El Guardián de los Muertos, un relato de Luis Carbajales
El cruzado despertó. ¿No había muerto? Al hundirse su navío en el Mar Mediterráneo, durante aquella terrible tormenta, había estado seguro de que lo próximo que vería sería al Todopoderoso. Sintió su cuerpo mojado y entumecido. Sobre su piel, aún se encontraba su cota de malla, con algunos desgarros que mostraban grandes moratones y heridas manchadas de sangre seca. El tabardo con la insignia de la cristiandad había quedado irreconocible, y ya casi estaba desprendido por completo. Su fiel espada había desaparecido junto a su vaina, y no llevaba el yelmo.
Con esfuerzo, comenzó a levantarse. Se hallaba bajo un cielo plagado de grises nubes, al atardecer. Tras él, el mar, mucho más tranquilo que la última vez que lo contempló. Al frente, la playa en la que se encontraba, y que unos metros más adelante se transformaba en una frondosa y oscura selva. No había a la vista rastro alguno del barco en el que viajaba, ni de los demás miembros de la tripulación, entre los que se contaban sus viejos compañeros de armas.
¿Qué lugar sería ese al que le habían arrastrado las olas? El barco se había hundido lejos del continente negro, por lo que, a pesar de la selva, no creyó que estuviera en África. ¿Sería aquella alguna isla perdida de la mano de Dios?
Sin duda, había algo extraño en la selva, algo que daba la sensación de que nadie había salido vivo de aquel lugar en siglos. Quizá fuera por la conmoción, pero mirar hacia las profundidades de la siniestra vegetación le producía un escalofrío tal que no había sentido ni ante el terrible ejército sarraceno, ni al observar a sus amigos guerreros caídos en batalla gritando de dolor, con sus miembros mutilados o sus entrañas expuestas. ¿Qué clase de brujería se ocultaba tras aquellos árboles, tan poderosa que sus malignos efluvios emanaban hasta él?
Tras pasear por la playa durante horas, y lograr atrapar un pez que devoró con ansia, siguió sin encontrar rastro de su nave o sus compañeros. Así pues, decidió que había llegado el momento de explorar la jungla.
Apartando amplias hojas de color verde oscuro, lianas colgantes y altísimas hierbas, llegó a un camino natural que discurría entre los gruesos árboles. Por la intacta vegetación, no parecía que seres humanos civilizados hubieran pisado aquel lugar jamás. Sin embargo, y extrañamente, no se escuchaba apenas ruido salvaje en aquella maleza. Tan solo un crujido lejano de vez en cuando, o el misterioso sonido de algo arrastrándose, que provenía de algún lugar indeterminado. Pero no se oían pájaros de colores, ni juguetones primates, ni fieros felinos, como el cruzado había imaginado que tenía que suceder a la fuerza en un sitio así.
Tras avanzar durante más de una hora, un nuevo ruido, constante, incesante, llegó claramente a sus oídos. Un golpe tras otro, emitidos regularmente, pero con una sonoridad que transmitía cierta musicalidad, parecían indicar que se trataba de algún tipo de tambor. De modo que aquel lugar sí que estaba, sin duda, habitado por hombres, aunque a la fuerza debían ser sarracenos o salvajes.
Con el valor que le caracterizaba, el cruzado se dirigió hacia el origen de la música, esperando descubrir alguna pista sobre aquella tierra aparentemente sin cristianizar. Caminando entre árboles y grandes rocas, llegó a vislumbrar unos metros más allá un pequeño claro en el que seres humanos, negros como el carbón y casi desnudos, se movían de aquí para allá. Pudo acercarse sin ser visto, y esconderse tras un viejo tronco caído y rodeado de arbustos, desde donde tenía una visión clara de la escena al completo.
Uno de los indígenas sostenía un rudimentario tambor que tocaba sin cesar, y del que procedía el sonido que el cruzado había seguido hasta allí. El músico portaba una grotesca máscara que mostraba un rostro demoníaco, y que parecía conferirle cierta autoridad sobre sus congéneres, ya que daba órdenes al resto del grupo en su lengua bárbara, mientras les marcaba el ritmo con su instrumento. Los otros siete aborígenes, comandados por el primero, trabajaban alrededor de una gigantesca hoguera de la que provenía un nauseabundo olor a carne quemada, y que ayudaba al sol a iluminar las últimas horas del día.
La extraña congregación no asustó al cruzado, curtido en terribles batallas, que, sin embargo, sí se vio profundamente conmovido por la tarea que realizaban, y, más concretamente, por lo que realmente albergaba aquel claro.
Las cruces con nombres tallados clavadas en el suelo, las rudimentarias lápidas de piedra, no dejaban lugar a dudas. Allí, en esa selva diabólica y perdida, en el último sitio en el que habría esperado hallar rastro alguno de hombres y mujeres temerosos de Dios, había un cementerio cristiano. Un cementerio casi improvisado, quizá creado por alguna expedición.
Y existía allí desde hacía tiempo. Algo que el cruzado pudo comprobar no solo por la decrepitud de algunas de las cruces, sino, lamentablemente, también por el estado de los cadáveres que se hallaban a la vista. Y es que, y esto fue lo que realmente impactó, horrorizó y enfureció al cruzado, los salvajes se encontraban realizando algún siniestro y blasfemo ritual, que consistía en desenterrar a los muertos y arrojarlos a la hoguera alrededor de la cual actuaban. Los cuerpos, putrefactos, faltos de pedazos o casi esqueletos, estaban siendo llevados desde sus sacrosantos lugares de reposo al infernal fuego, en el que se amontonaban ya casi una decena, mientras el monstruoso músico embravecía a los herejes para que continuaran con su abyecta labor.
Semejante acto, tan irrespetuoso para con los buenos cristianos allí enterrados como para con Dios, hizo hervir la justa cólera del cruzado por encima de cualquier miedo que todo aquello pudiera causarle. Al fin y al cabo, incluso en aquel olvidado lugar, un cementerio seguía siendo tierra santa, que él había jurado proteger.
Quiso Dios o la fortuna que uno de los negros dejara su lanza apoyada junto al tronco caído tras el que el cruzado se hallaba. Así pues, tomó aquella tosca arma y, blandiéndola y gritando con todas sus fuerzas, saltó al interor del claro, dispuesto a morir si era necesario.
Los salvajes, al contemplar el cuerpo grande y musculoso del cruzado salir de entre la maleza, sucio y con su armadura desgarrada, rugiendo y agitando una lanza ante ellos, sufrieron un ataque de terror que les forzó a soltar los cadáveres y herramientas que portaban, y a correr hacia la selva que tan bien conocían. Todos ellos huyeron, mientras el cruzado los perseguía hasta las lindes del claro. Entonces, se obligó a calmarse por el momento: debía volver para dar correcta sepultura a aquellos hombres y mujeres piadosos. Una vez terminada la tarea, ya se encargaría de los indígenas.
Extenuado como se hallaba, la visión de los muertos ardiendo, de las tumbas abiertas y de los cadáveres expuestos, además del posible peligro de los profanadores, que podrían volver en cualquier momento, le impidió descansar ni un minuto. Rápidamente, salvó de las llamas a unos pocos cadáveres, a todos los que pudo. A continuación, emprendió la labor de enterrar los cuerpos que los espantados herejes habían abandonado en el suelo, mientras el sol terminaba de ocultarse, dando paso a la negra noche.
La oscuridad de la selva a su alrededor, la presencia de los cuerpos, y, sobre todo, todos los terribles acontecimientos vividos aquel día, parecían haber caído de golpe sobre los hombros del exhausto cruzado, haciéndole sentir una desazón como nunca había sufrido, pero que no le hizo detenerse en su labor cristiana. Se preguntaba dónde estaría, y si alguna vez volvería a ver vivo a uno de los suyos, mientras sus cansados músculos, forjados en la batalla, pero ahora débiles y doloridos, echaban tierra sobre uno de los cadáveres, con ayuda de las herramientas que los aborígenes dejaran tras de sí.
Por primera vez paró, y contempló el cuerpo que estaba enterrando. A pesar de la negrura que reinaba en los alrededores, el fuego permitía verlo a la perfección. Se trataba probablemente de un hombre, aunque su carne gris estaba tan consumida que era difícil de decir. Sus cuencas vacías parecían mirar al cruzado, diciéndole que por favor le enterrara. O quizá, algo peor. ¿Qué sucedía si la exhumación había perturbado su alma? Pero los fantasmas eran cosa de los cuentos, su espíritu debía reposar en los cielos.
¿Se estaba volviendo loco el cruzado? Le había parecido que el muerto que tenía ante él, hundido en un hoyo, y con el hueco donde un día estuvieran sus tripas relleno de tierra, había movido la boca. ¿Quería realmente decirle algo? No podía estar sucediendo... Aunque si una obra de brujería semejante pudiera tener lugar en alguna parte, seguramente sería allí, en aquella maldita selva.
De nuevo, la mandíbula inferior se movió, y esta vez el cruzado percibió claramente un gemido que provenía de su interior. "¡Imposible!" Gritó, pronunciando su primera palabra coherente desde que despertara en la playa. Se dio la vuelta, buscando instintivamente su arma. Cuando vio la lanza sobre el suelo, se abalanzó sobre ella, mientras el gemido, que parecía provenir directamente del Infierno, se repetía tras él. Con los nervios destrozados, saltó sobre el cuerpo, en el interior de la tumba. Con la caída, le aplastó la caja torácica, que se partió en varios pedazos malolientes. Aun así, el cruzado pudo observar cómo la cabeza se movía, abriendo y cerrando la boca, intentando atrapar algo con lo que restaba de sus dientes. Los macilentos brazos se alzaban para tratar de agarrar al cruzado, mientras este, frenéticamente, golpeaba con la punta del arma todas las partes del muerto viviente. Cuando lo hubo destruído casi por completo, el monstruo pareció detenerse al fin.
Se calmó un segundo, inspirando y aspirando con fuerza, con el sudor recorriendo todo su tembloroso cuerpo. Y entonces se dio cuenta de que ruidos de criaturas excavando y arrastrándose, graves y cansados lamentos, crujidos de viejos huesos, se oían por todas partes a su alrededor. Salió del hoyo en el que se hallaba, escalando.
Por todo el cementerio, los muertos abandonaban sus lugares de reposo. Los cadáveres podridos, rotos, infestados de larvas que había visto antes, ahora se movían con pesadez, o buscaban un camino hacia el exterior. Los que habían quedado fuera de sus tumbas, excepto aquellos que ardían, que aún intentaban salir de la hoguera, ya se encontraban de pie y observaban al cruzado con sus ojos putrefactos, agrietados o desaparecidos en la negrura que poblaba el interior de sus cráneos. Mientras avanzaban hacia él con lento andar, manos, cabezas, y torsos enteros surgían del suelo, como llegados directamente desde el averno, expulsados de allí por el mismísimo Satán.
El cruzado, aterrado, giraba y saltaba en todas direcciones, intentando manejar un arma a la que no estaba acostumbrado. Una mano que parecía plantada en la tierra agarró su tobillo, haciéndole caer sobre los restos reanimados de una mujer sin mandíbula. Su estado de descomposición era menos avanzado que el de otros, y aun así el amoratado cuerpo se despellejaba al contacto con la cota de malla, mientras su rostro sin vida contemplaba a su presa. Las hinchadas manos del cadáver desgarraron el metal que cubría al cruzado como si se tratara de papel, hundiendo los dedos en su torso y brazo. La lanza cayó de su mano debido al dolor, y, mientras intentaba ponerse en pie, otro de los seres, con la boca llena de gusanos, le mordió en el costado, produciéndole una tremenda brecha tanto en armadura como en carne, mientras los insectos entraban en la nueva herida, en busca de sangre fresca.
Uno tras otro, los muertos llegaban y se alimentaban del cruzado, que aullaba de dolor pidiendo auxilio a Dios y a cualquiera que pudiera oírle. Pero los salvajes se habían ido muy lejos, ya que sabían bien lo que sucedería allí al caer la noche. Y es que, (y esto el cruzado solo lo entendió en sus últimos momentos, justo antes de que los muertos demoníacos desgarraran su garganta), aquellos aborígenes, al quemar los cuerpos enterrados, tan solo intentaban evitar que estos se levantaran de sus tumbas, en busca de la carne de los vivos.
Luis Carbajales. Sitio web del autor: blackwidowproductions Contacto