SA10

Los rugidos de las bestias mutantes apenas te dejan escuchar las palabras que grita Lucy antes de pulsar el teclado, pero conoces demasiado bien la expresión de su rostro como para hacer caso omiso de él. Miras de nuevo el papel antes de apretar ninguno de los números... A tu espalda la puerta se desbroza dejando paso a la enorme zarpa palmeada de una de las criaturas mutantes.

Claro, que estúpido soy, piensas con el trozo de papel en la mano. ¡Están del revés!

Introduces los números con la adrenalina batiendo récords en tu sistema:

86-87-88-89-90-91

Alrededor del panel se dibuja un círculo de un metro y medio de diámetro, cuyo contenido sale de la pared y rueda a un lado dejando el paso libre a un pasillo iluminado de luz ámbar.

—¡Vamos, vamos!

Tus amigos entran por el túnel mientras descargas el resto de tu cargador sobre el gigantesco reptil anfibio que intenta batir la hoja de la puerta. Sus fauces se abren y desenrolla una lengua prensil que intenta apresarte. Tus reflejos trazan un giro que evita el ataque por unos centímetros, aprovechas para recargar y los casquillos vacíos silban en el aire como una catarata de metal dorado. La bestia tiene la cabeza como un colador, colgando de la abertura. Al otro lado, los demás monstruos no cacarean, sino más bien gruñen enfurecidos haciendo caer el marco de la puerta.

Pulsas uno de los botones del teclado con el tiempo justo para colarte por el túnel. Tus compañeros se han adelantado por el pasillo que recorres exaltado de alegría. Ahora sí estáis a salvo.

—Levante usted también las manos, her doctor —Al otro lado del túnel te recibe un hombre de pelo moreno con gafas y acento alemán, que apunta con una luger sobre la sien de tu prometida—. No es momento para hacerse el héroe. Haga lo que se le dice y la mujer no sufrirá daño alguno.

Ves que Abott ha soltado las armas en el suelo y, manteniendo sujeto a un nervioso Ronin, te indica con un movimiento de cabeza que hagas caso de la advertencia. No te gusta darte por vencido, no obstante no puedes permitir correr el riesgo de poner en peligro la vida de Lucy. Sueltas las armas y levantas las manos.

Te encuentras en el despacho del doctor Gerber. El túnel daba directamente a la parte trasera de la habitación, una vía de entrada o tal vez de escape que solo él conocía.

—Ahora suéltela —puntualizas sin ocultar el odio en tu mirada.

—Naturalmente, pero antes esperemos que lleguen los refuerzos. Permítame presentarme, soy el doctor Markus Gerber. Han llegado muy lejos para cuestionar sus méritos de supervivencia. Le creí muerto, devorado por los cangrejos carnívoros del otro lado de la isla, pero veo que ha conseguido salvar a sus compañeros y entrar en mi fortaleza subterránea; a saber con cuántos peligros ha medido su valentía, doctor Martini, pero poco importan sus proezas si tenemos en cuenta que el teniente Wittmann ha conseguido nuestro mayor propósito.

—¿Y de qué se trata esta vez: el Arca perdida, el Santo Grial, el trineo de Santa Klaus?

—Ja, ja, ja... Ustedes los americanos desconocen la verdad sobre el Universo, ustedes se creen el centro del Cosmos, pero no saben que somos parte de un experimento fallido, de que solo nuestra raza aria posee la capacidad de llegar a donde ningún otro mortal ha llegado.

—Si se refiere usted a unos buenos asientos para ver a los Dodgers, olvídense. No se permite la entrada de asesinos al estadio de los Ángeles.

El doctor Gerber rodea con su mano libre el cuello de Lucy, ese cuello que tantas noches ha recibido tu devoción, y lo presiona con fuerza hasta retorcer su rostro en una mueca de dolor.

—Veo que además de ser un hombre difícil de matar es usted un bocazas —En ese preciso instante llaman a la puerta—. Adelante.

De la puerta aparece un hombre al cual reconoces como el responsable de acabar enterrado en la playa, al acecho de las alimañas.

—Heil Hitler —saluda el teniente Wittmann con un par de soldados entrando detrás suya—. Doctor Gerber, veo que ha encontrado un par de ratas para sus experimentos —A una señal suya los soldados os agarran a ti y a Abott para esposaron las manos. Ronin, al ser liberado del contramaestre, se revuelve con furia y lanza ladridos amenazantes a todo lo que lo rodea, el soldado que tienes enfrente, sin pensarlo ni un segundo, lo golpea en la cabeza con tanta violencia que el pobre animal queda gimoteando sobre el suelo, inmóvil.

—¡Ronin! —grita Lucy, pero el doctor nazi aprieta aún más su presa.

—¡Lucy! —exclamas perdiendo los nervios—. ¡Suéltala, bastardo!

En tu desesperado arranque de furia olvidas en la situación en que te encuentras y arrollas al guardia que ha golpeado a Ronin y te abalanzas hacia el psicópata nazi que tiene a tu prometida cogida por el cuello. Antes de acercarte siquiera a un par de metros del doctor, los felinos reflejos de Von Widman se revelan en una finta perfecta que traza, con su pierna, impactando con tu dura mollera. La patada te hace caer al suelo y recibir una andanada de golpes y culatazos del soldado al que habías empujado. La brutal paliza te saca de juego, tu cabeza es un avispero sin salida y con todo el enjambre sacudiéndote las ideas. Escuchas los gritos de Lucy antes de caer en el abismo de la inconsciencia.

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