Relato de José Luis Castaño Restrepo

Las sombras de Kythal

«Rezan las escrituras de Azhuacan, señor del mundo conocido, que los pies de los hombres no hollarán las junglas negras de Kythal para evitar la furia de los demonios que allí moran desde antes de la llegada a este mundo de los hijos del jaguar». Dictado por el soberano a sus escribas durante el duodécimo año de su reinado.

I

Lo primero que Taloc percibió fue el hedor pútrido de la ciénaga invadiéndole los pulmones. Un cosquilleo extraño en la boca del estómago le advirtió que el peligro acechaba en los alrededores. Alzó la vista hacia la luna llena que brillaba por encima del dosel arbóreo y captó el leve movimiento de sus acompañantes en medio de la espesura. Después de días de vagar en medio de la asfixiante selva ecuatorial, habían dado con lo que parecía ser el mítico sendero del cual hablaba Kaman, el sacerdote que le había reclutado para aquella aventura. Sin embargo, lo que en un principio parecía ser una simple correría de pillaje, se había convertido en una lucha de vida o muerte que estaba lejos de terminar. Cuarenta hombres habían salido de los dominios toltecas hacia menos de una luna y apenas una tercera parte permanecía con vida.

Un movimiento en la oscuridad aceleró la respiración del guerrero. La hoja de acero refulgió con tenacidad entre sus dedos. Reconoció la cabeza afeitada del sacerdote y los extraños tatuajes que le rodeaban la coronilla, la cual se asemejaba a un hueso descarnado bajo el espejismo lunar. El recién llegado se dejó caer a un lado del mestizo con un jadeo. A pesar de su magra constitución, tenía los músculos nervudos de un luchador y en su mirada almendrada se apreciaba una fuerza misteriosa que conseguía desconcertar a Taloc. El sacerdote señaló el leve fulgor que palpitaba de manera intermitente al otro lado de pantano. El medio vikingo siguió con la mirada el dedo del indígena mientras trazaba un sendero a través de la orilla del tremedal.

Taloc asintió y avanzó en cuclillas hasta la espesura, sin apartar la atención de la fuente de luz que espantaba las tinieblas y pendiente de no caer en aquella trampa pútrida y espesa que podría convertirse en su tumba. Después de recorrer unos treinta pasos, se detuvo para estudiar la siniestra formación rocosa que se alzaba más adelante. De manera inconsciente besó el amuleto de Odín que pendía de su cuello. El señor del acero era una de las herencias más valiosas dejada por su padre y confiaba en él como cualquiera de los fieros guerreros de cabellera roja que habían conducido el drakar de su progenitor hasta aquel misterioso continente. Después de elevar una breve plegaria al señor del Norte, se escurrió entre la maleza espinosa para rodear aquel pedrusco. Tal y como lo imaginaba, una figura yacía agazapada en medio del florecimiento rocoso. Una determinación gélida recorrió las venas del joven aventurero al reconocer el cuerpo tatuado de aquel miserable. Formaba parte de la misma turba que había atacado su campamento el día anterior, matando a varios guerreros y llevándose consigo las vituallas y algunos de los porteadores.

Con la habilidad de un jaguar, el mestizo salió de la espesura y sorprendió al guerrero que dormitaba entre las rocas. El salvaje apenas pudo levantar el brazo con gesto de sorpresa antes de que el hacha se sumergiera en medio de su frente. Taloc se limpió la sangre con el dorso de la mano y extrajo la hoja con un estremecedor crujido de huesos destrozados. Revisó el cadáver y se apropió de unos abalorios de lapislázuli y una bolsa de cuero. Desechó la tosca hoja de pedernal, pero tomó unas sandalias que se encontraban en mejor estado que las suyas. Un roce de cuero le obligó a volverse. Dos de sus compañeros le observaban con estupor, perdidos en el fulgor asesino de sus ojos grises. Para aquellos hombres, de piel cobriza y ojos oscuros, aquel mestizo era una aberración de los dioses, una criatura demoniaca expelida del infierno más pavoroso. La aparición de Kaman rompió aquel hechizo de repulsión y les instó a seguirle a través de la ribera.

El grupo se detuvo cerca de un collado para contemplar con sorpresa la escena que se abría ante sus ojos. Una gran hoguera que rugía furiosa bajo el acoso del viento delineaba unos muros de piedra derruidos que no parecían haber sido hechos por mano humana. Taloc imaginó que se trataba de las ruinas de algún templo perteneciente a un dios extinto. Sin embargo, al estudiar el semblante iluminado del sacerdote, creyó ver una chispa de reconocimiento en su expresión mientras admiraba los extraños bajorrelieves que pululaban en aquellas paredes cubiertas de verdín y devoradas por la espesura. Alrededor del vetusto edificio se levantaban algunas cabañas de barro y un grupo de hombres, bajos y tatuados, conferenciaba cerca de las flamas de la pira.

Más allá, uno de los toltecas señalaba una estructura estacada sumida en la oscuridad, que apenas descollaba en medio de aquellas construcciones de barro cocido. Entonces, Taloc indicó las formas confusas que pendían de las ramas de un gigantesco árbol que parecía surgir del interior del templo. El mestizo aguzó la mirada y se estremeció al constatar que se trataba de cuerpos mutilados. La sangre fresca refulgía como un líquido negro y aceitoso bajo el palpitante resplandor de las llamas.

—Por los señores del inframundo —musitó Kaman, escandalizado, al observar el terrorífico descubrimiento—. Se trata de los devoradores de hombres de los que hablan las leyendas. —Una emoción malsana asomó en aquel rostro cetrino—. Sin duda son los guardianes del sendero que conduce a Kythal.

Las miradas de consternación que intercambiaron sus compañeros parecieron no importarle. Aquellos despojos sanguinolentos habían sido hasta hacía poco sus compañero de viaje. Taloc comprendió entonces que retroceder no era una opción. Había llegado el momento de jugarse el todo por el todo y no pensaba terminar con las manos vacías después de tantas privaciones y sufrimientos. Su alma vikinga de asesino y saqueador nunca se lo perdonaría.

Los toltecas observaban todo aquello con un profundo temor. Se trataba de un grupo de mercenarios y asesinos despiadados, pero ante la visión de un horror legendario como los devoradores de hombres su valor se hacía polvo. Taloc suspiró y agitó la cabeza sudorosa, consciente de que la inactividad no haría más que empeorar la situación. Volvió la atención hacia Kaman, quien continuaba fascinado con los bajorrelieves tallados en las ruinosas paredes. El sacerdote le devolvió la mirada con un gesto feroz.

—Al parecer los antropófagos han dado buena cuenta de nuestros hermanos— aseguró con frialdad, causando un respingo entre quienes le rodeaban—.Ahora descansan, convencidos de que nos han espantado de su territorio.

Taloc asintió, paseando la vista entre los rostros sombríos de sus compañeros. Una furia ciega se espesaba en su pecho.

—Es nuestra oportunidad de entrar, cobrar venganza y recuperar lo que nos han robado —aseguró el medio vikingo, acariciando la empuñadura de marfil del cuchillo de batalla—.De todos modos nos será imposible proseguir sin las vituallas.

El rostro afilado del diácono se estiró en una mueca desconcertante, estudiando el leve fulgor de las armas del forastero, forjadas en una técnica y un metal desconocido para sus acompañantes.

—Ojos grises tiene razón —afirmó, mirando al resto de los guerreros con actitud desafiante y sabedor del horror que les carcomía el alma—. Mataremos a los devoradores de hombres y continuaremos hasta Kythal sin preocuparnos de que nos ataquen por la retaguardia.

Nadie dijo nada ni tampoco protestó ante la intervención del sacerdote. Taloc imaginó que en sus corazones supersticiosos temían más al propio Kaman que a los salvajes que moraban entre las ruinas.

Sin perder tiempo, el sacerdote les dividió en dos grupos para cubrir los senderos que conducían a la miserable aldea. Él mismo lideraría el que enfilaba hacia el edificio en ruinas, y Taloc tendría a cargo a los hombres que asaltarían la estructura estacada localizada entre los árboles.

El mestizo escrutó el firmamento y agradeció a Odín por el inesperado banco de nubes que matizaba el espejismo lunar. Sin decir palabra, enfiló por el serpenteante sendero que bordeaba la ciénaga seguido por media docena de toltecas. Se detuvieron en medio de un roquedal cubierto de helechos, observando a los cuatro individuos que dialogaban en un extraño dialecto. Uno de ellos, un sujeto ancho y bajo con el cuerpo cubierto con pintura azul, portaba una maza erizada de espinas negras. Sus acompañantes se encontraban completamente desnudos y estaban armados con dagas de pedernal que arrancaban reflejos de la palpitante hoguera. Era vital eliminarles en silencio o todos terminarían como los miserables que pendían de las ramas del árbol.

Taloc se volvió y uno de los toltecas le ofreció una sonrisa de dientes ennegrecidos al extraer de su petate un tubo delgado de bambú. El mestizo le indicó que buscara una posición adecuada para utilizar la cerbatana. El enjuto guerrero desapareció entre los claroscuros como una exhalación. Entonces, el medio vikingo buscó a Kaman entre las sombras y percibió un breve movimiento a su derecha. Algo en su interior se agitó al comprender que los centinelas podrían verles y dar la alarma. Sin tiempo que perder, se escabulló entre las rocas y reptó hacia donde la luz podría delatar su presencia.

Los caníbales proseguían su charla y el sujeto de la maza no dejaba de blandirla en medio de aspavientos y gesticulaciones. Una sensación espantosa recorrió la espina dorsal de Taloc al percibir el tacto frío e inhumano que le acariciaba la espalda al introducirse en el boscaje. Aguantó la respiración al advertir que una enorme serpiente negra, de ojos ambarinos, reptaba a través de su cintura y amenazaba con envolverle en un abrazo letal. De pronto, unos dientes refulgieron con furia en medio de las sombras y unas manos fuertes y cetrinas se cerraron sobre aquel cuello escamoso antes de que la hoja de obsidiana le separase la cabeza del resto de cuerpo. Taloc sintió la sangre fría recorriéndole la piel y el hedor fétido del reptil espesándose en la garganta. Reconoció de inmediato los rasgos duros y afilados de su salvador. Se trataba del único sujeto en quien confiaba, un mercenario nahuac llamado Taplotec.

Ambos pegaron el cuerpo a tierra al percibir la alarma entre los guardianes al notar el movimiento entre la broza. El hombre de la maza estiró el cuello plagado de abalorios de hueso mientras sus acompañantes se envaraban tratando de atisbar algo entre las sombras. Sin embargo, desistieron después de unos momentos que se hicieron eternos para los hombres emboscados. Taplotec torció el gesto y le invitó a continuar. Taloc se arrastró a través del limo pestilente plagado de piedrecillas y huesos que le mordían la piel, provocándole pequeños cortes. Estaban tan cerca, que la pestilencia de los cadáveres mutilados flotaba a su alrededor y les invadía con un hedor dulzón y desagradable.

Taloc se detuvo y los ojos grises refulgían como diamantes en medio de sus rasgos mugrientos. El nahuac se agazapó a su diestra y señaló con el mentón a uno de los salvajes apostado a su izquierda. Entonces, de la nada, surgió un leve zumbido que alarmó a los centinelas. Uno de ellos se derrumbó en medio de un temblor agónico con un dardo emponzoñado clavado en la nuca, mientras los restantes contemplaban con estupor lo sucedido. El mestizo saltó con rapidez y devoró los pocos pasos que le separaban del hombre de la maza claveteada. El antropófago dio un respingo al percibir el movimiento con el rabillo del ojo. Empero, ya era tarde cuando sus sentido asimilaron lo que estaba sucediendo. Levantó el arma para bloquear la embestida de aquel demonio de ojos transparentes, pero éste fintó hacia el lado contrario con endiablada agilidad. Un golpe seco seguido de una sensación fría le removió las entrañas. Bajó la mirada y fue consciente de cómo sus vísceras azuladas pendían como lianas y se enroscaban entre los muslos enrojecidos. Lo último que vieron sus ojos fue el fulgor de la hoja de acero que le destrozó la frente.

Mientras aquello ocurría, Taplotec había terminado con el sujeto restante con pasmosa facilidad. Ambos guerreros intercambiaron intensas miradas antes de caer sobre las siluetas que se removían con inquietud entre las sombras y las pavesas que flameaban sobre la pira. Desde lo alto de un árbol, los toltecas disparaban sus eficaces cerbatanas y diezmaban a los sorprendidos aldeanos.

Los hombres de Kaman no tuvieron piedad y descargaron toda su ira sobre los atónitos nativos. Después de superar el temor inicial, comprendieron que sus rivales no eran demonios sino hombres de carne y hueso que gritaban y morían bajo el filo de las obsidianas y pedernales. No hubo misericordia aquella noche, la imagen de sus compañeros mutilados fue suficiente para espantar la poca humanidad que anidaba en sus negros corazones. Mientras la matanza de hombres, mujeres y niños proseguía de manera indiscriminada, Kaman azuzaba sus mentes enfebrecidas, animándoles a terminar de una vez por todas con aquellas abominaciones que festejaban con la carne de sus semejantes. El mismo Taloc repartió la muerte hasta que sus hombros desgastados no le permitieron blandir con eficacia los aceros que manejaba con pavorosa agilidad.

El amanecer se filtró entre el espeso dosel arbóreo. Los primeros rayos evaporaron la niebla y develaron el espantoso espectáculo que ocultaba las tinieblas. Decenas de cuerpos destrozados yacían por doquier en medio de una quietud espeluznante. De vez en cuando, se elevaba el quejido sordo de un moribundo que no tardaba en ser acallado por los silenciosos toltecas que deambulaban como espectros entre los caídos.

Taloc permanecía agazapado cerca del muro. Sus ojos de hielo perdidos en algún punto indefinido de la espesura, asemejándose a un ídolo implacable tallado en piedra roja. El nahuac yacía a pocos pasos de allí, apoyado en una lanza y mordiendo un trozo de pescado seco que traía en su petate. La sangre seca le cubría el cuerpo nervudo como una segunda piel. El mestizo desvió la vista y sintió náusea al constatar que se hallaba en el mismo estado de su compañero.

—Ximexcal se regocija este día —bramó Kaman, apareciendo de improviso en medio del claro—. La sangre de estos herejes ha sido recibida con beneplácito por nuestro dios. —Una extraña locura bailaba en sus ojos hundidos. Taloc le observaba con perplejidad. Si antes dudaba de la cordura del diácono, ahora estaba seguro de que estaba completamente loco. Los demás observaban la extraña danza del hombre calvo con la misma estupefacción del mestizo. Al tiempo que esto ocurría, los toltecas rebuscaban algo de valor entre los cuerpos sin vida, mirando con recelo las fuentes de comida desperdigadas alrededor de las chozas. Aquella carne pálida podría pertenecer a alguno de sus compañeros caídos.

—Les hemos matado con facilidad —reflexionó Taplotec, recostado en la pared e hipnotizado por el baile del sacerdote. Tenía manchas de sangre seca en los puños y la barbilla y exudaba un tufo amargo.

Taloc respiró hondo y continuó limpiando los aceros con un trozo de lino sucio. Después del combate sentía los músculos agarrotados y el estómago revuelto. Tras haber revisado los alrededores en busca de botín había descubierto que la mayoría de los muertos eran viejos, mujeres y niños. Era cierto que su hacha había segado la vida de varios guerreros, pero eran muy pocos en comparación con los que habían atacado el campamento días atrás.

—Hemos asesinado a los aldeanos —aseguró meditabundo—, sin duda el grueso de los antropófagos se encuentra muy cerca de aquí sin saber lo qué le ha ocurrido a sus familias. Algunos abandonaron la fuerza principal para traer a los pobres diablos que estaban devorando la noche anterior.

Los ojos oscuros del nahuac reflejaban un profundo desconcierto. Si aquello era verdad, los caníbales removerían cielo y tierra para acabar con cada uno de ellos. La paz que se había asentado en el corazón de Taplotec se diluyó por completo.

—Debemos hablar de esto con Kaman —manifestó el nahuac después de unos latidos de tenso silencio.

Los rasgos afilados del mestizo le ofrecieron una triste sonrisa al acariciar el extraño martillo de plata que pendía de su pecho.

— ¿Creéis que no lo sabe? —reflexionó, aumentando el estupor de su compañero—. Sabía que los guerreros de la aldea se hallaban a leguas de distancia y por eso aprovechó para diezmar a los aldeanos.

Taplotec dio un respingo y parpadeó asombrado.

—¿Pero por qué? —le interrogó el fornido nativo con preocupación—. Podríamos haber seguido de largo y esta gente no hubiera advertido nuestra presencia.

Taloc desenfundó el cuchillo y extrajo del petate una piedra negra y plana que utilizaba para afilar con lentitud el metal.

—Kaman sabía que algunos de los toltecas empezaban a flaquear en su determinación de alcanzar Kythal. —Escupió sobre el acero brillante y continuó con su concienzuda labor—. Por eso les obligó a asesinar sin piedad a estos salvajes. Con esto bloqueó por completo cualquier esperanza de retorno, dejando como único camino el sendero que conduce hasta la selva donde moran los demonios de la leyenda de Azhuacan. —Una extraña sonrisa iluminó el rostro del mestizo al constatar el horror impreso en la faz del nahuac—. Tendrán que elegir entre enfrentarse a los antropófagos o al espanto que mora en las profundidades de la jungla negra.

Taplotec, confuso, estudió con detenimiento a su compañero.

—Veo que todo esto os parece muy ameno —protestó sin ocultar la consternación—. ¿No os preocupa lo que podamos encontrar más adelante?

Taloc dejó a un lado el cuchillo y permitió que la extraña paz que traía consigo la mañana le invadiera. Miró al nahuac e intentó imaginar la manera de explicarle el poder de los dioses de hierro de su padre, unas deidades que los nativos no podrían comprender. El medio vikingo sabía en su fuero interno que el frío poder del Norte le protegería contra cualquier horror que habitara estas tierras extrañas. Además, si todo esto fallaba, siempre podría confiar en el acero templado de las armas de su progenitor, algo que hasta el momento le había mantenido con vida en aquel mundo huraño y peligroso.

—El destino está trazado por los dioses, Taplotec —contestó con suspiro—, y no hay nada que podamos hacer para cambiarlo.

El nahuac frunció el ceño ante aquella respuesta. Se disponía a rebatir las palabras del mestizo cuando un creciente murmullo atrajo su atención.

Dos toltecas arrastraban a un sujeto rechoncho y calvo que no dejaba de quejarse como un cerdo llevado al matadero. Chillaba y desafiaba los silenciosos guerreros que le conducían hasta el centro del poblado. Sus protestas cesaron al constatar que se encontraba en medio de una espeluznante matanza. El rostro porcino se congestionó en una mueca de asco y horror al ver los cadáveres hinchados por el calor y cubiertos de hormigas. Paseó la vista por los sombríos guerreros que le contemplaban con curiosidad y se detuvo un momento en los rasgos bronceados y la mirada acerada del medio vikingo. Taloc le guiñó el ojo y el indígena se estremeció.

—Mirad lo que nos han traído los dioses —exclamó Kaman con una carcajada que hizo que el recién llegado reparase en su presencia. Taloc no tardó en advertir el miedo que congelaba la expresión del prisionero al ver al sacerdote de Ximexcal. La verdad era que no podía culparle. Aquel sujeto era inquietante.

El nativo cayó de rodillas y bajó la vista al notar que Kaman se le acercaba. Murmuró una extraña plegaria en su grosera lengua al tiempo que el diácono le rodeaba con lentitud y le olfateaba como un animal hambriento. Todos seguían aquella escena con atención mientras que el hedor de los cuerpos empezaba a volverse insoportable al apretar el calor.

Entonces, Kaman dibujó una de sus demenciales sonrisas y levantó la barbilla del prisionero, taladrándole con pupilas enloquecidas. Sin duda sus rasgos cadavéricos y los tatuajes en la coronilla despertaban temores primigenios en aquel miserable.

—Apestáis a carne humana, bastardo —musitó con asco, agitando la cabeza con pesar. El cautivo le contemplaba como un tapir acorralado—. Sin duda sois de los que más disfruta de los infames festines de vuestra degenerada raza. —Kaman le acarició la prominente panza con la punta afilada del cuchillo, provocando un gemido sordo en su víctima. El sacerdote le obligó a volver la cabeza para contemplar los cuerpos mutilados que pendían del árbol. Trazó un surco rojizo a través de la mejilla del aterrorizado sujeto al señalar los macabros trofeos. Los toltecas que le sostenían los brazos no pudieron evitar esgrimir una sonrisa.

—¡Mirad, alimaña! —exclamó el diácono tomándole la cabeza con ambas manos—. Esos hombres eran mis compañeros. —Los ojos del cautivo eran un caos de confusión—. Seguramente os diste un festín con su carne.

Kaman se disponía a destripar al caníbal cuando el eco de las palabras del extranjero se lo impidió. Volvió la vista y estudió la mirada helada del mestizo.

—¿Qué habéis dicho, ojos grises? —inquirió con interés.

Taloc se limpió el sudor que le perlaba el cuello y respondió—: Tal vez este miserable conozca los alrededores y nos guíe hasta los linderos de la jungla negra. —Sonrió—. Eso nos ahorraría muchas penalidades.

Taplotec, cruzado de brazos, asintió con aire reflexivo.

Kaman suspiró y enarcó las cejas, sopesando aquellas palabras.

—Sabio consejo, ojos grises —afirmó con un leve cabeceo. Se giró hacia el despojo echado a sus pies y sonrió con dureza—. Los verdaderos dioses han querido que vuestra miserable vida perduré al menos unos días más. —Dicho esto, el diácono de Ximexcal tiró de la gorda papada y cercenó la oreja izquierda del caníbal con pavorosa habilidad. El hombre chilló como un cerdo en celo y se desplomó sobre el limo y los cuerpos sin vida de sus congéneres.

—Atadlo con cuidado y no lo perdáis de vista —le ordenó el sacerdote a sus hombres.

II

Abandonaron aquella aldea cochambrosa poco antes del mediodía. Al parecer las habilidades de Kaman habían conseguido vencer la reticencia del cautivo de acompañarles hasta Kythal. El miedo a los demonios que moraban en aquella jungla maldita era más grande que el temor que sentía por el diácono de Ximexcal. Había perdido la otra oreja y tres dedos antes de someterse a la voluntad de su captor.

Taloc se abría camino a través de la asfixiante floresta plagada de insectos y de tupida espesura, pero estaba acostumbrado a las penurias que ofrecía la jungla ecuatorial y aquello no mermaba su vitalidad. Lo que en verdad empezaba a molestarle era el extraño silencio que parecía haberse apoderado de aquel océano de fulgurante verdor. Desde hacía un buen trecho los chillidos de los simios y los graznidos de las aves selváticas les habían abandonado. En su lugar, les escoltaba un mutismo espeluznante, apenas quebrantado por el ocasional siseo de la corriente a través del estrecho dosel vegetal que se alzaba por encima de sus cabezas. Los toltecas también percibían el inusual silencio y oteaban los alrededores con profundo recelo. Tan solo Kaman esgrimía un curioso desenfado mientras arrastraba al obeso cautivo de una liana que le había atado al cuello. En su expresión se apreciaba una sombra de locura que aumentaba la preocupación de sus acompañantes, condenados a seguirle hasta aquella tierra sombría, plagada de peligros.

—¿Lo escucháis? —musitó Taplotec posando una mano sobre los hombros sudorosos del mestizo. Taloc se volvió y aprovechó para tomarse un breve respiro en medio de aquel sofoco.

—¿De qué habláis? —le interrogó, tomando un trago de agua de la vejiga que pendía de cinto—. Lo único que escucho es el gemido del viento entre los árboles.

Los rasgos rocosos del nahuac se fruncieron con inquietud.

—Ese gemido son las voces de los muertos que han hollado esta tierra para no volver. —Los ojos oscuros del nativo destilaban un temor primitivo—.El fantasma de Azhuacan nos condena por desobedecer su mandato.

Taloc no puedo evitar sentir un escalofrío lamiéndole la nuca. La superchería iroquesa de la sangre materna comenzaba a cobrar vigor en sus entrañas. De manera inconsciente acarició la piedra de Odín.

—No queda otra opción mas que continuar —insistió con firmeza, tratando de convencer al nahuac—. Atrás nos espera la furia de los devoradores de hombres. —Contempló el siniestro bosque que amenazaba con engullirlos y se pasó la mano por la frente cubierta de transpiración—.Se necesitará más que el clamor de un fantasma para obligarme a regresar.

Taplotec se estremeció al observar cómo el mestizo desaparecía entre la espesa vegetación, desdeñando sus temores. Avergonzado, le siguió los pasos esperando que no dudara de su valor. Aquella tarde, el calor empeoró aún más con la llegada de un chubasco que les obligó a ralentizar la marcha. La tierra húmeda se había tornando en un cieno traicionero que hacía de cada paso un verdadera odisea. Los truenos iluminaron el firmamento con su furia, convirtiendo el resplandor en cientos de dedos monstruosos que consiguieron acelerar el corazón de los silenciosos guerreros. El mismo Taloc experimentó una punzada en la boca del estómago al ver cómo uno de los rayos golpeaba a cierta distancia y partía en dos un inmenso árbol que se deshizo en medio de un crujido abrumador. Los nativos intercambiaban miradas de espanto y en sus rostros se adivinaba una honda incertidumbre. Tal vez imaginaban que aquel espectáculo era una señal de los dioses para que abandonaran la herética empresa.

No obstante, la compañía siguió avanzando a pesar de las inclemencias de la naturaleza y las señales sobrenaturales que pretendían detenerlos. La lluvia cesó poco antes del anochecer y el ánimo cambió cuando uno de los batidores anunció la cercanía de una caverna en la cual podrían pernoctar. El lugar era amplio y se hallaba empotrado en una inusual formación rocosa que se alzaba unos metros por encima de la jungla circundante. Taloc frunció el ceño al percibir el punzante hedor del guano que flotaba en el interior de la gruta. Sin embargo, aquellos desechos les servirían para prender la hoguera que les calentaría los ateridos huesos.

Los toltecas no tardaron en reunir una buena cantidad de guano y algunas ramas secas para encender un buen fuego. El humo se alzó con lentitud y los aventureros fueron presa de la tos e irritación, pero pasaron estas molestias por alto al sentir la reconfortante caricia de las flamas entibiando los cuerpos temblorosos castigados por la lluvia. Taloc y Taplotec se acomodaron cerca de la boca de la caverna en un intento por evitar el humo que se condensaba con lentitud en el techo oscuro del subterráneo.

El mestizo estudió al silencioso grupo mientras masticaba un pequeño reptil que había cazado durante la marcha. Su mirada acerada se detuvo unos instantes en el cautivo que les acompañaba. Las mutilaciones ocasionadas por Kaman no eran más que grotescos grumos oscuros en su cabeza hinchada. Empero, lo que en verdad llamó la atención del joven guerrero fue el brillo febril de aquellos ojos almendrados. Una sensación extraña le recorrió la espina dorsal al sentir el peso de aquella mirada turbia y desesperada. No obstante, el prisionero dio un respingo cuando el diácono de Ximexcal se acuclilló a su lado y retiró el trozo de cáñamo que le apretaba el gaznate. El sacerdote se desentendió del cautivo y se frotó las manos engarrotadas enfrente de las flamas. El palpitar de la hoguera creaba formas siniestras que parecían enzarzase en una lucha fratricida con los tatuajes que le coronaban la testa pelada.

—¿Qué nos espera más adelante? —inquirió uno de los guerreros, rompiendo la frágil tranquilidad que reinaba en el interior de la gruta. Todos volvieron la atención hacia el líder de la expedición.

Kaman dibujó una sonrisa espectral que adquirió un tinte inquietante bajo el fulgor de las llamas.

—Fama y fortuna, hermanos míos —respondió abriendo los brazos colmados de brillantes pulseras de jade y lapislázuli—. Vuestra gesta se cantará en los templos y el pueblo se arrodillará a vuestro paso. —La locura bailaba de nuevo en sus pupilas al recorrer los semblantes macilentos de los miembros de la mermada compañía—. Además, la leyenda dice que una gema monumental se esconde en el interior de Kythal, una joya que colmará de poder y gloria a aquel que consiga hacerse con ella.

El tenso silencio que acompañó aquella intervención demostraba la impresión que había causado entre los hombres. Los supersticiosos nativos ocultaban la consternación y la codicia que luchaban a partes iguales en su interior. Por una parte, consideraban a su caudillo un terrible hereje que atraería sobre ellos la venganza celestial. Pero por otro lado, creían seriamente en la posibilidad de que en lo más hondo de aquella selva pudieran encontrar la fortuna que tantas veces les había sido esquiva. La mayoría eran parias y proscritos, hombres llevados al extremo que sospechaban que aquella desesperada aventura podría ser la última oportunidad de sacarle algo de provecho a sus oscuras existencias.

—Lo único que encontraréis en esa tierra infame será la condenación y la muerte —interrumpió el prisionero en un tolteca burdo, casi ininteligible.

La seducción de las palabras de Kaman se disolvió ante la inesperada afirmación del cautivo. Todos los ojos se giraron hacia la silueta temblorosa y sucia agazapada en el rincón.

—Caeréis en las garras de los demonios que moran en la jungla negra y rogareis que os maten mientras os ofrecen como sacrificio a su dios reptil. —Una mueca enfermiza asomaba en aquel rostro mutilado tras pronunciar estas palabras.

Kaman parpadeó furioso y se abalanzó como un rayo sobre el caníbal.

—¡Calla, bastardo! —rugió con furia, cruzándole el rostro de una bofetada. Sin embargo, después de las torturas a las que había sido sometido, aquella acción provocó un gesto altivo en el antropófago. Se pasó la lengua por el hilillo de sangre que manaba de sus labios y desafió a su captor con ojos ardientes.

—¡Todos vosotros deseareis estas muertos cuando veáis el horror que oculta Kythal! —Sonrió mientras la sangre se espesaba en su boca—. Yo he sido testigo de cómo secuestran a los niños y he escuchado el clamor agudo en las noches de luna llena. —Sus rasgos mutilados aumentaban el horror de sus palabras—. Son bestias con forma de reptil…

La intervención cesó cuando Kaman le golpeó con violencia, haciéndole perder el conocimiento. Cuando el diácono se volvió y estudio los semblantes demudados que le observaban, comprendió el daño que había hecho la intervención del prisionero. Tan solo Taloc le ofrecía un gesto burlón y desafiante que despertó la admiración del adorador de Ximexcal, confirmándole que aquel extranjero de ojos grises estaba hecho de una fibra muy diferente a los demás.

Antes de despuntar el sol ya estaban en camino hacia la parte más austral del inmenso mar de jade que les rodeaba. Después de un buen rato, el medio vikingo descubrió que el sacerdote le había cortado la lengua al prisionero. Nunca más tendrían que escuchar su espeluznante perorata. A pesar del desenfado que demostraba ante los demás, Taloc experimentaba un punzada aguda en la boca de estómago. No sabía si se trataba de miedo o excitación ante lo que les deparaba aquella empresa. Las palabras de la noche anterior habían conseguido afectarle de una manera que no podía comprender. No obstante, su herencia nórdica consiguió apaciguar en parte las dudas que flotaban en su cerebro. Centró la atención en las riquezas que ocultaría aquella jungla plagada de leyendas y horrores.

Las clepsidras se convirtieron en un tormento de agobiante bochorno y desesperación. Las gigantescas raíces de los árboles les obligaba a desviarse a menudo del sendero, plagado ya de arenas movedizas y florecimientos rocosos casi imposibles de sortear. La luz del astro rey apenas conseguía filtrar algunos rayos entre la maraña arbórea que se elevaba por encima de la selva, creando un extraño marco de claroscuros que confundía la vista de los agotados expedicionarios. No tardaron en comprender que se trataba de los primeros hombres que recorrían aquel terreno salvaje en muchas décadas. Para aumentar el desasosiego, fueron acompañados por un silencio ominoso que les confirmaba la ausencia de cualquier tipo de vida animal. Así continuaron, sin pausa ni descanso, hasta que divisaron entre la penumbra del dosel arbóreo una pequeña elevación. Animados por este súbito descubrimiento, aceleraron la marcha a pesar del cansancio que les consumía sin piedad. Taloc se despegó de sus acompañantes, exigiendo un último esfuerzo a los ateridos músculos para alcanzar la cima de collado. Cuando coronó el pináculo quedó sin aliento ante el espectáculo que se desplegaba ante sus ojos.

La cresta era la cima de una pared vertical de unas doscientas varas de profundidad, que desembocaba en un caudaloso río que rugía con altivez en el fondo de la cañada. Mientras estudiaban la densa floresta que dominaba la orilla opuesta del caudal, los demás observaron con perplejidad aquel accidente geográfico que echaba por la borda cualquier posibilidad de continuar. Una visión inquietante que se extendía hasta donde alcanzaba la vista.

—Kythal está cerca —exclamó Kaman rompiendo el hechizo de fascinación que les tenía atrapados—. Pronto disfrutaremos de riquezas nunca antes vistas por el ojo humano.

Uno de los toltecas, un sujeto calvo y huraño, escupió con desprecio a los pies del sacerdote.

—Todo ha sido en vano, Kaman. —La frustración emponzoñaba sus palabras—. No hay manera de librar este acantilado. Todo ha terminado.

El adorador de Ximexcal le ofreció un gesto lobuno y señaló el estrecho sendero que se insinuaba entre las rocas entibiadas por el sol.

—Hay una manera de alcanzar el otro lado —aseguró con autoridad, captando la atención de los expedicionarios—. Dos clepsidras hacia el oeste, el acantilado disminuye su altura en un saliente en el cual existe un puente que podremos utilizar.

—¿Y cómo sabéis todo esto? —le interrogó el tolteca con recelo.

Kaman señaló al miserable que arrastraba a sus espaldas y palmeó la hoja de obsidiana que pendía del cinto.

—Mi amigo y yo hemos tenido una charla muy amena antes de que le rebanara la lengua. —Sonrió de aquella manera espeluznante que a todos impresionaba—. Por eso conozco la existencia de la pasarela.

Taloc se irguió con esfuerzo, las piernas no eran más que dos apéndices palpitantes. Tomó una bocanada de aire turbio y contempló al sacerdote.

—Si habláis con la verdad —dijo con gravedad—. Entonces el pontón estará bien vigilado.

El clérigo se alzó de hombros, restándoles importancia al asunto.

—Es un peligro que tendremos que correr —apostilló con tranquilidad—. Sin riesgo no hay recompensa.

Los guerreros intercambiaron miradas de apremio, conscientes de que habían recorrido muchas leguas y peligros para recular ahora. La seducción de aquel tesoro de leyenda era más fuerte que cualquier temor. Sin decir palabras, se organizaron y tomaron el sendero que recorría el borde del profundo despeñadero. Aquella traicionera ruta les condujo hasta los linderos del río en el doble de tiempo que Kaman había presupuestado. Había sido un camino peligroso que les obligó medir cada paso, a pesar del creciente anhelo de encontrar el puente que les llevaría hasta el corazón de aquella jungla y todas sus riquezas.

La tarde caía ya cuando divisaron el resplandor de la estructura siluetada con dramatismo por el poniente. Agotados por la tensa marcha a través del sendero, hicieron de tripas corazón para llegar a la pasarela antes del anochecer. Después de media clepsidra alcanzaron su objetivo, a pesar de que el sol no era más que un brillo sangriento y difuso devorado por el océano de verdor que se alzaba en la distancia. Con la creciente penumbra la ribera contraria adquirió unos tintes siniestros que consiguieron disipar el deseo de cruzar el vetusto puente de lianas. Taloc y Taplotec contemplaban aquella lúgubre penumbra con un vacío en el estómago. Un halo siniestro emanaba de otro lado del río, una sensación tan fuerte que parecía abofetearles y cerrarles el paso. Al mirar a los demás advirtieron el mismo desasosiego en sus rostros quemados por el sol.

—Os puedo jurar que algo maligno palpita entre esos árboles —comentó Taplotec sin apartar la vista de aquella jungla espesa y tenebrosa.

Taloc se mordió los labios y a su pesar admitió que el taciturno nahuac hablaba con la verdad. Él mismo experimentaba un curioso hormigueo al fijar la atención en las raíces y las ramas retorcidas que se advertían al otro lado del puente. De alguna manera vaga se asemejaban a los apéndices monstruosos y palpitantes de las horrendas criaturas que pululaban en los relatos de su padre. Gigantes de las profundidades capaces de devorar un drakar con toda su tripulación.

A pesar de los recelos siguieron a los demás hasta la estructura del pontón. Un murmullo de sorpresa surgió entre los toltecas al constatar que aquel puente había sido fabricado con un material desconocido para ellos. Acariciaron aquellas fibras verdosas e intentaron realizar un corte con sus hojas de piedra sin ningún resultado. Algunos miraron al medio vikingo, esperando que hiciera lo propio con sus misteriosas armas de acero. Ante la insistencia silenciosa de sus compañeros de aventura, Taloc dejó caer el hacha con vigor sobre la estructura colgante. Dio un respingo al ver cómo el metal rebotaba sobre las fibras sin hacer ningún daño.

—¡Esto es magia de alguna clase! —bramó uno de los toltecas al retroceder horrorizado.

Los demás musitaron entre sí con desconcierto y algunos realizaron el signo para evitar el mal de ojo. Se alejaron unos pasos del pontón, sin saber muy bien qué hacer.

Kaman se abrió paso entre ellos, destilando el mismo desenfado y confianza que había conseguido seducirlos para seguirle hasta aquel lugar prohibido. Rozó la exótica fibra con los dedos y sonrió con alegría.

—¿No lo veis? —inquirió, paseando sus ojos ansiosos sobre los guerreros—. Ximexcal nos ofrece una vía libre y segura para alcanzar Kythal y disfrutar de sus tesoros. El Señor de la muerte es más poderoso que cualquier herejía que adoren los come hombres.

El mismo sujeto huraño que había protestado antes le miró con recelo.

—No me gusta esto, sacerdote —afirmó, contemplando con nerviosísimo la pared de cientos de varas de profundidad que descendía hasta el embravecido torrente—. Este puente debe tener al menos cien años y no tiene rastros de decadencia. —Se volvió hacia los otros, buscando algo de apoyo—. Esto es hechicería de la peor clase. No voy a poner un pie en esa selva maldita.

Kaman tomó una profunda bocanada de aire y Taloc percibió una sombra asesina detrás de sus ojos rasgados. Sin embargo, se contuvo y respondió con pasmosa tranquilidad.

—Aquellos de vosotros sin el valor suficiente para continuar podéis dar la vuelta y regresar por donde vinimos. —Señaló el accidentado sendero que les había llevado hasta allí, ahora sumido en la penumbra cerúlea del anochecer.

El silencio que siguió a continuación fue quebrantado por el bramido de la corriente que se estrellaba contra las rocas en el fondo del desfiladero. Kaman sonrió con sorna, sabedor de que ninguno de ellos se atrevería a abandonarle en medio de aquel territorio de pesadilla, no con una caterva de antropófagos sedientos de venganza pisándoles los talones. Estaban en sus manos y podría hacer con ellos lo que se le antojara.

—Montad un campamento para pasar la noche —ordenó con sequedad—. Mañana cruzaremos el puente.

Todos intercambiaron gestos aprensivos pero obedecieron a regañadientes.

—Podrían matarle —reflexionó Taplotec, quien no sentía ninguna simpatía por el diácono de Ximexcal—. Podrían acabar con él y buscar la manera de abandonar esta tierra condenada.

Taloc sonrió y le pasó un odre repleto de agua fresca que acababa de llenar en un manantial.

—Su poder es más que físico —replicó el medio vikingo, limpiándose los labios con el dorso de la mano—. No se atreverían a tocarle, pues eso significaría despertar la ira de Ximexcal.

Taplotec se alzó de hombros y bebió un buen trago del pellejo.

—Ya veremos el verdadero poder de Ximexcal cuando crucemos ese pontón y pongamos pie en la selva de los demonios —reflexionó con aire sombrío.

Taloc se limitó a asentir, tratando de disimular la punzada que le roía las entrañas. Cualquier asunto con las deidades sangrientas de aquellas tierras la ponía los pelos de punta.

III

Pasaron la noche en medio de una leve duermevela, sin apartar la atención de la boca oscura en que se había convertido el otro lado del acantilado. Algunos juraron haber escuchado aullidos y risas demenciales provenientes de la jungla, pero optaron guardarse aquello e imaginar que no era más que un simple sueño producto del cansancio y la tensión. Con las primeras luces desayunaron en medio de un creciente desasosiego. Las habituales charlas matutinas se tornaron en miradas huidizas y ceños fruncidos. Kaman se paseaba entre ellos esgrimiendo una tranquilidad que no hacía más que exacerbar el nerviosismo de sus acompañantes.

El primero en poner pie en el pontón fue el mismo sacerdote de Ximexcal. Al principio lo hizo con algo de vacilación, a pesar de que no quería demostrar temor ante sus seguidores. Cuando estuvo seguro de que aquella estructura gimiente y bamboleante era lo suficientemente segura para soportar su peso, se volvió con un gesto triunfal conminándoles a seguirle. El cautivo le seguía los pasos con torpeza, boqueando con esfuerzo mientras el nudo de la soga atada al cuello se apretaba con cualquier movimiento de su captor. Cuando hubieron avanzado unos veinte pasos sobre la plataforma, el medio vikingo miró hacia las profundidades y respiró hondo antes de adelantarse sobre el pontón de lianas. Al principio, los músculos se le engarrotaron y su corazón empezó a latir con furia al percibir la ligera oscilación de la estructura. Vaciló por medio latido, pero consiguió controlar el miedo y fijó la vista en el sacerdote que ganaba camino y estaba a punto de alcanzar la mitad del puente colgante.

—Odín, dadme valor —musitó, midiendo cada paso sobre la estrecha pasarela. Al fondo de la cañada, el rumor de la corriente parecía una invitación para arrojarse al vacío sin remisión. La estructura gimió y se estremeció cuando la fila de hombres que le seguían continuaba avanzando hacia el extremo opuesto, que no era más que una mancha de niebla palpitante.

Tardaron casi media clepsidra en cruzar la plataforma con tiento y cautela. Pero no todos tuvieron tanta suerte, casi al final uno de los individuos que cerraba la marcha perdió pie y resbaló en medio de un horrendo alarido que fue absorbido por el fragor de la corriente del río. Los demás auxiliaron a los tres restantes que se colgaron de la estructura, arrojándoles tiras de cáñamo a las que se asieron con desesperación, mientras el violento cabeceo del puente ocasionado por la caída del aquel miserable conseguía suavizarse. Taloc se asomó al borde del abismo pero la bruma que reinaba allí abajo no le permitió ver lo sucedido con el infortunado tolteca.

Pero la pérdida del guerrero se vio de pronto eclipsada por el inquietante entorno que les rodeaba. No había ningún sonido o signo de vida en las inmensas ceibas negras que se elevaban como titanes por encima de la selva. Sus gruesas raíces parecían enzarzadas en lucha sin fin que proseguía en las entrañas de la tierra, con los zarcillo de bruma jugando a su alrededor como dedos fantasmales. No había senderos o sotobosque que les permitiera abrirse camino para alcanzar el corazón de la jungla. Tendrían que sortear las enmarañadas raíces si pretendían dejar atrás el traicionero puente que había cobrado la vida de uno de ellos.

Taloc perdió la noción del tiempo al desplazarse con dificultad a través de los interminables obstáculos que les ponía enfrente la naturaleza. Gateaban, escalaban y se arrastraban como insectos sobre aquellos gigantes milenarios cubiertos de verdín. Decidieron atarse una liana en la cintura para que ninguno se extraviara en aquel infierno de sofoco y enloquecedor silencio. Al tiempo que se sumergían en la espesa selva, la luz del sol perdía vigor y apenas unos débiles rayos conseguían arañar el sólido dosel que se elevaba de manera siniestra sobre sus cabezas. No obstante, después de un buen trecho, todo cambió de manera dramática cuando el fulgor del astro rey les golpeó con todo su poder al abrirse ante ellos un pequeño claro en medio de aquella tierra hostil.

Ninguno se movió a pesar de la apariencia pacífica del lugar. Permanecieron atentos a todo lo que sucedía alrededor, estudiando el entorno con la desconfianza propia del mercenario. Aquella tranquilidad era aún más agobiante a medida que pasaba el tiempo y se veían afectados por el sopor provocado por el azote del sol en su cenit. Fue finalmente el mestizo quien decidió explorar el paraje. Se libró del petate repleto de abalorios y alimento y se fijó las armas al cinto. Miró a Taplotec y luego se deslizó entre los grandes árboles para alcanzar el firme. De reojo vio los ojos encendidos de Kaman siguiendo con atención cada movimiento.

Sus pies hollaron aquel suelo cubierto de helechos y piedrecillas afiladas que consiguieron traspasar la suela de las sandalias. No obstante, el guerrero norteño soportó la breve agonía y permaneció al acecho sin mover un solo músculo, consciente de que la muerte podría materializarse detrás del muro de vegetación que le rodeaba. Taloc podía sentir cómo su respiración se ralentizaba y el bombeo del corazón latía en sus sienes con intensidad. Era aquella sensación intoxicante lo que en verdad apreciaba del peligro. Sonrió como un lobo y se deslizó con agilidad buscando las posiciones más ventajosas. Miró hacia el dosel arbóreo y sintió las miradas de sus compañeros hormigueando sobre la piel. Entonces, sus ojos detectaron un destello vago unos pasos más adelante. Intrigado, empuñó el cuchillo en la diestra y corrió con sigilo bajo la protección de los helechos que pululaban por doquier. Por fin se detuvo y estudió con asombro la imponente estructura que dominaba el centro del descampado. Se revolvió como un felino a captar un sonido a sus espaldas. El movimiento entre la espesura desveló el cuerpo nervudo y cetrino de su compañero de armas. Taplotec se dejó caer a un lado del mestizo y quedó mudo al contemplar los extraños pilares que refulgían bajo el sol hiriéndole las pupilas.

—Por todos los dioses nahuac —musitó el nativo después de unos momentos de estupor—. Esto no es obra de hombres.

Taloc no respondió, estaba fascinado con aquella aparición imposible. Algo en su interior se agitó al sospechar que estaban hechas de un material similar al acero de sus hojas. ¿Pero cómo era posible aquello? En los relatos de su progenitor se hablaba del misterio del acero y lo difícil que era encontrar la cantidad adecuada para realizar una buena hoja de combate.

Al ver aquellas moles, tan altas como cuatro hombres, comprendió que las palabras de Taplotec no podían ser más acertadas. Ningún ser humano habría podido fabricar algo de esas dimensiones con tal pulcritud. Los guerreros se irguieron con recelo y avanzaron hasta el lugar donde los pilares se enterraban en la tierra húmeda como las garras de un rapaz. Taloc pasó la mano sobre la superficie reluciente y experimentó un remezón en las entrañas. La aleación era tibia al tacto y reflejaba su imagen como un lago en calma. De manera instintiva reculó y se frotó los dedos contra el cuero de las calzas. Se sintió pequeño y frágil en comparación con los misteriosos constructores de aquellos pilares. Imaginó que se trataba de gigantes inconquistables que les podrían aplastar como miserables hormigas. Por primera vez se preguntó si había sido acertado acompañar al díscolo sacerdote en aquella intempestiva expedición.

Los demás fueron abandonando la seguridad del boscaje, atraídos por aquellas extrañas estructuras. Se arremolinaron como niños curiosos, fascinados y aterrados al mismo tiempo. Kaman sonreía exultante, arrastrando al mutilado caníbal como si se tratase de un perro. El sacerdote acarició con lentitud la superficie lisa y brillante de los pilares y musitó algo para sí que los demás no pudieron entender. Sin embargo, la fascinación dio paso a un profundo recelo al comprender que ningún hombre había pisado aquel territorio prohibido. Los temores viscerales que suelen acosar a las mentes primitivas despertaron nuevamente y los toltecas empezaron a otear los alrededores con atención, sabedores de que se hallaban expuestos en medio del claro. Aquellos pilares dejaron de ser una novedad para convertirse en un agobiante horror que constataba la existencia de seres sobrenaturales en aquel lugar. A pesar de ello, los guerreros continuaron adentrándose en esa jungla oscura y silenciosa, arrastrados por una codicia ciega, e impulsados por la magnética personalidad del diácono de Ximexcal.

Dejaron atrás la explanada y se sumergieron otra vez en la agobiante y muda floresta que les cerraba el paso. Las clepsidras pasaron con lentitud y les pareció que llevaban una eternidad deambulando en medio de aquella siniestra lobreguez en la que apenas se intuía la luz del sol. Entonces, en la distancia, vislumbraron otro claro y los familiares pilares se materializaron enfrente de ellos. Confusos, estudiaron los alrededores, imaginando que habían avanzado en círculos hasta retornar al mismo lugar. No obstante, fue Taplotec quien consiguió desvelar el misterio al advertir un regato que discurría a pocos pasos de allí, confirmando que se encontraban en una nueva locación. Abrumados por el misterio que entrañaban los pilares, los guerreros decidieron separarse y revisar las inmediaciones antes de que las sombras de la noche se enseñorean con aquel escalofriante paraje.

Echaron las parejas a la suerte y Taloc y Kaman fueron elegidos. El medio vikingo hubiera preferido la compañía de Taplotec, pero el inescrutable sacerdote era un tan buen guerrero con el nahuac y le cubriría las espaldas de ser necesario. Ambos tomaron hacia el extremo meridional de la explanada, sorteando los florecimientos rocosos cubiertos de verdín que circundaban el arroyuelo que recorría el bosque que habían dejado atrás. Se movían con el sigilo de las bestias, sin producir ningún sonido al avanzar sobre el tapete de raíces y hojas en descomposición que hollaban sus pies. Kaman corría delante del mestizo, ojeando los alrededores sin perder detalle. Su cuerpo sudoroso se perfilaba como una mancha espectral en medio de los árboles oscuros e inquietantes que se alzaban frente a ellos. Al cabo de un rato se detuvieron cerca de un roquedal que se elevaba en medio de la espesura. Jadeantes, bebieron un poco de agua y estudiaron los postreros rayos solares que dotaban a las copas de los árboles de un halo dorado.

—Pronto anochecerá —comentó Taloc con preocupación, consciente de los horrores que engendraba la oscuridad—. Es mejor reunirnos con los demás.

Kaman se pasó la mano por la cabeza afeitada y le ofreció un espeluznante gesto que su compañero tradujo como una sonrisa.

—Primero quiero echar un vistazo desde la copa de esos árboles—señaló con el dedo un titán de al menos doce varas de altura—, es la única manera de guiarnos en este condenado laberinto de oscuridad.

Taloc se alzó de hombros y asintió. Sostuvo las armas y el petate del diácono y le ayudó a alcanzar las ramas más bajas. Luego le siguió con la mirada mientras desaparecía entre el espeso ramaje de aquel gigante vegetal, hasta que lo único que pudo percibir fue el roce de su cuerpo entre las hojas. El medio vikingo tomó una bocanada de aire y cerró los ojos por unos instantes, dejándose llevar por el silencio antinatural que dominaba el lugar. Pensó en su madre y en la nación iroquesa de la que alguna vez formó parte. Pero todo aquello había quedado atrás por el afán de aventura y fortuna que había heredado de su progenitor. Aquellos recuerdos se esfumaron al percibir un zumbido extraño que le heló la sangre en las venas. De manera instintiva echó mano de las armas y se agazapó detrás del grueso tronco que le servía de cobijo. Alzó la vista hacia el dosel arbóreo, pero no se atrevió a llamar al diácono para no desvelar la posición. Su instinto le advertía que algo se acercaba en medio de la creciente penumbra que se extendía sobre la jungla.

El zumbido se transformó en un siseo agudo y el guerrero imaginó que el desbocado latido de su corazón podría escucharse a leguas a la redonda. Entonces, sus ojos acerados vislumbraron las siluetas encorvadas que se perfilaban a contraluz. Sintió un estremecimiento involuntario al constatar que había algo inhumano en los movimientos furtivos de aquellos seres. Las sombras no tardaron en desaparecer de su campo de visión, dejándole sumido en el desconcierto. Esperó en la penumbra, acosado por la incertidumbre y rememorando las pavorosas leyendas que había escuchado acerca de la jungla de boca de los toltecas.

De repente, sus músculos se tensaron como cuerdas de acero al percibir un leve movimiento a sus espaldas. Se volvió con la velocidad de un ciclón y bloqueó con el hacha el golpe de una garra afilada que buscaba con ansias su cuello. Ahogó un grito de espanto al advertir el fulgor bestial de unos ojos enrojecidos que le taladraban el alma. Un clamor gutural surgió del rostro inhumano que se le echaba encima, lanzando furiosas dentelladas. El mestizo reculó horrorizado, sin bajar la guardia y fintando con hacha y cuchillo para mantener a raya aquel cuerpo nervudo cubierto de escamas. Lanzó un tajo diagonal que cercenó una garra, provocando un aullido espantoso que le encogió el corazón. Sin embargo, la espantosa mutilación no hizo más que ahondar los esfuerzos de la abominación por acabar con su rival. Ahora Taloc pudo ver con claridad el horror al cual se enfrentaba. Enfrente se encontraba una criatura con las proporciones de un hombre, pero con el rostro alargado de un reptil y el cuerpo cubierto de escamas verdosas que arrojaban un sinfín de tonalidades al ser acariciadas por el fulgor del anochecer. Sus extremidades eran rematadas por tres garras amarillentas similares a las de un águila, una de la cuales no era más que un muñón sanguinolento. La criatura se arrojó de nuevo sobre el medio vikingo, el cual recibió a su oponente con un concierto de acero que consiguió enfurecerle aún más.

—¡Morid de una vez, condenado monstruo! —rugió Taloc, airado y apretando los dientes al sumergir la hoja entre las costillas del reptil, una y otra vez. Pero aquella abominación reculó enseñando los colmillos y jadeando sin denotar la gravedad de unas heridas que ya hubiesen matado a un hombre normal. El medio vikingo comenzó a experimentar un profundo terror al comprender que cada golpe mermaba sus fuerzas ante aquel ente que parecía insuperable.

Con las venas insufladas de adrenalina, consiguió esfumar el horror que trepaba por sus tripas y se lanzó hacia adelante en medio de un pavoroso grito de batalla. El saurio rugió también y aguantó la embestida de humano como pudo. Pero no evitó que la hoja de guerrero le amputase otra de las zarpas afiladas, haciéndole perder el control. La criatura escamosa reculó de manera instintiva al comprender que no se enfrentaba a un hombre cualquiera. Pero su naturaleza bestial se sobrepuso y arremetió con renovado brío contra el guerrero de mirada acerada. Taloc fintó con presteza, y aunque una de los espolones consiguió rozarle el costado, hundió con vigor la cabeza del hacha en el cráneo rocoso de la criatura. El lagarto se deshizo a sus pies en medio de un violento estertor de muerte. En ese momento, el mestizo fue consciente del repugnante hedor que despedía aquella criatura malévola. Un efluvio punzante que le provocó una fuerte arcada que le dejó la garganta llena de bilis.

Agotado por el infernal combate, se dejó caer sobre el tronco sin apartar la vista del abatido rival. Revisó con detenimiento su cuerpo en busca de heridas graves, pero no tenía más que rasguños superficiales bastante dolorosos. Se sobrecogió al echarle un vistazo a la zarpa ensangrentada que yacía a sus pies. Tan sólo los dioses y su pericia habían evitado que fuese destripado por aquellos temibles espolones. Confundido, trató de imaginar la suerte sufrida por sus compañeros. De inmediato la imagen de Taplotec se materializó en su cerebro y sintió una punzada en la boca del estómago.

—Eso ha sido impresionante. —Aquella voz le recordó que no se encontraba solo en aquel paraje oscuro. La lid le había hecho olvidar al sacerdote por unos momentos.

Alzó la vista y se vio sorprendido por el brillo demencial y burlón en los ojos de Kaman. Por un momento, le pareció que aquel sujeto calvo y nervudo formaba parte del mismo universo bizarro de la criatura que acababa de ultimar.

— ¿Estuvisteis allí todo el tiempo? —protestó indignado, al vislumbrar la situación.

Kaman le ofreció un gesto desconcertante y se descolgó del árbol con agilidad. Palmeó el hombro sudoroso del medio vikingo y estudió el despojo de la criatura con morbosa fascinación. Al constatar la expresión furibunda de su compañero sonrió con desdén.

—Cuando escuché los gritos y el roce de la lucha ya habíais sentenciado la suerte de esta…cosa. —Señaló el cuerpo ensangrentado con el mentón—. Había escuchado acerca de estas abominaciones en las viejas leyendas y en los escritos —agitó la cabeza con aire pensativo—, pero nunca pensé que pudiesen ser verdaderas.

—Pues ahí lo tenéis, Kaman —replicó el medio vikingo con un jadeo, tratando de recuperar el aliento después del angustioso combate—, las leyendas acerca de los demonios de la jungla negra son una pavorosa realidad.

Los ojos del sacerdote refulgieron con una emoción extraña al encarar al guerrero.

—Eso también significa que las habladurías acerca de los tesoros son ciertas —reflexionó, esbozando una fría sonrisa—. Y seguramente no están muy lejos de aquí.

Taloc respiró con aprensión, consciente de que más de aquellas horrendas criaturas merodeaban por el claro.

—Primero tendremos que salir con vida de esta selva infernal, sacerdote —le exhortó recorriendo los alrededores con desasosiego.

Como si sus palabras fueran una premonición, el ominoso silencio de la floresta se convirtió en una cacofonía de aullidos y gritos angustiosos que les dejaron sin aliento.

La expresión altiva del diácono de Ximexcal se transfiguró en una máscara de inquietud. Sus ojos encendidos buscaron sin éxito el origen de aquel pandemonio, mientras el sonido de la lucha le taladraba los tímpanos y parecía surgir de todos lados al mismo tiempo.

Taloc fue el primero en reaccionar, adentrándose en la densa penumbra que había terminado por sofocar los últimos rayos del atardecer, tornando la jungla en una espeluznante mancha de lobreguez. Kaman parpadeó y consiguió controlar la confusión que le embotaba los sentidos. Apretó el mango del garrote y corrió tras los pasos del mercenario norteño.

La poca luz que persistía en el firmamento desveló una imagen de pesadilla. Los toltecas formaban un círculo defensivo en torno a uno de los pilares, luchando con macanas, hachas y cuchillos en contra de la caterva bestial que les acosaba sin tregua. Los saurios les doblaban en número y aullaban enloquecidos al ser alcanzados por las hojas afiladas de los nativos. Sin embargo, el arrojo de los toltecas era tal, que media docena de abominaciones yacían alrededor bañadas en su propia sangre oscura. Algunas reptaban moribundas sin dejar de producir el inquietante siseo que les caracterizaba. Pero a pesar del valor y la entrega de los toltecas, aquellos monstruos lograban extraer a los guerreros del círculo y los despedazaban con sus espolones y dientes afilados como una jauría de bestias hambrientas. En medio del frenético combate, Taloc vislumbró una silueta rechoncha que se alejaba con desesperación de aquella masacre. Reconoció de inmediato al caníbal mutilado que Kaman había arrastrado hasta la jungla. El medio vikingo dio un respingo al ver cómo una figura oscura y ágil le daba alcance y le destripaba sin misericordia.

Taloc no podía menos que estremecerse ante la horrenda carnicería que se desarrollaba en aquel lugar. Los aullidos de los hombres saurios y el clamor terrorífico de los miserables que caían en sus garras consiguieron revolverle las entrañas y sumirle en una espiral de confusión. Se vio abrumado por un horror innombrable que le urgía a correr y salir de aquella condenada jungla a cualquier precio. Pero el medio vikingo era un hombre tenaz, y poco a poco, consiguió recobrar el control de sí mismo. Miró de reojo al sacerdote y descubrió en su expresión una espantosa fascinación que le alarmó de una manera que no podía comprender. El combate culminó tan rápido como había comenzado. En medio de las sombras que se cernían sobre el claro, consiguieron vislumbrar las siluetas encorvadas deambular entre los cadáveres, siseando y luchando entre ellos por las posesiones de los caídos.

Taloc maldijo y apretó con vigor el amuleto de Odín entre los dedos manchados de sangre. Volvió la vista hacia su acompañante y advirtió una emoción oscura plasmada en aquel rostro anguloso. El medio vikingo se preguntó si existía algún trazo de humanidad en el corazón del sacerdote.

—Estamos en problemas —apostilló Kaman con un suspiro—. Es cuestión de tiempo antes de que esas criaturas infernales den con nuestro rastro.

El norteño se mordió los labios y escrudiñó de nuevo la explanada sembrada de muerte. El hedor de la sangre y las entrañas comenzaba a flotar con lentitud sobre la superficie de hojas podridas, una pestilencia dulzona que le aceleraba la respiración. Entonces, repasó la escena del combate en su cabeza y comprendió que apenas una docena de hombres había enfrentado aquella demoníaca legión. Suspiró con amargura al constatar que al menos diez guerreros continuaban con vida en algún punto de esa selva de pesadilla. Y entre ellos se encontraba su compañero Taplotec. Vislumbró la tenebrosa mancha que señalaba el confín de la floresta, e imaginó que el nahuac se encontraba observando la escena de la masacre. Esta reflexión consiguió apaciguar la impotencia y la ira que rugían en su interior.

IV

Aquella noche buscaron refugio en las copas de los árboles. Pasaron la jornada sumidos en un angustioso desasosiego, tratando de vislumbrar cualquier movimiento entre la broza que anunciara la llegada de los saurios. Taloc se encomendó a todas las deidades de su padre, mientras que Kaman elevaba blasfémicas peticiones a los seres oscuros que adoraba. Cuando el pálido fulgor del alba se elevó por encima del tenebroso dosel que cubría el firmamento, comprendieron que los dioses les ofrecían otra oportunidad.

—¿Escucháis eso? —inquirió el sacerdote de Ximexcal abriendo los ojos de par en par.

Taloc agitó la cabeza para apartar los humos de un sueño sin consumar y aguzó el oído. Le pareció escuchar un silbido entrecortado que subía de intensidad para luego decrecer en una nota aguda. Volvió la vista hacia el semblante demacrado del diácono y sonrió.

—Parece el llamado de un ave —concluyó Kaman, acariciándose la testa tatuada con aire pensativo.

—En efecto —constató el medio vikingo con alegría—, en un lugar donde no prospera la vida. —Conocía aquel sonido de memoria. Se trataba del chillido del tucán, el mismo que utilizaban los nahuac para encontrarse en medio de las tupidas selvas de su tierra natal. El clamor invadió de nuevo el perezoso silencio del amanecer para indicarles que no se encontraban solos. Animados por este hecho, los aventureros descendieron del gigantesco árbol con la esperanza de hallar a los compañeros que aún continuaba con vida.

Al cabo de un rato, se hallaban agazapados en el fondo de una fría caverna intentando sin éxito avivar una hoguera con ramas y hojas húmedas. Taloc se encontraba acuclillado junto a Taplotec, escuchando el extraño relato de uno de los toltecas que aseguraba haber seguido a las abominaciones hasta el fondo de un valle que se encontraba a un par de clepsidras de allí. Cuando el hombre terminó de relatar la historia, el sacerdote recorrió al puñado de supervivientes con la mirada. En la expresión taciturna de su cara se adivinaba la frustración que empañaba sus planes de gloria y fortuna. El brillo exultante de los ojos rasgados se había tornado en una sombra de vacilación.

—¿Decís que había una especie de altozano en el lugar? —le interrogó Kaman con interés, mirando de soslayo a los demás.

El tolteca frunció el ceño y acarició el disco dorado que pendía de su nariz aplastada.

—Sí, sacerdote —afirmó con un enérgico cabeceo—. Sin embargo, parecía estar fuera de lugar a pesar de estar cubierto de broza y arbustos.

Kaman dio un respingo y volvió la vista hacia el extranjero de ojos acerados. Algo diferente destellaba en el fondo de sus inescrutables pupilas.

—Al parecer se trata de la misma cúspide que vislumbré desde las copas el día anterior —constató con extraña emoción.

Taloc se mordió los labios, rememorando aquello y también el pavoroso combate que tuvo que librar para salvar la vida. El doloroso hormigueo en el costado se le recordaba con intensidad.

Entonces, el diácono de Ximexcal llevó la conversación a linderos más siniestros.

—Y las criaturas que custodian el lugar. —La pregunta despertó temores primigenios en los presentes— ¿Qué nos podéis decir de ellas?

La faz cetrina del tolteca perdió color cuando miró al intrigado servidor de los dioses. A pesar del frío que exudaban las paredes de la caverna, el nativo se pasó los gruesos dedos por la frente perlada de sudor.

—Los lagartos se internaron en el interior de la colina por algún lugar que no pude vislumbrar—contestó con vacilación—, no me atreví a seguirles de cerca, sacerdote.

Kaman enarcó una ceja y se cruzó de brazos, pensativo. Aquel hombre había actuado con valentía y no tenía nada que reprocharle, por el contrario, gracias a su furtiva aventura había confirmado sus sospechas acerca de lo que podría ocultarse detrás de aquel misterioso altozano.

— ¿No pensaréis internaros en esa fosa infernal?

Los ojos del sacerdote refulgieron airados al reconocer al mismo sujeto que se le había enfrentado en el puente colgante. Suspiró y entrelazó los dedos enjoyados sobre el abdomen.

—Hemos sufrido bastante para llegar hasta este condenado lugar —explicó con severidad, recorriendo los silenciosos rostros que le rodeaban y deteniéndose en el sujeto que le contemplaba con grosera altanería—. Creo que es justo que obtengamos una recompensa después de todo los que hemos pasado juntos.

Intercambiaron gestos de vacilación. Eran un puñado de guerreros desesperados, pero sabían muy bien que estaban a tiro de pájaro de poner sus manos en un tesoro legendario que ningún hombre había visto jamás. Muchos habían perdido la vida en aquella loca aventura, pero los que continuaban ilesos sospechaban que los dioses les guardaban las espaldas después de tantos peligros y tribulaciones. El mismo Taloc aceptó la lógica de las palabras del sacerdote. Además, su vena vikinga no le perdonaría abandonar aquella selva lóbrega sin siquiera un puñado de oro en su petate.

—¡Nunca pondré pie en la guarida de esos monstruos! —espetó el tolteca rebelde, irguiéndose con altivez. Señaló al hombre calvo que le fulminaba con ojos ardientes—. Sois un farsante y un necio, nunca debí dejarme arrastrar a esta condenada empresa. —Miró con desdén a los hombres acuclillados alrededor de la intermitente pira— ¿Continuaréis siguiendo a este demente o vendréis conmigo?

Taloc experimentó un ramalazo gélido ascendiendo por la nuca al advertir el cambio en las pupilas del sacerdote. Se trataba de la misma sensación visceral que había sentido al descubrir a los saurios arrastrándose entre el boscaje el día anterior. Algo aterrador palpitaba en el pecho de aquel sujeto, algo que había mantenido oculto y que ahora asomaba con toda su furia.

La expresión de Kaman se endureció y sus rasgos adoptaron un cariz sobrenatural que estremeció a sus acompañantes. Al erguirse, parecía haber ganado en estatura al tiempo que un aura de pavoroso poder exudaba de su humanidad. El tolteca que le había desafiado no era más que una sombra lóbrega dominada por la hipnotizante mirada del diácono de Ximexcal.

—¡Necio! —espetó, señalando al nativo con un dedo acusador—. ¿Cómo os atrevéis a desafiarme? ¡A mí, que he sido testigo del paso de las eras y el nacimiento de vuestra burda estirpe!

Volvió la vista hacia los atónitos guerreros que le circundaban y captó el terror mudo que les carcomía el alma. Paralizados ante el impresionante cambio acaecido en el diácono, jadeaban ante el poder invisible que les mantenía pegados a la pared de la gruta. Aterrados, vieron cómo Kaman avanzaba con tranquilidad hacia el pobre diablo que le había retado.

—Atestiguad lo que sucede a todo aquel que osa enfrentarse al poder de las estrellas —exclamó con un timbre siniestro que reverberó en los muros de piedra y traspasó el pecho de los toltecas como una aguja de hielo.

Los ojos del Kaman ardieron con un fuego inescrutable mientras tocaba el hombro del sujeto que temblaba apoyado contra el muro. Luego se inclinó y siseó unas palabras a oídos del nativo. El tolteca se estremeció y sus ojos se tornaron blancos al tiempo que era presa de una incontrolable convulsión.

Lo que siguió a continuación quedaría ligado de manera irremediable a todo aquel que salió airoso de aquella aventura, convirtiéndose en una fuente inagotable de pesadillas por el resto de sus días.

Taloc reprimió una arcada de repulsión al escuchar el crujido de los huesos y el siseo de la carne rasgada cuando aquel pobre diablo empezó a devorar sus propios dedos. Un clamor de angustioso terror emanó de las gargantas de los demás al ver el espeluznante espectáculo. Algunos gritaban, otros chillaban como chavales y unos pocos guardaban silencio, sin perder detalle de aquella espantosa situación al tiempo que la víctima masticaba su propia carne con la mirada perdida y sin rastro de sufrimiento. Kaman permanecía erguido en la embocadura de la caverna, contemplando todo aquello como una deidad ajena a las miserias de los hombres. Taloc apartó la vista de la funesta carnicería y sintió un dedo helado cortándole la respiración al estudiar con detenimiento los rasgos inhumanos del sacerdote.

La horrenda exhibición no cesó hasta que su desdichado protagonista perdió el sentido debido a la hemorragia causada por las terribles mutilaciones. El hedor metálico y dulzón de la sangre se expandió por el estrecho pasaje, obligando a los guerreros a devolver lo poco que mantenían en el estómago. El tenaz poder que les tenía atrapados fue cediendo y recobraron la sensibilidad en los ateridos músculos y articulaciones. Sin embargo, ninguno se atrevió a moverse mientras contemplaban con espanto la altiva figura del diácono de Ximexcal, que en aquellos instantes exudaba un aura de poder impresionante.

El hombre se pasó la mano por la testa tatuada y por un momento se asemejaba al sujeto díscolo y atrevido que todos conocían. Pero aquello no era más que un recuerdo pasajero cuando les dirigió una mirada cargada de siniestro poder que les apretó el corazón en el pecho. Había algo primigenio e inhumano en el penetrante fulgor de sus pupilas.

—Me habéis servido bien —reflexionó con gravedad, recorriendo a los aterrorizados sujetos que le contemplaban—, por eso os libero ahora de vuestro juramento de fidelidad para que partáis en busca de salvación. Este no es lugar para los de vuestro linaje, no después de lo que me habéis obligado a desvelar. Además, he advertido que no tenéis el temple para enfrentaros a los horrores que no esperan más adelante.

Nadie se atrevió a protestar o a exigir una explicación de lo ocurrido. El cuerpo inerte bañado en su propia sangre fue suficiente motivo para dejar atrás la codicia que les habían arrastrado hasta aquel oscuro confín del mundo. Los toltecas se alejaron de la gruta evitando la mirada y el contacto del diácono. Kaman les siguió en silencio y observó cómo sus cuerpos sudorosos desaparecían entre el fulgurante follaje bañado por el sol del mediodía. Al cabo, volvió la atención hacia la inquietante cúspide colmada de verdor que se apreciaba en el horizonte para enfilar hacia allí sus pasos.

Mientras todo esto ocurría, el medio vikingo se debatía en medio de una compleja disyuntiva. El pavor y el horror que había experimentado en la caverna se veían eclipsados por la esencia tozuda y guerrera que ardía en su fuero interno. Tal vez los supersticiosos nativos habían tenido suficiente después de aquel espeluznante espectáculo, pero para Taloc era apenas el comienzo. Su instinto le instaba a no claudicar, ya que sospechaba que los tesoros se ocultaban en la colina arbolada de la cual había hablado el tolteca. Recordó las privaciones y la lucha encarnizada que le había llevado hasta allí, y esto le sirvió de aliciente moral para seguir adelante. Entonces sus pensamientos se centraron en el tenebroso sacerdote y se le revolvieron las tripas. Comprendía muy bien que no era rival para un ser como aquel, pero decidió que si Kaman deseara eliminarlos, no les hubiese permitido regresar a sus tierras. Sintió un escalofrío al recordar el fulgor inhumano de sus ojos y la manera en que les había sometido con tanta facilidad. Llegó a la conclusión de que lo mejor sería mantenerse alejado del camino de aquel demonio. A continuación se arrodilló entre los espesos matorrales y elevó una oración a unos dioses adorados en el otro lado del mundo, una tierra helada ajena a los sofocantes parajes meridionales en las cuales se encontraba, pero que le darían la fuerza necesaria para completar la arriesgada empresa.

El camino a través de la jungla se convirtió en una penitencia para el joven aventurero. Había vislumbrando una especie de sendero que serpenteaba entre los silenciosos titanes arbóreos, pero decidió evitarlo como a la peste, imaginando que era utilizado por los siniestros saurios que moraban en la jungla. Por ese motivo eligió el camino más difícil y escabroso, abriéndose paso entre una mata de verdor que insistían en bloquearle el paso con troncos podridos, enredaderas traicioneras y hojas afiladas como cuchillas de obsidiana. Le llevó al mestizo más de cuatro clepsidras alcanzar los linderos de la misteriosa elevación en medio de la espesura. Como un depredador, permaneció en silencio estudiando todo en derredor, sabedor de que se hallaba en medio de la boca del lobo. Por un momento, el silencio sobrecogedor que reinaba en aquel lugar le erizó los vellos de la nuca. Se sentía fuera de lugar y en una lucha que no le pertenecía. Tal vez Azhuacan tenía razón y aquel paraje maldito estaba vedado a la especie humana. Kythal era un territorio hostil destinado a los saurios y a los demonios como Kaman. De nuevo la urgencia de abandonar aquel sitio reverberó en su interior con desesperante desasosiego, pero agitó la cabeza y consiguió sofocar los temores primigenios que rugían en su interior.

No supo cuánto tiempo pasó agazapado entre las retorcidas ramas de aquella ceiba, rodeado de espesos arbustos y helechos. Desde allí podía divisar el valle y la elevación que dominaba la cañada, sin llamar la atención de las monstruosidades que moraban en la parte inferior. Después de una concienzuda labor de observación, descubrió que una rápida corriente partía el estrecho valle en dos. Aunque la espesura la cubría por completo, el susurro del agua al estrellarse contra las rocas flotaba por encima del espeluznante mutismo que invadía la floresta. Taloc recordó no haber visto ningún signo de vida durante el día, y concluyó que tal vez los saurios se arrastraban a la superficie al caer el sol. Esta reflexión consiguió aliviar la tensión que le abrumaba y le dio rienda suelta a su aguzada curiosidad. Alzó la vista al disco solar que se filtraba entre las copas de los árboles y calculó que restaban al menos cuatro clepsidras de luz natural. Sin perder tiempo, abandonó la seguridad de su escondrijo y corrió con la agilidad de una gacela hacia el campo abierto que le separaba del misterioso altozano.

Sin embargo, el mestizo no fue consciente de que un par de ojos ardientes seguían con atención sus movimientos entre la espesura. Kaman sonrió para sí al descubrir al osado guerrero enfilando los pasos hacia el misterioso promontorio que albergaba los terribles secretos de Kythal. Siempre supo que aquel extranjero de ojos grises estaba hecho de una madera diferente a los demás.

Un hedor inquietante fue lo primero que percibió al reptar hasta el florecimiento rocoso que le separaba de la ribera del rio. Taloc sintió náusea y agradeció el no haber probado alimento en toda la mañana. Enfrente del promontorio se hallaba un boquete oscuro que parecía ser el acceso a una profunda caverna. No obstante, al estudiarla con detenimiento, al medio vikingo le pareció que algo brillante rielaba por debajo del espeso manto de vegetación que cubría la embocadura. Recordó los pilares lisos y brillantes y se vio abrumado por una profunda curiosidad. A pesar de los peligros que entrañaba aquel misterioso lugar, el espíritu aventurero del guerrero latía con fuerza. Entonces, la emoción irreflexiva nubló la cautela y su cerebro se vio asaltado por cientos de preguntas a las cuales no podía responder. Lo único que sabía era que todas las respuestas se encontraban en el siniestro interior de aquella amenazante caverna.

Miró los alrededores y avanzó con cautela con el corazón desbocado en sus sienes. De pronto, el suelo bajo sus pies se removió con brusquedad y un horror innombrable se apoderó del guerrero al advertir que su cuerpo era arrastrado hacia la oscuridad, en medio de una tormenta de humedad que hedía a tumba fresca. Intentó gritar, pero su boca se llenó de aquella sustancia repugnante y fría y supo con certeza que iba a morir de una manera espantosa. Su cabeza golpeó contra una roca y se vio bendecido por la inconsciencia mientras seguía descendiendo hacia la irremediable extinción que le esperaba en las simas de aquel tenebroso pozo.

V

El líquido cenagoso y pútrido le invadió la boca y se abrió paso hasta sus pulmones, cortándole la respiración. Estaba en una fosa pestilente y sus dedos se sumergían en el limo legamoso que conformaba las paredes de aquella espeluznante trampa mortal, impidiéndole escapar. Desesperado, redobló los esfuerzos por tomar aire, pero estos no hacían más que aumentar la agonía que le arrastraba hacia la perdición en aquella sustancia negra y pegajosa.

El oxigeno penetró en su pecho como una oleada de asfixiante dolor. Apretó los dientes y soportó la ardiente zozobra que le taladraba el corazón. Entonces, comprendió que se hallaba en el interior de una estrecha caverna bañado en su propia transpiración. El vago hedor de la pestilencia pútrida del pozo le recordó que aquello había sido más que una pesadilla. Un dedo gélido le recorrió la espina dorsal al comprobar que no estaba solo en aquel apretujado pasaje.

—Los dioses os favorecen, ojos grises. —La voz que resonó desde el rincón más oscuro despertó un miedo cerval en su interior. Volvió la vista y reconoció los rasgos del sacerdote en medio de los claroscuros que le ofrecía la penumbra. Mudo de la impresión, siguió a Kaman con la mirada mientras éste se acercaba y se acuclillaba enfrente de él. Taloc se restregó las manos al recordar al miserable que había devorado sus propios dedos.

Los ojos del servidor de Ximexcal resplandecieron al advertir el horror reflejado en el rostro ceniciento del joven guerrero.

—No tenéis nada que temer —aseguró Kaman, observándole con atención—. De otro modo os hubiera dejado ahogar en ese pozo pestilente.

Taloc se estremeció al rememorar aquellos angustiosos momentos.

—¿Qué sucedió? —inquirió receloso, estudiando los ojos ardientes de su acompañante.

—Os seguí desde que abandonasteis la jungla. —Sonrió—. En verdad me impresionó que no hubierais huido con el resto de los guerreros. —Hizo una pausa y se limpió el sudor que le perlaba la frente tatuada—. Allí fue cuando vi cómo os tragaba literalmente la tierra y no perdí tiempo en auxiliaros.

—Os debo la vida entonces —manifestó desconcertado. Aquel sujeto era todo un misterio para él.

El diácono se alzó de hombros, restándole importancia al asunto. Sus preocupaciones se centraban en el altozano que se recortaba contra el espejismo lunar. Allí fijó su mirada de hierro con fanática resolución.

— ¿Quién sois? —preguntó Taloc, mirándole con desconfianza—¿Dios o demonio?

Kaman dio un respingo. Se giró hacia su contertulio y captó una firmeza en aquellos ojos acerados que le sorprendió. Un hombre común no se hubiera atrevido siquiera a dirigirle la palabra después del espantoso poder que había desvelado el día anterior. Entonces, se sentó enfrente del mestizo y le observó con aire meditabundo.

— ¿En verdad queréis saberlo? —le interrogó con un deje de amargura, como si se tratara de un hombre agobiado por la frustración. Taloc se sorprendió al captar la melancolía de aquellas palabras. Se trataba de la manifestación más humana que había visto en Kaman.

El mestizo asintió, frunciendo los rasgos en una mezcla de recelo y decisión, consciente de que aquel sujeto podría aplastarlo con una simple mirada. Nunca olvidaría la manera en que había sometido al tolteca que le había desafiado.

Kaman se irguió y cruzó los brazos en actitud reflexiva. El espejismo lunar que le acariciaba a través de la boca de la cueva le dotaba de un aura espectral y, por un momento, Taloc pensó que los tatuajes en su cabeza se deslizaban como gusanos a través de la carne.

—No soy ni dios ni demonio —aclaró el sacerdote con suavidad—, aunque algunos piensen lo contrario.

Se sentó sobre la rugosa superficie de roca y observó los ojos refulgentes del mestizo, mientras éste aferraba con vigor el amuleto de metal y ámbar que pendía de su pecho.

—No voy a abrumaros con información que va más allá de vuestra comprensión —prosiguió—, pero si os digo que he viajado por este mundo vuestro más de lo que cualquier mortal pudiese siquiera imaginar.

» Mis pies han hollado todos los continentes de esta tierra, y mis ojos han sido testigo del nacimiento y esplendor de los más poderosos imperios que una mente como la vuestra pueda concebir.

Taloc le miraba ensimismado, arrobado por la historia que brotaba de los labios de aquel misterioso sujeto.

—He visto guerras y cultos fanáticos derrumbar reinos e imperios, para luego resurgir de las cenizas y el polvo para volver a empezar. —Sus ojos refulgían como pozos insondables al rememorar aquellos remotos días—. He sido testigo del esplendor de Asiria y Mesopotamia, enfrascadas en sangrientas reyertas en nombre de Assur y Marduk, hasta que tan sólo una de ellas quedó en pie.

»También he viajado por las insondables arenas africanas para descifrar los siniestros misterios que encierran los milenarios hijos de las pirámides. Mi inquieto deambular me llevó, además, a la agreste tierra de los griegos y a sus ciudades guerreras más notables, Atenas, Esparta, Argos, Tebas y la sublime Macedonia, hogar del conquistador más grande que ha conocido vuestra estirpe.

Taloc parpadeaba, aquellos nombres no le decían nada y no podía siquiera imaginar la grandeza que entrañaban para la civilización humana. Kaman siguió relatando con una pasión que despertó el anhelo de aventura en el corazón del mestizo, acelerándole la respiración.

—Luego conocí Roma y a su esplendor imperial que perduró por más de mil años. —Su tono se quebró al recordar el peso de los eones que acumulaba a sus espaldas—. Entonces, vino una era oscura y violenta y el mundo se sumió en una barbarie aún peor que la existente antes de la fundación de Ur y Caldea.

»Más adelante, las guerras fratricidas de la media luna y la cruz inundaron de sangre las planicies asiáticas, mientras en las gélidas tierras del norte el horror surgió de los fiordos congelados con vuestros implacables y ardientes antepasados.

Taloc dio un respingo y al escuchar esa parte del relato. Frunció el ceño y advirtió un gesto burlón en las comisuras del sacerdote.

— ¿Mis antepasados?—balbuceó con vacilación. Lo único que conocía de aquella tierra fantástica lo había aprendido de labios de su padre durante las frías noches de invierno en que aquel marino añoraba su tierra con melancolía. Emocionado como un chaval, miró con intensidad a su interlocutor, ávido por conocer un poco más de sus raíces paternas.

La expresión de Kaman se endureció, recobrando el inquietante halo de poder que parecía manar de todos su poros. En el exterior de la caverna se escuchó un rumor sordo que les recordó el horror que les rodeaba en aquella selva maldita. El sonido se fue perdiendo en la distancia y el diácono de Ximexcal se frotó los ojos cansados y tomó una larga bocanada de aire antes de continuar.

—Vuestros antepasados —reflexionó, pasándose la lengua por los labios resecos—. Los hombres del norte, hijos de Odin, Thor y Loki. Los conquistadores del furioso mar helado que se extiende hasta septentrión.

Un sentimiento extraño estremeció a Taloc al escuchar el nombre del dios paterno de boca de aquel hombre calvo y siniestro. Por un momento le pareció que profanaba la esencia de sus creencias y violaba el dogma que había compartido con su progenitor y que nadie más conocía.

Kaman señaló la gema que resplandecía con timidez bajo el fulgor lunar.

—El martillo de Odín —explicó—, uno de los símbolos más poderoso de los vikingos. —Sonrió—. Al verlo comprendí el origen de vuestros rasgos y la importancia del fuego salvaje que arde en vuestro interior. La flama indomable de los hombres del norte se aprecia en el fragor de vuestra mirada.

Taloc se removió incómodo, sintiéndose desnudo e indefenso ante el severo escrutinio del sacerdote. Además, algo en su naturaleza se revolvía ante el inexplicable poder que exudaba de aquel individuo. Una fuerza avasalladora que le opacaba los sentidos y le hacía sentirse fuera de lugar.

—Vuestro padre era sin duda un danés que acompañaba a Erik el Rojo en la arriesgada empresa que les trajo hasta estas tierras. —Pensativo, Agitó la cabeza antes de continuar—. Al parecer no todos los vikingos perecieron a manos de los nativos y los elementos. —Contempló a Taloc con cierta admiración—. Vos sois la prueba viviente de ello, la unión de dos realidades dispares que ha dado como resultado un verdadero milagro.

El mestizo no entendía una sola palabra de la retahíla del diácono, pero la mención de Erik el Rojo renovó el interés por conocer los orígenes de su progenitor. Trató de imaginar la tierra de los daneses, pero lo único que se materializaba en su mente era un mar embravecido de aguas grises y verdosas, y unas montañas heladas como las que coronaban los picos de la tierra norteña que le vio nacer.

Entonces, un silencio ominoso se apoderó del misterioso servidor de Ximexcal y una alarma despertó en el interior del mestizo, provocando que todas las dudas y preguntas que le abrumaban pasaran a un segundo plano.

—¿Os sucede algo, Kaman?—inquirió, acariciando de manera inconsciente el amuleto de ámbar y aterrado al comprender que aquel sujeto taciturno había hollado la tierra durante una eternidad.

El diácono se volvió y en su rostro se apreciaba una honda melancolía que sorprendió al joven guerrero.

—Nada que pueda preocuparos, ojos grises —replicó con suavidad, esbozando una fría sonrisa—, tan solo me siento un poco nostálgico al rememorar tiempos pasados.

Taloc no contestó, intentaba sin éxito asimilar el peso de una vida de inmortalidad y soledad.

—¿Si no sois un dios? —le interrogó después de un largo de silencio —¿Qué sois entonces? ...ningún hombre puede vivir eternamente como lo atestiguan vuestras palabras.

Kaman enarcó una ceja y suspiró con aire meditabundo.

—No os engañéis, Taloc— confesó con franqueza—. No soy más dios que vos o los saurios que rondan la caverna. Siento, amo, odio y mato sin compasión como cualquier mortal. Vivo el momento, simplemente en una frecuencia diferente a la vuestra. Soy un guerrero que ha librado una cruenta guerra que ya desea regresar a casa para descansar.

El medio vikingo no pudo evitar un escalofrío al recordar al antropófago que aquel sujeto había atormentado con calculada frialdad. Dubitativo, intentó descifrar las palabras del sacerdote.

—Sigo sin entender una sola palabra— manifestó con sinceridad, escrutando los profundos ojos almendrados de su acompañante.

Kaman se frotó las manos y levantó la mirada hacia las estrellas que tachonaban el firmamento afuera de la cueva. Una sombra de tristeza manchaba sus rasgos afilados al encarar de nuevo al mestizo.

—Vuestro planeta no es más que otro frente de batalla en la milenaria lid que mi pueblo ha librado contra su enemigo natural. —En sus ojos apareció un ardor siniestro—. Se trata de un conflicto despiadado que ha cobrado un precio demasiado alto entre mi gente. Hemos alcanzado un punto de no retorno en el cual la única posibilidad de victoria consiste en la exterminación total de nuestros contrincantes.

Sin comprender aún el pavoroso significado de aquella revelación, el medio vikingo se estremeció al tratar de asimilar aquel concepto terrible y desconocido. La palabra exterminio tenía una connotación imposible de comprender en su mente primitiva.

Sin darse cuenta del efecto que sus revelaciones tenían en el muchacho, Kaman relató una gesta de combates estelares y mundos carbonizados con pavorosas armas de fuego que Taloc no podía ni siquiera imaginar. Para él, aquello era un asunto de dioses vengativos e implacables.

—…Finalmente, las tropas a mi cargo perecieron y los pocos supervivientes terminamos varados en vuestro mundo, cuando aún los humanos no habían surgido del caldo primordial de la creación. Por eones, vagué por esta tierra exótica intentando hallar la manera de comunicarme con los míos sin ningún éxito. —Sus rasgos se tensaron y un fulgor febril asomó en sus pupilas—.Hasta ahora, que he descubierto el cubil de mi enemigo oculto en la espesura remota de Kythal.

Por un momento, un mutismo angustioso creció entre ambos. El sacerdote comprendía que lo que acaba de relatar no era fácil de entender para una mente simple y fiera como la de su acompañante. No obstante, se sentía mucho mejor después de haber sacado todo aquello tras siglos de opresión y silencio.

—¿Son esos saurios demoniacos los enemigos de vuestro pueblo?

Kaman dio un respingo al constatar la sagacidad del muchacho.

—Los son, pero los hombres lagarto no son más que burdos instrumentos de las verdaderas mentes corrompidas que habitan en el interior de la colina —respondió con un deje de temor, volviendo la vista hacia la lúgubre floresta iluminada por la luna—.Mis verdaderos enemigos moran en el interior de la caverna, protegidos por los saurios y otros horrores inconcebibles que tan solo los dioses conocen.

Un ramalazo de frío terror revolvió la fibra más intima de Taloc al percibir el malestar que afectaba al sacerdote. Pensó que cualquier cosa que despertase el temor en aquel sujeto debería ser en verdad espantosa. De nuevo, los dedos inquietos apretaron con vigor el amuleto que pendía de su pecho.

La charla se extendió por un par de clepsidras más, y Taloc se sorprendió al saber que los lagartos pertenecían a una raza despiada que pretendía dominar las estrellas con su poder bélico, desencadenando un conflicto con el pueblo de Kaman que había perdurado por más de diez millones de años terrestres. Lo único que había evitado que aquellos seres dominaran el sistema solar había sido un titánico combate en los confines de un mundo helado, en el cual los saurios habían sido totalmente derrotados.

Según Kaman, su unidad de combate había seguido a los líderes de la flota enemiga para evitar que buscaran ayuda y refuerzos, pero una vez aquí, se vieron enfrascados en una lucha por la supervivencia en el hostil ambiente de un mundo joven en constante evolución y movimiento, perdiendo contacto con el enemigo y con sus propias fuerzas, que sin duda los dieron por desaparecidos.

Para Taloc aquello no tenía sentido, pero su intuición le aseguraba que el sacerdote, o quién quiera que fuese aquel individuo, hablaba con la verdad. Después de haberle visto en la caverna doblegándoles sin esfuerzo era imposible creer lo contrario. Tan solo un ser de otro mundo podría desplegar tal poder y crueldad. A pesar de todo, el medio vikingo estaba dispuesto a continuar. Para su aguda mentalidad guerrera lo único que importaba de aquella cháchara incomprensible había sido el hecho de que los lagartos eran el enemigo a eliminar. Por esa razón, Taloc desechó de la mente cualquier cosa que pudiese apartarle de lo que mejor sabía hacer, que no era otra cosa que luchar y sobrevivir. Con el estoicismo que le caracterizaba, el mestizo se preparó a consciencia para el inevitable choque que vendría a continuación, sin preocuparle si su enemigo era hombre o demonio.

VI

Kaman le había asegurado que los saurios eran más activos durante los periodos de oscuridad, por lo tanto, habían esperado en las lúgubres profundidades de la gruta hasta que la tibieza de los primeros rayos del sol arañaban los burdos muros cubiertos de moho, anunciando un nuevo día. Una jornada que marcaría el destino del medio vikingo de un modo u otro.

Optaron por un amplio rodeo a través de la espesura, bordeando el vigoroso riachuelo que partía el estrecho valle. Ocultos por los juncos, estudiaban con detenimiento los linderos de la base del altozano en busca de centinelas. Según Kaman, unos pasos hacia el norte encontrarían un boquete que comunicaba con la galería principal que se adentraba en el corazón de la colina. Taloc no quiso preguntar cómo había averiguado tal cosa, se limitó a seguirle como un cachorro, consciente de que Kaman manejaba fuerzas misteriosas imposibles de comprender. Al cabo de unos doscientos pasos a través de la asfixiante floresta, divisaron una boca oscura que se insinuaba al otro lado del río. El lecho de la corriente estaba plagado de inmensas rocas planas que suavizaban la furia del afluente. Cruzaron el rio y Taloc sintió cómo las furiosas aguas trataban de arrastrarle con miles de dedos acuosos entretejidos entre sus piernas. Impresionado, imaginó que cruzar más adelante hubiese significado una muerte segura. Alejó estos pensamientos cuando alcanzó la orilla opuesta y advirtió la urgencia en la expresión del sacerdote. Arrastrándose entre cantos afilados y juncos se agazapó a un lado de su compañero. Con el rabillo del ojo captó el ardor angustioso que asomaba en el rostro cetrino y afilado de Kaman. Imaginó que estar a punto de enfrentar a sus odiados rivales después de tantos eones era el motivo de su creciente desasosiego.

—A la izquierda a unos cincuenta pasos —musitó Kaman al oído del medio vikingo, señalando con el mentón.

Taloc entrecerró los ojos y advirtió una mancha que destacaba en medio del esplendoroso verdor que dominaba los alrededores. Bajó la vista y divisó la embocadura de lo que parecía ser un pequeño túnel. De pronto, dio un respingo al captar un leve movimiento en lo que hasta hace unos instantes no era más que una mácula en medio de la exuberante jungla. Entonces lo vio claro y sus músculos se tensaron como tiras de acero. Se trataba de un hombre lagarto. Bajo el fulgor diurno eran aún más aterradores. La ristra de colmillos asomaba por encima de las fauces alargadas y los espolones que remataban las extremidades eran tan largos como el puñal que pendía de su cadera. Todo aquello coronado por unos ojillos, rojizos e inhumanos, que despedían una maldad exacerbada en medio del resplandor fulgurante de su cuerpo escamado.

Pero Taloc era un guerrero avezado, y después de haber calibrado el potencial de sus rivales, había optado por un arma que le ofrecía cierta ventaja. Descolgó del hombro el arco que había fabricado con esmero durante la noche con la madera más dura y flexible que pudo conseguir. La cuerda era una tripa de tapir endurecida y tratada con aceites que siempre guardaba como un tesoro en su petate. Los dardos, confeccionados con varas de bambú y puntas de sílex afiladas, estaban ungidos con una potente ponzoña originaria de la piel de unas ranas coloridas y letales que habitaban los pantanos de las planicies meridionales.

Kaman observaba con fascinación la manera en la cual aquel joven nervudo y bronceado preparaba sus armas sin hacer el menor ruido, como si se tratara de una pantera acechando a su presa. Sabía que los lagartos tenían un sentido del olfato bastante desarrollado, pero confiaba en que el viento arrastrase su esencia hacia el lado opuesto. Entonces, el mestizo le ofreció un gesto fiero que hizo resplandecer sus ojos grises con emoción antes de desaparecer entre el espejo boscaje que les servía de cobijo. Kaman le siguió con la vista, preguntándose qué le impulsaba a continuar en aquella descabellada cruzada.

La primera reacción del saurio fue de sorpresa. Retiró el proyectil clavado en el pecho y, antes de que pudiera darse cuenta de lo ocurrido, una segunda saeta se encajó en la órbita izquierda, destrozándole el ojo. Cuando Taloc libró el trecho que le separaba de aquella abominación, descubrió con horror que aún respiraba a pesar de las heridas y el poderoso veneno que había utilizado. El lagarto gruñó y el mestizo le dio una patada en la cabeza que le silenció para siempre. Con cuidado recobró los proyectiles y buscó a Kaman con la mirada, pero el sacerdote ya estaba a su altura, cubierto de sudor y con un gesto de aprensión en sus rasgos aguzados. Estudió el cuerpo sin vida y esbozó una extraña sonrisa antes de continuar hacia la boca del túnel.

Taloc se pasó la lengua por los labios resecos y advirtió que sus manos no dejaban de temblar. Prefirió pensar que no era miedo sino excitación por enfrentarse a algo que apenas podía comprender. Las revelaciones del sacerdote aún daban vueltas en su mente enfebrecida por la adrenalina. Agitó la cabeza para alejar aquellos misterios insondables y centrar toda la atención en la peligrosa labor que tenía por delante. Entonces, por el rabillo de ojo, detectó un movimiento entre la broza. Estremecido, reconoció el fulgor de la piel escamada de los saurios. El lagarto saltó en medio del sendero y se arrojó sobre el sacerdote en medio de un espantoso rugido. Taloc tan solo alcanzó a ver el filo letal de sus zarpas y el resplandor de aquellos colmillos afilados antes de que Kaman le encarase. Todo ocurrió en un parpadeo, o eso imaginó el medio vikingo al ver cómo Kaman fintaba con agilidad demoniaca, mientras un haz plateado que se materializó en sus manos deshacía al lagarto como si fuese un trozo de carne podrida. El guerrero enarcó las cejas al contemplar el cuerpo destrozado del saurio. Kaman le palmeó el hombro, instándole a continuar con celeridad. En sus ojos ardía una urgencia apremiante que Taloc no pasó por alto.

Ambos libraron los pocos pasos que le separaban de la oscura abertura, la cual aumentaba de tamaño a medida que se acercaban, acelerándole la respiración al joven guerrero. Por un instante, Taloc estuvo a punto de recular, asaltado por un miedo cerval que no podía comprender. Era como si toda su esencia se revelase contra lo que ocultaba aquel siniestro pasaje. No obstante, la compañía del sacerdote consiguió insuflarle el valor necesario para alcanzar la embocadura de la galería con el corazón latiéndole desaforado en las sienes. Se detuvieron en medio de la penumbra y el mestizo percibió el curioso rumor que parecía surgir de las entrañas de la tierra. Atónito, sintió cómo aquella vibración le ascendía por las plantas de los pies y se desplegaba por cada célula de su cuerpo como una canción primordial que terminaba por hacer eco en lo más recóndito de su mente. Sin embargo no sintió miedo, sino una ávida curiosidad. Kaman se agazapó a su lado y le ofreció una sonrisa lobuna. Sus rasgos sudorosos parecían más afilados y Taloc pudo jurar que aquellos orbes oscuros despedían un fulgor violeta que le congeló la sangre en las venas.

El sacerdote de Ximexcal hizo caso omiso de la confusión de su acompañante y volvió la atención hacia el lúgubre pasillo que se abría enfrente de ellos. Apretó los dientes y acarició el extraño artefacto con el cual había partido por la mitad al hombre lagarto. Taloc estudió con intranquilidad aquella delgada lámina de plata, más parecida a un largo punzón que a otra cosa, y tragó en seco al recordar el cuerpo mutilado y carbonizado que habían dejado atrás. ¿Qué otros horrores ocultaría Kaman bajo su manga? Se preguntó, agradeciendo a los dioses que ambos estuviesen en el mismo bando.

Se vieron sumidos en una súbita oscuridad, acompañados por el rumor remoto e inquietante que parecía surgir de cada rincón de la estrecha galería. Taloc apenas podía respirar de la impresión mientras seguía la silueta difusa del diácono en medio de las tinieblas. Volvió la vista atrás y sintió un nudo en el estómago al constatar que la luz de la boca del túnel se convertía en un punto distante. Después de girar un recodo, el mestizo sintió cómo la superficie rocosa bajo sus pies se tornaba en algo gélido y resbaloso, que por poco le hace perder el equilibrio. De manera instintiva apoyó el brazo en la pared y advirtió la misma sensación incómoda y extraña entre los dedos.

De repente la oscuridad se deshizo como por arte de magia y un fulgor potente y blanco le golpeó las pupilas sin compasión. Mientras parpadeaba intentando recobrar el control de sus ojos, sintió la presa de su compañero tirando de él con ansiedad.

—Habéis activado el sensor —aseguró Kaman con voz tensa—. Ahora saben de nuestra presencia en este lugar.

Taloc quedó atónito al constatar que la gruta se había convertido en un pasillo labrado en el mismo material metálico de los extraños pilares que pululaban en la jungla. Acarició la fría y resplandeciente superficie y se preguntó de dónde provenía la extraña iridiscencia que iluminaba en lugar. No obstante, esas cuestiones tendrían que esperar, ya que el sacerdote tiraba de su brazo instándole a continuar.

—¿Qué es este lugar? —inquirió con recelo al adentrarse por un pasillo amplio a la derecha de túnel, impresionado por las luces que cobraban vida bajo sus pies y por la riqueza de los relieves que plagaban los muros.

Kaman se detuvo cerca de unos extraños jeroglíficos que parecían titilar en mil colores y presionó una secuencia que abrió una puerta en el muro metálico, causando un respingo en el medio vikingo.

—Estamos en el interior de la nave enemiga, mi bravo compañero— respondió Kaman con una emoción extraña, que el nativo asoció con la ansiedad por la confrontación largo tiempo esperada.

Al ingresar por la puerta, Taloc sintió el rumor que había sentido en el interior de la caverna multiplicándose por doquier y provocando que se estremeciera cada fibra de su cuerpo.

—¡Por todos los dioses! —clamó horrorizado—¿Qué clase de bestia se oculta en las entrañas de esta cosa?

Kaman enarcó una ceja ante la ingenuidad de su compañero, y señaló el profundo pozo que se apreciaba a través de los cristales que cubrían la parte externa del corredor. Taloc se acercó con tiento y rozó con un dedo aquella superficie cristalina y dura como la roca, antes de perder la vista en los múltiples niveles que se apreciaban hasta perderse en las bestiales entrañas de luces y metal.

—No es ningún monstruo —explicó el sacerdote—, es el generador principal, la máquina que mantiene con vida los sistemas primarios de la nave.

A Taloc no le quedó otra cosa que asentir a pesar de no comprender una sola palabra. Para su mente primitiva, aquel era un sitio mágico plagado de escalofriantes peligros. Lo único que tenía claro era que mantenerse a la zaga de Kaman le mantendría con vida.

Avanzaron a través de pasillos circulares y cruzaron varias puertas metálicas, utilizando las secuencias del diácono. Taloc observaba todo aquello con espanto y admiración, preguntándose qué clase de seres podrían cruzar las estrellas en aquellas bestias de metal resplandeciente. Estas reflexiones le hicieron sentirse empequeñecido y frágil ante la empresa que tenían por delante. No le quedó otro remedio que aferrar el amuleto de Odín y rogarle al dios nórdico toda la ayuda que le pudiera brindar.

Kaman se detuvo ante una puerta dorada, cubierta de curiosos bajorrelieves que palpitaban y recorrían el metal. En la cara del sacerdote se adivinaba una sombra de vacilación que revolvió las entrañas del guerrero.

—¿Qué pasa? —preguntó el mestizo, mirándole de hito en hito antes de recorrer con la mirada los misteriosos grabados de la puerta.

El diácono de Ximexcal agitó la cabeza y se limpió el sudor que le perlaba la frente. Sus ojos ardían con la intensidad de mil volcanes cuando encaró a su compañero.

—Después de miles de años ha llegado el momento de la verdad —confesó en tono sombrío, pasándose la lengua por los labios—. Detrás de esta puerta se encuentran los peores enemigos de mi pueblo.

—No hay motivo para hacerlos esperar mil años más —respondió Taloc con la fiereza propia de su raza. Su instinto le advertía que de un modo u otro aquel odio milenario se zanjaría en ese lugar y él había sido elegido por los dioses para ser testigo de ello.

Kaman sonrió como un lobo al constatar el valor del mestizo. Por alguna curiosa razón se alegró de tener la compañía de aquel arrojado humano en ese momento. La pesada puerta metálica se deslizó con un crujido sordo, permitiendo que una neblina pestilente brotara del oscuro interior. El medio vikingo aguzó la vista y creyó ver unas luces titilante en lo que parecía ser un extenso salón.

El diácono puso pie en la plataforma de acceso y una luz mortecina y débil cobró vida en la estancia, desvelando su impresionante contenido. Un zumbido espeluznante activó los sensores de los inmensos cubos de cristal que se alzaban como efigies monstruosas a ambos lados del profundo corredor. Taloc avanzó con vacilación, observando aterrado a las figuras que se insinuaban tras los cristales cubiertos de vapor. Kaman le instó a continuar en medio de aquellos gigantes durmientes.

Todos los horrores primigenios que se ocultaban en la esencia del mestizo se revolvieron al contemplar estos seres de pesadilla. Eran al menos del tamaño de tres hombres y, bajo sus pesadas corazas negras, se adivinaban unos músculos poderosos cubiertos de escamas azuladas. Sin embargo, eran sus rostros brutales y despiadados los que consiguieron alarmar al medio vikingo. Las facciones, si se podía llamar de esa manera a aquellas máscaras reptilianas cargadas de malignidad y horror.

—Son los Ghorhum, los enemigos ancestrales de mi pueblo —comentó Kaman con un hilo de voz, estudiando con odio a los seres que descansaban en el interior de los cubos transparentes.

Taloc no dijo nada, el horror de aquellas huestes monstruosas le había arrebatado el aliento.

—¿Están muertos? —inquirió con un susurro, temeroso de romper el tenso silencio que les invadía.

—Algunos lo deben estar—replicó el sacerdote estudiando los alrededores con detenimiento—, pero sin duda habrá uno o dos al cuidado de los sistema de la nave y los demás en animación suspendida.

Aquella afirmación acrecentó el pánico que revolvía las entrañas del guerrero. Los latidos de su corazón se aceleraron al imaginar a una de esas criaturas acechando por los corredores fríos y brumosos de aquel lugar.

—Debemos alcanzar el generador principal y desconectar el soporte vital para terminar con ellos de una vez por todas —continuó Kaman sin apartar la vista de la vacilante luz que palpitaba al fondo del pasillo.

Taloc acarició el mango de su hacha con aprensión, consciente de que aquel patético trozo de metal no sería rival para cualquiera cosa que le hiciera frente en este sitio de pesadilla. Sin embargo, siguió con decisión los pasos de su compañero mientras éste se sumergía en la niebla pestilente que inundaba el pasillo, dándole un aire irreal al macabro recinto.

Avanzaron al menos cien pasos hasta toparse con un vacío semicircular que desvelaba una aterradora caída de al menos cien varas de profundidad. Taloc contempló la oscuridad repleta de titilante luceros multicolores que se abrían a sus pies y sintió un nudo en la boca del estómago. Una inmensa consola inundada de relieves y luces se hallaba empotrada al otro lado del abismo negro, a una distancia imposible de librar con un simple salto. El mestizo volvió la vista al turbio camino que había dejado atrás y creyó escuchar un murmullo que le erizó los vellos de la nuca.

—Alguien viene tras nosotros —dijo alarmado, apretando el brazo del sacerdote.

Kaman apenas le prestó atención, ensimismando en romper el código de los bajorrelieves de la pared. Taloc se pasó la lengua por los labios, imaginando que uno de los Ghorhum se acercaba entre la bruma que inundaba el pasillo. Miró de nuevo al sacerdote y le rogó a los dioses que le ayudasen con lo que pretendía hacer en aquel condenado muro de metal. Entonces, un escalofrío lamió la espalda del nativo al percibir un rumor creciente bajo sus sandalias. Se alejó de un salto y observó atónito cómo una lámina de metal brillante brotaba del borde del abismo y creaba un angosto acceso que conducía hasta el gigantesco panel al otro lado del vacío.

Kaman le dedicó un gesto triunfal y se arrojó sobre la inesperada pasarela, incitándole a seguirle. Taloc no necesitaba de una invitación. A pesar del recelo primitivo que le roía las entrañas, no dudó ni un instante en poner pie sobre aquella dudosa plataforma al constatar que unas siluetas reptilianas emergían de la bruma al otro lado del corredor. Escuchó los gruñidos guturales de los saurios y se estremeció al escuchar un chirrido espantoso, que se convirtió en un haz verduzco que golpeó la consola al otro lado del pontón.

—¡Daos prisa, por todos los dioses! —gritó Kaman angustiado, cubierto bajo la consola.

Taloc comprendió que aquellas luces no podrían ser nada bueno y saltó hacia la superficie metálica, mientras otro haz pasaba a pocos dedos de su cabeza, chamuscándole el cabello.

Kaman tiró de su brazo, poniéndole fuera del alcance de las terroríficas armas de los hombres saurio.

—¡Por Odín y Thor! —jadeó el mestizo con los ojos inundados por el miedo y la locura —¡Qué artilugio demoniaco ha sido ése!

—Un difusor de plasma —respondió el sacerdote con apremio, observando a la masa de bestias que inundaba el corredor en dirección a la plataforma.

—No podemos permitir que crucen el pontón —aseguró Taloc con urgencia, pasándose los dedos por la cabellera quemada—. Estaremos perdidos si eso ocurre.

Kaman le ofreció uno de aquellos gestos espeluznantes al extraer una curiosa esfera, rodeada de púas afiladas.

—Nunca llegarán hasta nosotros, compañero —apostilló con una mueca demencial, arrojando aquel extraño artilugio al otro lado del vacío que les separaba de los saurios.

Taloc se cubrió el rostro al verse invadido por un doloroso resplandor plateado que le lastimó las pupilas. No obstante, lo peor vino después, con el retumbar de un trueno que le paralizó el corazón y le perforó los tímpanos hasta hacerle gritar angustiado, un clamor que no consiguió opacar los aullidos de sufrimiento que inundaban el otro lado del pasillo. De pronto todo cesó de la misma manera en que había comenzado, dejando tras de sí el terrible hedor de la carne abrasada como testigo del pavoroso poder que esgrimía la tecnología de Kaman. El mestizo levantó la mirada vidriosa y no pudo asimilar la terrorífica visión que atestiguaban sus ojos. Aquí y allá se apreciaban restos calcinados de lo que alguna vez fueron seres vivos. Jirones de carne chamuscada adheridos a huesos consumidos por el fuego, una conflagración que duró unos segundos y deshizo los cuerpos de al menos una veintena de saurios.

Mientras el nativo asimilaba la horrenda masacre, Kaman empezaba a manipular los miles de caracteres multicolores que cobraban vida en una pantalla transparente sobre la consola. De inmediato, un ruido infernal emanó de las paredes metálicas, acompañado del palpitar de las luces que iluminaban la sala.

—¿Qué está sucediendo? —preguntó Taloc irguiéndose con dificultad, abrumado por todo lo que se desarrollaba a su alrededor.

El sacerdote sonrió con nerviosismo, sin dejar de manipular los caracteres que refulgían enfrente de su tenso semblante.

—Estoy desactivando el soporte vital de las cámaras de hibernación. — Señaló con el mentón los inmensos ataúdes de cristal que flanqueaban ambos lados del largo pasillo—. Cualquier Ghorhum que se encuentre de guardia acudirá de inmediato a este lugar.

El medio vikingo se estremeció, la idea de enfrentarse a esos gigantes de músculos azulados y rostro bestial no le hacía ninguna gracia. Se volvió hacia el corredor cubierto de restos calcinados y observó cómo las luces que iluminaban los sarcófagos de cristal se apagaban, para luego dejar escapar ruidosos chorros de vapor verdoso a través de unos tubos brillantes que asomaban por la parte inferior.

Kaman disfrutaba del momento con un gesto de insana felicidad. Después de miles de años, su venganza se hacía realidad y los soldados que le habían acompañado hasta aquella esfera azulada, en un rincón remoto del espacio, podrían por fin descansar en paz. Los ghorhum atrapados en las cámaras tendrían una muerte atroz sin el soporte vital que los mantenía con vida.

—¡Vienen por nosotros! —le advirtió Taloc con un hilo de voz, señalando las formas que se difuminaban en la niebla y el vapor que se enseñoreaba con el corredor.

Sin perder tiempo, ambos guerreros se internaron a través de un pasaje estrecho que se abría en medio de la abultada estructura de la consola. Atrás escuchaban los pasos y los gruñidos de los saurios, y un sonido aún más pavoroso que les revolvió las entrañas. Taloc volvió la vista atrás y quedó atónito al advertir la silueta titánica embutida en una coraza negra que se abría paso entre los lagartos. Cada uno de sus movimientos producía un escalofriante chasquido que le recordó el silbido de un látigo.

—¡Un condenado Ghorhum en traje de combate! —espetó Kaman con un terror gélido, estudiando con morbosa fascinación a un rival que no había visto en eones—. No podremos enfrentarnos a esa cosa sin las armas apropiadas.

Taloc le siguió hasta un recodo que conducía a través de una serie de túneles estrechos que desembocaban en el corazón de la nave. El sacerdote tomó una bocanada de aire y encaró al aterrado nativo con firmeza.

—Debo encargarme del Ghorhum yo mismo —aseguró con ojos encendidos, apretando con vigor el hombro de su asustado compañero. Puso un cristal alargado en las manos de mestizo con una mueca de apremio.

—Debo encomendaros una labor delicada mientras trató de retrasar a esa bestia —prosiguió el diácono tomando una bocanada de aire—, si seguís por este pasillo unos cien pasos encontrareis una bifurcación a mano izquierda. —Taloc asintió, estudiando el curioso cristal que era tibio al tacto—. Una vez allí, tomareis por esa vía y no tardareis en encontrar una sala circular con un cristal azulado en medio de ella.

—¿Y qué debo hacer con esto? —levantó la gema que parecía cambiar de color al menor movimiento.

Kaman dio un respingo al escuchar el aullido de frustración del Ghorhum al constatar que no podría salvar a sus hermanos. Volvió la vista hacia Taloc con renovada urgencia.

—Colocareis el transmisor en una de las ranuras del cristal y saldréis de allí como alma que lleva el diablo—apostilló con un suspiro.

La fatalidad de aquella frase estremeció las fibras más íntimas del medio vikingo. Ahora se escuchaba el eco de los rugidos de los saurios cada vez más cerca.

—¿No pensareis morir aquí?—le reprochó el nativo guardando el cristal en su petate y mirando atrás con desasosiego—, no después de haber deambulado por el mundo miles de años…

—Será lo que los dioses quieran, mi valeroso amigo —respondió Kaman con un gesto cansino, señalando con apremio el pasillo que debería tomar.

Taloc no replicó, asintió y se giró hacia el estrecho pasaje que tenía enfrente. De pronto dio un respingo y miró con atención al sacerdote.

—¿Qué sucede? —le inquirió éste con nerviosismo, pendiente de los sonidos que provenían de la sala de hibernación.

—Si me topo con un saurio en medio de corredor no creo tener mucha oportunidad con mis armas —comentó el joven con resignación, acariciando el mango del hacha de acero, lo único que le quedaba después de haber perdido el arco en la desesperada carrera.

Kaman apretó los labios y extrajo del cinto la extraña lámina de metal con la cual había eliminado al saurio de la cueva. Taloc titubeó por unos instantes mientras estudiaba con recelo aquel artilugio. En apariencia tenía el aspecto de un látigo, la única diferencia radicaba en el curioso mango cubierto de raros caracteres que se arremolinaban alrededor de un botón oscuro.

—Vamos, tomadlo —le urgió Kaman con urgencia—, lo único que tenéis que hacer es activar la lámina apretando el botón y tendréis un arma letal que os pondrá a la par de los saurios.

Taloc la tomó con indecisión y la miró con infantil curiosidad.

—Una vez activada, mantenedla alejada de vuestra propia humanidad, de lo contrario…—Sonrió de manera desconcertante.

Taloc parpadeó alarmado, recordando como aquel inocente artilugio había descuartizado al saurio sin regar una sola gota de sangre.

Sin mediar palabra, Kaman, el diácono de Ximexcal, desapareció en medio de la bruma que envolvía el corredor, dejando una sensación de espantosa incertidumbre en las entrañas del medio vikingo.

VII

El mestizo no esperó mucho para perderse a través de los claustrofóbicos corredores adyacentes. Los ruidos a su alrededor anunciaban la peligrosa presencia de los lagartos y de aquella criatura espantosa que Kaman llamaba Ghorhum. Avanzaba como un ratón acorralado, imaginando que en cualquier momento sus perseguidores aparecerían por alguna de las oscuras bocas que se abrían a ambos lados de la galería. Sin embargo, no se desviaba un ápice del camino señalado por el sacerdote.

Entonces, en medio del horror que le lamía las tripas, vislumbró un resplandor cerúleo en una de las estancias que se abrían a su derecha. Su instinto le aseguraba que se trataba del lugar que buscaba. Se detuvo para recuperar el resuello y afinó el oído tratando de captar alguna señal de sus rivales. Extrayendo el cristal del petate, se recostó sobre la pared labrada y gélida. Sorprendido, advirtió que aquella curiosa gema palpitaba entre sus dedos y adquiría una tonalidad cerúlea similar a la de la estancia a su derecha. Estiró el brazo en esa dirección y la radiación cromática aumentó de manera notable al igual que el calor que irradiaba sobre la piel. El joven guerrero soltó la piedra de manera instintiva y sintió un temor primigenio reptando a través de sus extremidades.

Se preguntó de nuevo qué clase de hechicería sería la responsable de mover aquella bestia de metal inundada de luces. No obstante, aquellos miedos primitivos pasaron a un segundo plano al advertir el roce de pisadas que se acercaban por el pasillo de enfrente. Aterrado, Taloc se irguió con un movimiento felino y recogió el cristal del suelo metálico. Acto seguido, se deslizó con cautela hasta el interior de la estancia circular que Kaman le había mencionado. No tardó en advertir la inmensa mole de roca azulada que se alzaba en medio del gran salón. Sobre su cabeza se apreciaba una cúpula de cristal desde la cual penetraba un rayo solar que dotaba a aquella lóbrega estancia de un aura de irrealidad. La luz del astro rey se concentraba sobre el curioso cristal que palpitaba con su propia iridiscencia celeste.

Ensimismado como estaba, se sorprendió al captar la presencia sombría de un lagarto al otro lado de la sala. Se pegó a una de las columnas que rodeaban la piedra y acarició el amuleto de su padre con aprensión. En medio del silencio reinante escuchaba con claridad la respiración jadeante del reptil al deambular con lentitud en derredor. Por unos momentos sintió que sus extremidades no le responderían y que aquella abominación acabaría con su vida. La bestia escamada soltó un gruñido que hizo eco en las paredes y, en ese momento, Taloc descubrió que había estado rezando en murmullos. La detonación le revolvió el cerebro en el cráneo y le cegó por unos instantes, pero por suerte el enemigo había disparado el difusor de plasma unos dedos a su izquierda. El mestizo corrió como un poseso, al tiempo que una segunda detonación golpeaba el muro e iluminaba el salón con un resplandor verduzco. Se se arrojó tras la piedra azulada y otro disparo se estrelló por encima de su cabeza.

Taloc sabía que aquella lucha desigual no podría durar mucho tiempo, y decidió jugarse el todo por el todo. Levantó la mirada hacia la criatura escamada y dejó escapar de su garganta el agudo grito de batalla de los iroqueses, dejando pasmado a su rival, quien le observaba con una mezcla de ira y confusión en sus ojillos bestiales. El medio vikingo arrojó el cristal a los pies del lagarto y éste concentró la atención en la gema alargada. Este latido de vacilación fue suficiente para que el nativo se arrojara sobre su enemigo activando la lámina de metal con un zumbido sordo. Cuando el saurio advirtió el peligro, la hoja de luz plateada caía sobre su cuerpo. Elevó los brazos y Taloc juró haber escuchado un gemido de espanto antes de que la espeluznante arma le cercenara los brazos, dejando tras de sí el hedor de la carne chamuscada. El lagarto cayó de rodillas con un miedo muy humano ardiendo en sus pupilas, un gesto que duró hasta que el medio vikingo le separó medio cráneo con otro latigazo de luz. Observó con morboso espanto aquel cuerpo mutilado y quemado, sin comprender qué clase de poder era capaz de realizar semejante daño en una bestia como aquella. Se desentendió del cadáver y recordó su apremiante misión. Recogió el resplandeciente cristal de los pies del saurio y enfiló hasta la piedra azulada que dominaba la estancia. Tardó un poco en descifrar la manera de introducir el cristal que temblaba entre su palma en la roca desnuda, pero un chispazo que le golpeó las uñas le guió hasta un rendija invisible donde la gema tiró de su dedos para introducirse de manera automática en la roca palpitante.

El joven guerrero retrocedió de manera instintiva al contemplar con aprensión la orgia de colores que cobraba vida en el interior de la piedra, una explosión de rojos, magentas, verdes y amarillos que se entremezclaban en un hipnótico juego cromático que le tenía atrapado. Sintió que el corazón estallaba en su pecho cuando una luz cegadora emanó del cristal y salió disparada hacia el firmamento a una velocidad inimaginable para su mente feral. Permaneció absorto, observando cómo aquel haz lumínico se perdía entre las nubes para proseguir hacia un lugar que no podía ni siquiera concebir en su imaginación.

Pero aquella fascinación se convirtió en alarma al advertir las sombras que se desplegaban a través del salón. Con el corazón apretado, se deslizó a través de una tronera oscura que había visto antes en el extremo del recinto. Agradeció a los dioses de su padre que la cavidad circular fuera más o menos de su tamaño. Se vio entonces sumido en una especie de túnel estrecho y redondo que se asemejaba al cubil de una serpiente. Esta reflexión le hizo estremecer, pero los gruñidos de frustración de los saurios al constatar que no cabían por la hendidura le animaron a continuar, no fuera que soltarán una de aquellas armas temibles en el pasaje para freírle vivo. Se movió con la rapidez que le permitía el asfixiante pasillo, agachando la cabeza para no golpearse con la parte superior. Allí abajo el rumor de las máquinas de la nave se hacía más acuciante y tormentoso, y el mestizo sentía cómo cada fibra de su ser reaccionaba de mala manera ante aquella vibración maligna. Se detuvo al constatar que los paneles que se apreciaban de cuando en cuando, eran en realidad unas rejillas de un material sutil y maleable que le permitieron observar los pasillos principales de la nave. Retiró con el cuchillo uno de los paneles, estudiando con ansiedad el solitario corredor, iluminado con aquella fosforescencia misteriosa que emanaba de las paredes.

Con los nervios a flor de piel, Taloc se dejó caer sobre la superficie metálica y, por unos instantes, creyó que el sonido de su caída alertaría a una legión de saurios. Sin embargo, después de unos latidos de tensión, comprendió que se hallaba solo en aquel inquietante lugar. En ese momento se preguntó qué había sido del sacerdote de Ximexcal. ¿Habría muerto a manos del temible monstruo acorazado que había visto en aquel salón repleto de sarcófagos de cristal? Estas reflexiones avivaron los temores primigenios que con esfuerzo había conseguido encerrar en el rincón más oscuro de su cerebro. Agitó la cabeza para apartar esos pensamientos y besó con delicadeza el amuleto de ámbar que pendía de su cuello. Comprendía que lo único que podía hacer en esos momentos era buscar la salida de aquel infierno de metal y criaturas monstruosas, y aquel pasaje solitario se le hacía familiar. En cuanto a Kaman, que sus dioses dictaran su destino, como al parecer lo habían hecho por miles de años.

Se encaminó a través de extensos pasillos circulares sin divisar señales de vida, algo que agradeció con todas sus fuerzas. No se creía capaz de enfrentarse a un grupo de saurios en medio de aquel laberinto de metal y luces misteriosas. Se topó con un par de puertas que parecían parte de los muros, pero se hallaban selladas a cal y canto, encerrando el secreto del acceso en los curiosos relieves lumínicos que navegaban sobre su superficie metálica con extraña lentitud. Recordó cómo Kaman había abierto un par de accesos similares con increíble facilidad, y sintió un temor profundo al imaginar que sin el sacerdote nunca abandonaría aquel horrendo artilugio. Ahora su cerebro trabajaba con angustiosa celeridad, bombardeando su consciencia con miles de preguntas que no tenían respuesta, entre la cuales las más urgentes tenían que ver con el destino del sacerdote de Ximexcal. Desesperado, continuó deambulando por los rincones fríos e inhumanos de la nave alienígena, como un insecto perdido en una tumba gélida. Entonces, cuando empezaba a perder toda esperanza de hallar una salida, avistó el cuerpo destrozado de un saurio en medio del pasillo.

Aquella visión trajo consigo una explosión de adrenalina que le devolvió la energía y la determinación, desgastadas ya por la tensión a la que se había visto sometido. Aceleró el paso y alcanzó el cuerpo mutilado, jadeando de emoción. Se trataba de un lagarto eviscerado por Kaman. Estudió el cuerpo con fascinación, todavía no podía asimilar que no hubiese perdido una sola gota de sangre. Luego recorrió el muro con la mirada hasta que captó los relieves luminosos que indicaban la presencia de una de aquellas extrañas puertas. Encaró el acceso y los jeroglíficos etéreos y coloridos, preguntándose qué había hecho Kaman para descifrar aquel enigma. Estiró la mano y el zumbido sordo de la puerta al abrirse le sorprendió. Asomó la cabeza con cautela, agradeciendo al diácono el haber dejado el portal disponible. Ahora podía ver el muro de cristal que permitía vislumbrar los titánicos e innumerables niveles que conformaban el corazón de la nave alienígena. Taloc sintió de nuevo el remezón en todo su cuerpo de la vibración que emanaba del generador principal, como le había llamado Kaman a aquel monstruoso artilugio.

Ya en un terreno más familiar, los instintos afilados del medio vikingo consiguieron arrinconar el temor primigenio que ardía en sus entrañas, tomando el control de sus acciones. Sabía que el acceso principal que desembocaba en la caverna no podía estar muy lejos. Animado por esta reflexión, apretó el paso, consciente de que los saurios estarían buscándoles en las entrañas de aquella monstruosidad metálica y fría. Después de al menos un cuarto de clepsidra descubrió un segundo lagarto desmembrado en medio del extenso pasillo. Aquello le confirmó que la salida estaba más cerca de lo que imaginaba. El rostro sudoroso del mestizo esbozó un gesto de alivio y alegría mientras corría a través de la fría superficie que rozaban sus mocasines de piel.

La explosión le lanzó con violencia contra la pared del pasillo. Taloc parpadeó horrorizado, imaginando que el mismo infierno se había abierto bajo sus pies. Intentó moverse en medio de la humareda que inundaba el corredor, temeroso de que el impacto le hubiese hecho trizas la columna vertebral. No obstante, a pesar del dolor sordo que le ascendía por la nuca y le estallaba en el cerebro, no parecía tener nada roto. Agradeció a los dioses del norte y apretó entre sus dedos el amuleto de ámbar. A continuación recogió el látigo de luz que yacía a pocos dedos de distancia e intentó vislumbrar algo entre la densa humareda que le quemaba la garganta y le impedía ver más allá de su nariz.

Sin embargo, no necesitaba de sus ojos para darse cuenta del terrible combate que se llevaba a cabo al final del pasillo. Los gruñidos, las explosiones lumínicas y el estrépito de los golpes le daban una idea de lo que estaba sucediendo. Temió por Kaman y se preguntó qué podría hacer para ayudarle. Una reflexión estúpida al recordar a la titánica bestia acorazada a la que le hacía frente el sacerdote de Ximexcal. Taloc respiró hondo aquel aire viciado y comprendió que de un modo u otro tendría que cruzar el corredor para alcanzar su libertad. Agitó la cabeza y encendió el látigo de luz argenta con un zumbido, antes de encomendarse a todos los dioses que había conocido, tanto nórdicos como iroqueses. Mientras avanzaba en medio del humo y la pestilencia, sus afilados sentidos le erizaban los vellos de la nuca al constatar el espanto rastro que atestiguaban sus ojos. Se tropezó con el torso acorazado y desmembrado de uno de los lagartos.

Taloc se irguió con una mezcla de urgencia y cautela, al tiempo que el clamor angustioso de una de aquellas bestias le perforaba los tímpanos y permanencia flotando en el enrarecido ambiente. De pronto, captó entre los jirones de humo una criatura que llevaba a cabo una danza terrible en medio de un puñado de saurios. El mestizo ahogó una exclamación al ver que se trataba de Kaman. Los hombres lagarto se revolvían alrededor del sacerdote tratando en vano de alcanzarle con sus garras, pero el intruso se abría paso a través de ellos con pasmosa facilidad, matando y sajando sin piedad con una curiosa hoja curva en forma de hoz. Los saurios fueron cayendo uno a uno sin poder evitarlo. Taloc contemplaba aquella sangrienta escena sin dar crédito a lo que veían sus ojos grises. A pesar de su apariencia humana, el diácono de Ximexcal se desplazaba como un jaguar, realizando movimientos económicos e inhumanos que segaban vidas de manera magistral. Cada finta y embate eliminaba a todo aquel que tenía el atrevimiento de hacerle frente. Los dos saurios restantes recularon en medio de un siseo macabro, buscando los difusores de plasma anclados en la pared. No obstante, ambos eran jirones de carne deshecha y tripas antes de hacerse con las armas.

El sacerdote se dio la vuelta y encaró a Taloc con mirada homicida. El mestizo se estremeció al vislumbrar la mueca salvaje y resuelta que dominaba aquellos rasgos sudorosos. La hoja en forma de hoz resplandecía entre sus manos cubiertas de sangre negra. Entonces, el cuerpo del sacerdote se encendió en medio de una conflagración aterradora al ser alcanzado por un difusor de plasma. Taloc se cubrió los ojos con espanto a la vez que una sensación desgarradora le revolvía las tripas. Con el corazón en la mano, contempló a la espeluznante criatura que se abría paso en medio del pasillo, acompañada por chasquido de su armadura. Paralizado por el miedo visceral propio de los indígenas al enfrentarse a un horror sobrenatural, advirtió la mirada viciada e implacable que descollaba en aquel rostro bestial y comprendió que moriría de una manera atroz. Reculó hasta la pared de metal, blandiendo el látigo de luz con un chasquido sordo y mirando de soslayo el cadáver consumido por las llamas de su compañero de aventura.

La criatura extraterrena le estudió por unos latidos con el mismo interés que un hombre observa un insecto antes de aplastarle con el pie. El Ghorhum apuntó el difusor y Taloc parpadeó espantado, consciente de que no podría escapar. De pronto, una voz poderosa y firme retumbó en el rincón más alejado de su cerebro. Un clamor tan desgarrador que parecía haber sido enviado por los dioses. El medio vikingo quedó mudo al ver cómo un ser níveo y translucido arremetía sobre el Ghorhum y le arrojaba contra el muro con potencia. El ser bestial perdió el difusor y, revolviéndose como una cobra, extrajo de su cinturón un hoja azulada que despedía cientos de matices argentos. En su cara de batracio se apreciaba una sombra de profundo estupor al advertir la presencia de su agresor.

El llamado retumbó de nuevo por cada célula del cuerpo del mestizo, y éste comprendió que aquella voz le pedía que huyera, que saliera de aquel espantoso lugar a cualquier precio. Se volvió hacía la criatura lumínica y translucida que le hacía frente al Ghorhum y comprendió con un nudo en el estómago que se trataba de Kaman, el verdadero ser que anidaba en el interior del cuerpo achicharrado que yacía a pocos paso de allí. Se trataba de un ente resplandeciente y delgado tan alto como dos hombres. El fulgor que emitía su cuerpo no permitía advertir con claridad ningún rasgo en la bola plateada que era su cabeza, con excepción de unos ojos grandes y resplandecientes.

—¡Huye, ojos grises, sal de aquí! —La voz del sacerdote de nuevo hizo eco en su cerebro, y esta vez, se encontró con la hipnótica mirada violeta del ser de luz que le observaba con urgente intensidad. Aquel contacto cesó cuando el Ghorhum hundió su afilada hoja en la sustancia etérea y brillante del guerrero lumínico. Sin embargo, éste reculó con la agilidad de un pantera y hundió la espada en forma de hoz entre los pliegues de la armadura del gigantesco ser reptiliano, arrancándole un quejido de furia que retumbó por toda las estancia y agitó el corazón del mestizo.

Taloc no esperó más, advirtió que los rivales se sumergían en un abrazo mortal, repartiendo mandobles sin piedad. Aquella lucha titánica estaba lejos de sus capacidades guerreras. Reconoció el pasillo por el cual habían ingresado a la nave y corrió como alma que lleva el diablo en busca de salvación. Se desplazó con agilidad simiesca, esperanzado al reconocer el resplandor del astro rey al final de la extensa galería. Atrás quedaba el hedor a muerte y los cuerpos destrozados de las espantosas criaturas que plagaban Kythal. Ahora abandonaba el horror y el agotamiento, insuflando nuevas energías a su castigada humanidad al sumergirse de nuevo en la jungla húmeda y sofocante, con sus árboles gigantes cubiertos de helechos y lianas. Sin dejar de correr, inspiró el aire cargado de aromas familiares que le colmaron de una inexplicable alegría al recordarle que se encontraba en su entorno, en su propio mundo, y no en las espeluznantes entrañas de aquella máquina infernal.

Rodaba y se punzaba la piel con los bordes de los pedruscos, pero algo en su fuero interno le urgía a continuar su loca carrera para alejarse de la siniestra nave Ghorhum. Se lanzó a las aguas turbulentas del río y la energía que latía desaforada en su pecho le permitió alcanzar la orilla opuesta a pesar del salvaje poder de la corriente. Se estiró sobre el limo viscoso de la ribera, jadeando y sintiendo los pulmones a punto de explotar con cada bocanada angustiosa. Había llegado al límite de sus fuerzas y su cuerpo se negaba a continuar. Con dedos temblorosos aferró el talismán de su padre y agradeció a los dioses por haberle permitido escapar de aquella pesadilla ultra terrena. De repente, un horror mudo le invadió al contemplar las dos figuras reptilianas que asomaban en la orilla opuesta del río. Se arrastró hasta los juncos con desesperación al reconocer los difusores de plasma que portaban. Una de los hombres saurios gruñó en su peculiar lenguaje, señalando en su dirección. Taloc quedó paralizado al escuchar la detonación del arma a pocos pasos de su patético escondite. La explosión hizo añicos un árbol gigantesco que se deshizo en mil pedazos, cubriéndole de escombros y tierra. El mestizo prosiguió su angustiosa fuga, sabedor de que aquellos monstruos no tardarían en convertirlo en una tea viviente.

El segundo disparo se estrelló contra las rocas a unos dedos de su cabeza, chamuscándole parte de la espalda y cubriéndole de esquirlas que se clavaron dolorosamente en su piel. Desesperado, Taloc descubrió que había perdido el látigo de luz que le había facilitado Kaman. En estas condiciones, podría darse por muerto. No obstante, el medio vikingo era un luchador nato y no iba a rendirse ante la adversidad. A pesar del cansancio, sacó fuerzas de su interior y siguió arrastrándose con torpeza entre los juncos y helechos. Se detuvo al escuchar un gruñido a su derecha y aguzó el oído sin mover un solo músculo. De pronto, de la nada, vislumbró el fulgor de la piel escamada entre el boscaje y sintió cómo se le retorcían las tripas con la patada que le propinaba el saurio entre las costillas.

Taloc se revolvió y vio la mirada bestial del lagarto mientras éste le apuntaba con el difusor. Entonces, un zumbido atronador rompió el siniestro silencio de la jungla de Kythal y el lagarto se convirtió en una masa de tripas, carne y hueso que se esparció alrededor del mestizo con un sonido húmedo y desagradable. El nativo alzó la vista al cielo impoluto y creyó ver un disco alargado que refulgía como plata pura, cruzar a una velocidad inconcebible por encima del dosel arbóreo. El guerrero se levantó vacilante, bañado en la porquería del cadáver, y volviendo la atención hacia el otro lado de río, donde el saurio restante huía desesperado de aquella incomprensible amenaza venida del cielo. Taloc quedó paralizado al ver cómo el lagarto estallaba en mil pedazos al ser alcanzado también por un fulgurante rayo argento. El disco alargado parecía flotar sobre su cabeza, emitiendo un zumbido bajo, no muy diferente del que había escuchado en el interior de la nave alienígena. Con el espanto carcomiéndole las entrañas, se deslizó hacia la parte más densa de la floresta, esperando que aquella máquina asesina obviara su presencia. Sin embargo, aquel aparato reluciente desapareció de su vista como una exhalación en dirección a la colina. Taloc hizo de tripas corazón y prosiguió su camino a través de la espesura, a pesar de la intensa agonía producto del cansancio y las heridas.

No obstante, y a pesar de haber visto prodigios que hubieran hecho enloquecer a cualquiera otro ser, Taloc se vio sorprendido por la pavorosa y apocalíptica explosión que destruyó el altozano y todo lo que moraba en su interior. Todo su ser se agitó en medio de la hecatombe que hizo cimbrar el suelo bajo sus pies. El firmamento se cubrió de una nube negra y pestilente y una corriente ardiente recorrió el bosque quemando todo a su paso. El mestizo olvidó el cansancio y las lesiones y corrió con la toda la fuerza que la desesperación y el instinto de supervivencia pudieron otorgarle. Por unos instantes pensó en Kaman y en su suerte, pero al volver la vista atrás por un latido y contemplar la marea de fuego que devoraba la espesura, comprendió que su propia existencia estaba a punto de ser engullida por aquella espantosa catástrofe. Se abrió paso en medio de los escombros hasta que sus pulmones ardieron a causa de aire caliente que le pisaba los talones. Su último pensamiento estuvo enfocado en el recuerdo de su padre mientras cerraba los dedos con angustia sobre el amuleto de ámbar.

Luego, todo fue horror y calor extremo.

VIII

El agua estaba helada y no sentía los miembros. La muerte gélida y silenciosa de las profundidades se aferraba a su humanidad con miles de dedos afilados, congelando los órganos vitales y adentrándose con saña a través de su carne, venas y articulaciones. El monótono y macabro clamor de la oscura muerte líquida le invitaba a rendirse y dejarse llevar, mientras en los cielos negros y tormentosos se llevaba a cabo una batalla de truenos y relámpagos. Sin embargo, Taloc seguía luchando, empecinado se aferraba a la liana que le habían arrojado desde el drakar, esperanzado en seguir viviendo. En ese momento, descubrió un rostro familiar entre los semblantes adustos y barbados de la tripulación.

Se trataba de su padre. Su progenitor, con los ojos fieros y luminosos, dirigía los esfuerzos por salvarle, y a su derecha un viejo canoso y tuerto, con un cuervo sobre el hombro, sonreía con una mezcla de sorna y orgullo al verle luchar como un gato salvaje por su propia existencia. Los dedos gélidos que se resistían a soltarle se cerraron con determinación sobre su torso desnudo, desgarrándole el pecho y buscando su corazón, pero el medio vikingo no se rindió, tomó una bocanada angustiosa y gritó con toda el vigor que aún le sostenía. El viejo tuerto esbozó un gesto de satisfacción y sus dedos sarmentosos se cerraron con fuerza sobre su hombro…

—¡Vive Taloc, hijo de Hortgar, vive y honra a tu estirpe! —La voz cavernosa e hipnótica del anciano rugió en su cerebro antes de verse consumido por las sombras de la noche tormentosa.

Al abrir los ojos la luz brillante le lastimó las pupilas y el aire le quemó los pulmones con intensidad. Tardó un buen rato en darse cuenta que no estaba muerto. Un aroma sutil y agradable flotaba en aquella estancia vacía y reluciente, de paredes níveas y lisas sin ventanas o accesos visibles. Taloc recorrió su cuerpo con los dedos y se sorprendió al descubrir que de las heridas del combate y la explosión de la colina no quedaba rastro alguno. En ese momento se preguntó con recelo qué le había sucedido. En ese instante dio un respingo al constatar que alguien le observaba con detenimiento desde un extremo de la resplandeciente habitación. Un escalofrío le recorrió la espina dorsal al ver cómo la estampa siniestra de Kaman se materializaba frente a él.

Contempló al sacerdote de Ximexcal, su eterna expresión burlona y los tatuajes que le coronaban la testa pelada. Sin embargo había algo extraño en su mirada, un fulgor violeta que había visto antes en otra criatura diferente.

—Os vi morir—balbuceó con la boca reseca debido a la impresión—. El Ghorhum os destrozó con el difusor de plasma.

Kaman le guiñó un ojo y se acercó al lecho con tranquilidad.

—Aquel a quién conocíais como Kaman, murió mucho antes de que os conociera —explicó el diácono, alzándose de hombros—. Su esencia me sirvió como receptáculo para cumplir mi misión, como lo han hecho muchos de vuestra especie por eones.

Taloc parpadeó, a pesar de la frescura que se respiraba en aquel lugar un hilillo de sudor rodaba por sus sienes.

—He tomado de nuevo la forma del sacerdote al imaginar que os sentiríais más cómodo en presencia de un igual.

El medio vikingo asintió tratando de asimilar las palabras de Kaman.

—Os he visto caer, y luego fui testigo de una lucha titánica de un ser translúcido y resplandeciente contra el Ghorhum —dijo rompiendo el hielo después de unos latidos de espeso silencio.

Kaman o lo que fuese aquel ser, sonrió y sus ojos refulgieron con una oscura pasión.

—Luché con la bestia y conseguí abatirla con las antiguas artes bélicas de mi pueblo. —Sonrió de esa manera descarada que tanto desconcertaba al mestizo—. Conseguí mi venganza y ahora mi tiempo en vuestra tierra ha culminado para siempre.

Taloc se estiró y le miró con incredulidad, repasando con detenimiento cada recuerdo de la accidentada lucha en la nave Ghorhum.

—He visto un disco en cielo —dijo con recelo—, un óbolo plateado que eliminó a los saurios que me seguían el rastro y luego desapareció en las colinas antes de que todo el valle se consumiera con aquel fuego infernal.

Kaman posó una mano en su hombro y dibujó un gesto de agradecimiento difícil de ocultar.

—Mis hermanos han venido a rescatarme después de que enviarais en mensaje de auxilio a las estrellas.

Taloc dio un respingo y recordó el cristal y la luz que salió despedida hacia el firmamento. Se irguió en el lecho y se vio abrumado por un leve mareo.

—¿Estáis bien? —inquirió el sacerdote con una chispa de inquietud.

—No es nada —respondió el medio vikingo con un suspiro—. La verdad es que sentí que iba a morir en esa condenada jungla y ahora estoy aquí, disfrutando de esta curiosa paz.

La mirada del diácono refulgió con un halo de misterio al sonreírle de nuevo al nativo.

—Rescatamos vuestro cuerpo deshecho —confesó Kaman con suavidad—. Nuestra ciencia consiguió restaurar y revivir cada célula de vuestra humanidad. —Agitó la cabeza con lentitud—.Tomad esta segunda oportunidad como la recompensa por vuestra ayuda para acabar con los Ghorhum.

Taloc sintió un hormigueo en la boca del estómago. ¿Había muerto entonces? La claridad del sueño con su padre cobró una notoriedad espantosa que le dejó las manos sudando.

—¿Y los Ghorhum…?—preguntó, tratando de apartar el tema de su muerte a un rincón perdido de su cerebro.

—Han desaparecido, junto con sus odiados esbirros reptilianos —apostilló el sacerdote con dureza—. La explosión que consumió la jungla de Kythal fue ocasionada por la destrucción de su nave de combate.

El medio vikingo recordaba todo con pavorosa claridad. Incluso el horror de verse consumido por el fuego de la montaña fue tan real que se estremeció.

—¿Y ahora qué? —inquirió con resignación, observando el entorno níveo y limpio de la misteriosa estancia en la cual se encontraba.

Kaman se irguió y se acercó a una de las paredes que de inmediato se convirtió en un panel transparente que desveló la inmensidad de la selva. El nativo se estiró de manera inconsciente al ver que el suelo bajo sus pies se tornaba en un mar de jade que se apreciaba desde una altura considerable. Tardó un buen rato en discernir que se encontraba apoyado sobre una superficie sólida y cristalina. Atónito, recorrió con la vista los ríos, bosques y pirámides que colmaban la superficie de la tierra.

—Podéis escoger un lugar seguro dónde descender —le explicó Kaman señalando la superficie con la mano—. Os llevaremos lejos de las tierras de vuestros enemigos para que retoméis vuestra vida.

Taloc parpadeó, avanzando con vacilación hacia el sacerdote, sin dejar de contemplar impresionado desde una perspectiva que ningún ser humano había visto antes.

Sintió un nudo en la garganta al vislumbrar la mancha oscura y humeante que se apreciaba varias leguas a su izquierda. De las temidas junglas de Kythal no quedaba más que una escoria chamuscada que se extendía por al menos diez leguas en todas direcciones.

—Nunca creerán de lo que he sido testigo —reflexionó con amargura, encarando al diácono.

—Vuestro mundo no está listo para saber la verdad, ojos grises —respondió su interlocutor condescendiente—. Para ellos todo esto es obra de sus dioses oscuros y crueles. —Se mesó la barbilla con aire distraído y miró con intensidad al mestizo—. Tal vez no estén tan alejados de la realidad.

Taloc no supo qué contestar a eso.

El sacerdote extrajo una bolsita de cuero de su petate y la puso en la mano del medio vikingo.

—Una pequeña muestra de agradecimiento de mi parte, Taloc.

El guerrero abrió el receptáculo y sus ojos se abrieron al vislumbrar tres gemas rojas del tamaño del puño de un hombre. Miró a Kaman sin dar crédito a lo que estaba sucediendo.

Éste se adelantó y le palmeó la espalda con firmeza.

—Es lo menos que puedo hacer por un bravo guerrero, que no dudó en enfrentarse a horrores innombrables con tal de cumplir lo pactado. —Sonrió—Además, prometí un tesoro a todo aquel que se unió a la expedición a Kythal.

—No sé qué decir —musitó el medio vikingo, con emoción—. Estos rubíes valen el trono de una pequeña ciudad estado.

—Entonces id con vuestros dioses del norte, ojos grises, y que estas gemas os ayuden a encontrar vuestro destino.

Taloc aferró la mano del extraterrestre en señal de agradecimiento, mientras la nave descendía con cuidado cerca de la costa que le serviría para regresar al mundo oscuro y violento de cual formaba parte.

FIN