluminó el sitio que señalaba el cubano.
—¡Te juro que había alguien allí! —insistió Verdoso con el miedo bailando en las pupilas.
Una sonrisa avisa cruzó el pálido semblante del hombre calvo.
—Al parecer los nervios te carcomen el cerebro —se burló con saña, ocultando su propio nerviosismo. Aquel lugar le traía recuerdos, memorias siniestras grabadas a fuego por los relatos de su abuelo. Pero Mike era un hombre rudo, tan obtuso que mataba a cualquiera por simple diversión. Agitó la cabeza para alejar los antiguos miedos y continuó avanzando por el pasillo, tarareando una pegajosa tonada. El cubano tragó saliva y le siguió los pasos, haciendo caso omiso de los lamentos del creole y de su brazo hecho trizas.
Dejaron atrás el extenso corredor y se adentraron en lo que alguna vez fue una elegante biblioteca. Algunas estanterías continuaban en pie, aunque la mayoría eran ruinas deshechas por las termitas. Algunas pastas de piel podrida demarcaban el lugar donde habían caído los libros, decenios atrás.
—¡Dioses! —exclamó Mike abriendo los ojos de par en par—. Esta cosa podría costar una buena fortuna si aún estuviera en buen estado.
La linterna daba vida a un óleo que abarcaba tres cuartas partes de la pared. A pesar del polvo y la humedad que le estropeaba los bordes, aún se apreciaba con claridad el motivo de la pintura. Se trataba de un cuadro de época, con un sujeto de mediana edad ataviado con una elegante levita y bastón. Tenía un rostro severo suavizado por una barba bien cuidada. A su lado, se encontraba una mujer vestida con un vestido largo, y en un rincón, un chico de color sostenía un espejo que los reflejaba a ambos en una curiosa composición.
Verdoso jadeó y un miedo visceral le aceleró el corazón. Aquel muchacho negro era el mismo que había visto en la base de la escalera. Mike dio un respingo y una sensación gélida le recorrió la espina dorsal al captar la tormenta de emociones que batallaban en el rostro del cubano.
3
Jean Paul permanecía sumido en un torbellino de dolor e inconsciencia. Una sensación espantosa que le envolvía en un vaho de constante sufrimiento, alejándole de la realidad. Por esa razón, no se sorprendió al advertir al muchacho demacrado y de profundos ojos oscuros que le contemplaba con fascinación desde la embocadura del pasillo.
—¿Quién eres? —balbuceó alarmado. A pesar de su estado, algo en su interior se revolvía espantado. El rapaz giró la cabeza con curiosidad infantil y le miró con unos ojos sin fondo.
—Jeremías… —contestó en un tono tan árido como la arena del desierto, una voz inquietante que no parecía pertenecer a ese menudo cuerpecillo.
El creole se removió horrorizado al ver que el chico se desplazaba con lentitud hacia él. La inocente expresión deformada en una mueca de siniestra avidez.
Mike y Verdoso recorrieron el pasillo con celeridad tras escuchar el pavoroso clamor proveniente del recibidor. Ambos intercambiaron miradas de estupefacción al constatar que el creole había desaparecido. Sin pronunciar palabra, desenfundaron las armas, tratando de discernir lo que se ocultaba tras el jugueteo burlón de los claroscuros.
—Debemos largarnos de aquí —musitó el cubano con urgencia, el reflejo de los rayos enmarcando sus facciones sudorosas—. Esta mierda no me gusta nada.
La madera podrida crujió y les paralizó el corazón. Ambos se volvieron y captaron la sombra que se insinuaba en la lobreguez del muro posterior. En algún lugar, algo arañaba con fuerza la pared exterior impulsado por el viento.
—¿Jean Paul? —Las palabras de Mike permanecieron flotando en el aire, espesas y amenazantes.
Un nuevo crujido y luego un desasosegante silencio que pareció extenderse por siglos. Entonces, una voz en el fondo del cerebro de Verdoso le instó a dar media vuelta.
—¡Mike! —aulló al descubrir a Jean Paul contemplándole con atención. El cubano retrocedió de manera instintiva, la 45 niquelada refulgiendo bajo el destello de la linterna de su compañero. El hombre, que hacía tan sólo unos minutos se debatía entre la vida y la muerte, le miraba con expresión perdida desde la penumbra.
—¿Qué carajos te pasa, Jean Paul? —inquirió Mike con voz quebrada. Algo en el creole no estaba bien. Iluminó aquel rostro de piedra y quedó mudo al constatar que sus ojos no tenían pupilas, se trataba de unos pozos sin fondo carentes de humanidad. El antebrazo destrozado pendía del codo gracias a unas hilachas de carne y piel enrojecida.
El semblante demudado de Verdoso perdió toda calma al ver cómo aquel sujeto caminaba con decisión hacia él. No pudo evitar vaciar la vejiga al advertir aquella mirada bestial.
—¡No te acerques, hijo de puta! —escupió el cubano con horror antes de descerrajar dos tiros sobre el creole a quemarropa. El cuerpo se dobló al recibir los impactos y la cabeza se ladeó en una posición antinatural, pero esto no evitó que continuara avanzando, repitiendo una y otra vez la palabra Jeremías en medio de un gorgoteo espantoso.
Mike apartó la vista, deslumbrado por el fulgor de las denotaciones. Luego escuchó un gritó que le enfrío las entrañas. Parpadeó con angustia, luchando contra aquella ceguera momentánea. Al contemplar lo que estaba sucediendo, los horrores del pasado regresaron con vigor, atándole a la pared con cadenas invisibles.
Enfrente de Mike se desarrollaba una escena pavorosa. Verdoso gemía, lloraba y gritaba mientras aquella cosa, lo que alguna vez fue Jean Paul, se retorcía y deformaba, adhiriéndose a la carne del cubano, fundiéndose en un amasijo de crujidos y sonidos viscosos que le hicieron vomitar. Como pudo se arrastró hacia la puerta, enloquecido por los gritos de Verdoso y los gruñidos de la bestia que insistía en corromper la humanidad de su compañero. En un momento, la voz humana dejó de suplicar y, en su lugar, un clamor metálico y vacío llenó la estancia. De reojo, captó las burbujas de carne y nervios, los huesos expuestos de la masa amorfa que palpitaba y crecía en medio del pasillo en una metamorfosis herética.
En ese instante, Mike advirtió el sello pintado sobre la marquesina, la marca del cazador de monstruos que protagonizaba las horrendas historias de su abuelo. Ahora lo comprendía todo. En su afán, habían liberado a una de las criaturas de pesadilla que poblaban aquel pantano maldito.
En ese momento, un nuevo aullido inhumano reverberó en las paredes del caserón. Mike no miró atrás, sabía que hacerlo le haría perder irremediablemente la razón. Salió al exterior, y el frío y el agua le envolvieron sin clemencia, pero al mismo tiempo le recordaron que aún seguía con vida. Corrió hasta alcanzar la oscuridad de las marismas y oró por primera vez en años, rogando por una nueva oportunidad.
Mientras se hundía en el marjal y tragaba aquella agua estancada y pestilente, rememoró con claridad las historias y comprendió a qué se enfrentaba. La existencia de aquella cosa horripilante había pasado de boca en boca durante generaciones. Para Mike siempre había sido un cuento de ignorantes embrutecidos, pero ahora entendía con espanto que todo era verdad. El morador del pantano, el cambiaformas, aquel ser de pesadilla que devoraba la esencia de bestias y hombres por igual, acababa de aniquilar a sus socios en el crimen.
Empapado de pies a cabeza y sin dejar de temblar, Mike se arrastró hasta la orilla y hundió los dedos en el barro infecto. Los pulmones le ardían y sus piernas no eran más que dos columnas de dolor, pero estaba a salvo, había conseguido escapar de aquel demonio primigenio. La lluvia había empeorado, pero esto no evitó que se pusiera de rodillas y terminase de vaciar lo que aún guardaba en las tripas. El miedo había dado paso a una euforia demencial que le impulsó a romper en carcajadas. Entonces, desde la oscuridad, su risa encontró un eco que le paralizó el corazón. Dio un respingo y guardó silencio. El pulso le taladraba las sienes como un río desbocado.
Y entonces le vio. Una sombra erguida a menos de cien pasos de allí, silueteada por los rayos que rompían en el horizonte. Mike gritó horrorizado y la criatura le devolvió el gesto en tono burlón.
—¡¿Qué demonios quieres de mí, maldito engendro?! —rugió, echando mano del revólver que guardaba en la tobillera. Sabía que era un acto fútil, pero al menos le inyectó algo de coraje. Esperaba tener tiempo de escapar, de alcanzar la vía principal y apearse de cualquier vehículo que cruzará por allí. Pero perdió toda esperanza al advertir los movimientos ágiles y simiescos de su rival a través de la espesura.
Corrió como alma que lleva el diablo, la ropa hecha jirones y la piel destrozada por las ramas y los escollos del follaje. A sus espaldas, lo que alguna vez fue el cubano, ganaba terreno avanzando en cuatro patas, y emitiendo un sonido gutural que hacía eco en su cabeza, un nombre que se repetía una y otra vez, Jeremías… Jeremías…
Entonces un resplandor en la distancia, un fulgor difuso, le señaló la carretera principal. Una descarga de adrenalina le imprimió vigor a sus destrozados músculos y aumentó la velocidad. La salvación estaba a tiro de pájaro. Sonrió con desesperación, un gesto que se transformó en una mueca de pánico al perder pie en un tronco cubierto de musgo y rodar hacia el limo nauseabundo. Intentó moverse, pero un latigazo de sufrimiento le recorrió como un calambre electrificado. Giró la cabeza y vio la pierna retorcida en una posición antinatural. Sin embargo, esta fue la menor de sus preocupaciones al captar el sonido en la maleza.
El cuerpo de Verdoso se materializó enfrente de él. A pesar de su aspecto humanoide, le rodeaba en cuatro patas como una bestia salvaje. Aquellos orbes oscuros y malévolos le escrutaban con un hambre visceral, mientras giraba la cabeza de una manera inconcebible para un ser viviente.
Mike apenas respiraba, el dolor en la pierna convertido en un rumor sordo en un rincón de su mente congestionada. Apuntó el revólver y apretó el gatillo en tres ocasiones, la criatura retrocedió enseñando los dientes, sin ningún daño aparente. De pronto, se arrojó a una velocidad impensable y sumergió las zarpas en la pierna de su presa. Mike aulló como si le hubieran lanzado a una piscina de aceite hirviendo. La carne se deshizo y se amalgamó con la sustancia del cambia formas en medio de una agonía insoportable. De inmediato percibió la presencia de aquel parásito apropiándose de sus células y alterándole el ADN. Al tiempo que esto sucedía, y su esencia se diluía a una velocidad impensable, vio en su mente imágenes que no le pertenecían, mundos perdidos en los confines del universo, un meteorito surcando los cielos del pleistoceno y una aberración informe alimentándose de la esencia de cualquier criatura que se ponía en su camino. En segundos, recorrió la evolución del mundo con los ojos de aquel ser monstruoso, vio también el surgimiento del hombre y las ofrendas que las antiguas civilizaciones precolombinas le ofrecían al parásito. Y también percibió el miedo y la confusión de aquel engendro cuando un hombre misterioso le encerró en aquel caserón, utilizando las artes negras del Vudú. Un sujeto al que todos llamaban Jeremías.
Apelando a sus últimos restos, consiguió unir los hilos de su ser que aún le pertenecían y apretó el cañón del arma contra su garganta. Sonrió desafiante y contempló por última vez a la masa nauseabunda y caliente que reptaba hacia su pecho en medio de un burbujeo asqueroso.
—No me… tendrás —aulló en medio del dolor lacerante, antes de volarse la tapa de los sesos.
***
La patrulla se detuvo cerca del viejo Chevy. La lluvia continuaba castigando el pantano sin tregua y ambos oficiales intercambiaron miradas de apremio. Frank el gordo respiraba con dificultad al descender del vehículo. Extrajo la Remington calibre 12 y le dedicó una última mirada al novato.
—Ya sabes qué hacer, muchacho —exclamó de mala gana, consciente de que el rapaz no sería de mucha ayuda. El chico asintió y le siguió con la mirada mientras se acercaba al coche abandonado.
El aprendiz desvió la atención por unos segundos, tratando de sintonizar la radio, y descifrar el extraño murmullo proveniente de las demás unidades desplegadas en la zona. Por esa razón, su corazón dio un vuelco al escuchar la pesada detonación del arma de su compañero. De manera instintiva echó mano de la pistola que cargaba en el cinto y se apeó de la patrulla con rapidez.
Los aullidos de intenso sufrimiento que provenían de la espesura le revolvieron las tripas, y en ese instante, comprendió que Frank tenía toda la razón al no confiar en él. Retrocedió hacia el vehículo mientras aquel clamor infernal le castigaba los tímpanos. Encendió el motor y aceleró al advertir la forma monstruosa que brotaba de la espesura, corriendo detrás de la patrulla a una velocidad espeluznante.
Por un momento, un breve y aterrador momento, el muchacho imaginó que aquella aberración era el mismísimo gordo Frank.
José Luis Castaño Restrepo. Relato incluido en Halloween Tales 2013. Ebook Gratis