Tenemos un nuevo escritor entre nosotros, se llama Juan Sebastián Ohem, y es todo un especialista en pulp noir. Os dejamos con uno de sus relatos, el cual formará parte de la antología pulp que pronto publicaremos en formato ebook dentro de la Serie Neo. En dicha publicación encontrarás más relatos de este autor, así como de otros escritores de nuevo cuño.
Sinopsis: Remake del pulp original. Una misteriosa figura conocida como «la Rana» ha formado una organización muy compleja de vagabundos, prostitutas y ladronzuelos. Su objetivo es que los pobres y los desposeídos formen una especie de nación clandestina, tiene demandas contra el gobierno que buscan ayudar a los menos privilegiados. Para hacerlo entabla guerra contra los dos principales mafiosos, Yakaveta y Vallenquist, así como cometer actos de terrorismo. Frank Mercer es un ex-convicto vagabundo que se une a la liga de las Ranas, pero pronto se da cuenta que debe detener a su líder antes que su sed de sangre termine por lanzar a todo el gobierno en una cacería salvaje contra todos los vagabundos. Tiene algunos toques de ciencia ficción y magia, pero su mecánica básica es que es una historia de detectives, hay pistas y una gran revelación al final.
La Liga de Las Ranas. Por Juan Sebastián Ohem
Frank Mercer conocía tanto del origen de la liga de las ranas como la prensa o la policía. La voz se había corrido entre los vagabundos, existía uno que comandaba a un ejército, un vagabundo millonario. Algunos decían, en susurros a la mitad de la noche, que la Rana no era humana y que no podía morir. Otros, un poco más sobrios, decían que era un mafioso que huía de su antigua pandilla y que usaba su dinero para hacerse de una vasta red criminal con la cual protegerse y hacer dinero. La prensa fue la última en enterarse, incluso cuando la policía ya había levantado la alarma. A nadie le importaban los vagabundos, y los primeros reportes de vagabundos organizados para asistir en planes sumamente complejos para robar algún banco o liquidar algún mafioso, fueron vistos con escepticismo. Después de todo, en la opinión popular, los vagabundos eran los fantasmas urbanos que, de ser capaces de organizarse, pronto dejarían de ser vagabundos. En ese verano, sin embargo, la ciudad entera no tendría más remedio que aceptar que aquellos individuos lastimeros llegaron a tener la vida de miles de personas en sus manos. En ese verano todos supieron de la Rana y en ese verano todos temblaron de miedo ante la imagen de un vagabundo común. Quienes habían sido dejados atrás por un sistema inhumano eran ahora los amos de la ciudad y su destino sería elegido por los fríos corazones de quienes habían sido rechazados tantas veces.
Frank Mercer tuvo que aceptar que las Ranas existían al principio del verano, cuando fue testigo de una espectacular visión. La policía le había estado corriendo de Marvin Gardens, donde solía recoger los cigarros a la entrada del metro, casi sin fumar, donde pedía limosna frente a los cafés de moda y ayudaba en la noche a tirar la basura de los elegantes restaurantes por unas monedas y una lata de sopa caliente. Al igual que muchos otros vagabundos terminó al sur de Baltic, donde tomaba refugio bajo el puente del tren elevado a una cuadra de las peligrosas calles de Morton. Resignado a coleccionar latas para venderlas, perdió el sentido del tiempo y por accidente se topó con los proxenetas de Morton, la peor calaña que hubiese visto desde que saliera de prisión. Cortaban a sus mujeres para darles una lección, les quemaban fierros calientes para marcarles como de su corral y repartían golpes cuando la paga no era la deseada. Pensó en regresar al puente y dormir sobre el parche de tierra suave que había encontrado y marcado con su caja de refrigerador, cuando sucedió el hecho inesperado. Las mujeres no habían cazado cliente alguno, y miraban desafiantes a sus proxenetas, quienes las vigilaban desde sus ruidosos autos. El atrevimiento era inaudito y los doce proxenetas cruzaron la calle armados de cuchillos y tubos. Los vagabundos salieron de la nada y les rodearon con piedras y botellas rotas. La trampa estaba puesta y la batalla fue brutal. El factor sorpresa fue suficiente para dividirlos y en menos de un minuto había otra docena más de vagabundos. Las prostitutas formaron parte de la golpiza, independizándose de sus proxenetas y robándoles todo en el proceso. Uno de ellos, un armario negro con una playera ensangrentada y venganza en los ojos, se deshizo de los vagabundos golpeando como boxeador y sacó una pistola del cinto de su pantalón. Frank se unió a la pelea, empujando gente hasta llegar al furioso proxeneta. Usó una piedra para tumbarlo y peleó por el arma con uñas y dientes. Un par de tiros se dispararon, nervios que se contraían por la poderosa mordedura de Frank. Tras arrancarle parte de un dedo consiguió hacerse del arma. Los combatientes le miraban expectantes y Frank se congeló un segundo al ver tantos rostros y sentir tantas miradas.
—Billeteras, llaves del coche y todo lo que tengan. Hasta la ropa. ¡Desnúdense! —los vagabundos lo celebraron y las prostitutas se rieron de la desnudez de sus tiranos—. ¡Vuelvan por aquí y estarán muertos!
—Hiciste bien chico. Soy Mike Colby —el hombre tenía aspecto de veterano de guerra y apretaba la mano como si le fuera a sacar jugo. Tenía una cicatriz bajo el ojo izquierdo y una sonrisa sin tres dientes—. Bienvenido a la liga de las Ranas. Quédate cerca, ya te llegará la información.
—Gracias guapo. —Una mujer, dentro de un entallado vestido rojo, y pálida de frío, le extendió su mano de largas uñas—. Soy Rachel, mis enemigos me dicen Brady, pero me puedes decir Rachel.
Frank no esperaba ser una celebridad, y la verdad es que duró poco. Los proxenetas trataron una y otra vez de reclamar su territorio, pero con cada intento las represalias eran más y más brutales. Se decía que las Ranas, usando el ejército de vagabundos anónimos, conseguían prender fuego a sus departamentos, dinamitar sus autos, matarlos aleatoriamente e incluso amenazarles mientras dormían en departamentos supuestamente seguros. Frank entendió el poder de la Rana, comandaba a un verdadero ejército de vagabundos, prostitutas y ladrones, así como una extensa red de corrupción entre los policías. Muchísimos de los miembros dejaban de ser literalmente vagabundos, siendo tan bien remunerados que podían hacerse de un departamento, y otros incluso se hacían ricos a costa de la Rana. Frank recibió instrucciones en el catre del hostal de una parroquia de manos de un sacerdote cómplice. Leyó la carta a la luz de la luna que se filtraba por las rendijas que hacían de ventana, y luego las volvió a leer hasta memorizar cada palabra mecanografiada para luego, como indicaba la carta, prenderle fuego.
La organización se protegía en el misterio. Frank recibiría unos cuantos dólares a la semana, más del salario mínimo, por llevar a cabo instrucciones simples. Tenía un superior inmediato, un sargento, Mike Colby, quien serviría para coordinar a las ranas de la zona, así como asegurar que todas las cocinas para pobres, hostales y clínicas le reconocerían como miembro oficial. No tenía derecho a saber quién estaba por encima de su sargento, y la carta era deliberadamente vaga al afirmar que la organización poseía muchos escalones y supervisores. Todas las instrucciones provenían de la Rana y no siempre sabría el motivo o el objetivo de sus instrucciones, pero debía permanecer tranquilo sabiendo que existía un plan maestro destinado a mejorar la vida de los pobres. Le quedaba prohibido el uso de drogas fuertes y, si necesitaba cometer actos ilegales para subsistir tenía que ser cuidadoso, sin matar ni lastimar seriamente a nadie. Las prostitutas tendrían su propia organización, entre mujeres, así como los ladrones, pero al final del día todos se encontraban al servicio de la Rana y su plan maestro. Su obligación más inmediata era la de presentarse a su buzón, una ranura cerca del puente donde recibiría sus instrucciones, y cualquier falta sería investigada a fondo por vagabundos como él, cuyas instrucciones podían ser el de vigilarle y reportar sus actividades. La lealtad era pagada y la deslealtad significaba la muerte.
Los dólares le vinieron de maravilla, pues logró rentarse un departamento en Morton, no muy lejos de su buzón. Sus instrucciones por lo general le parecían absurdas, como el pararse en una esquina por un par de horas y nada más, y otras eran de lo más misteriosas, como comprarse un traje con el dinero que venía en el sobre, presentarse a una tienda y preguntar por algún artículo para luego dar media vuelta e irse. No sabía si cada asignación formaba parte de un brillante plan maestro, pero poco le importaba, tenía un techo y una ocupación y no podía exigir más. Los primeros atisbos de un plan llegaron tras algunos atentados contra mafiosos locales por sujetos desconocidos, como le llamaba la prensa, pero que la policía ya sabía que se trataba de las ranas. El dinero parecía aumentar en los pagos, de modo que todos confiaron en la Rana cuando escribía que su cruzada contra el crimen organizado tenía un impacto directo en el bienestar de los pobres.
Frank se dio cuenta que estaba siendo probado, pues sus asignaciones fueron tornándose más difíciles y más ilegales. Ayudó a robar un auto para crear un denso y repentino embotellamiento, que permitió a un grupo de ladrones robar las cajas de una lujosa tienda y escapar. La adrenalina del robo le recordó a su vida antes de prisión, los pocos buenos años, y se encontró rebotando de bar en bar hasta llegar a Alvarado, donde fue testigo de lo más cercano que la Rana había tenido a una aparición en público. Había terminado de gastar sus billetes cuando la explosión le sacudió, junto a los cientos de peatones y conductores que se congelaron y miraron al enorme rascacielos Tate. Una enorme bomba de pintura, un barril con una pequeña carga explosiva, fue bajada por polea hasta el piso décimo y cuando estalló la pintura multicolores se regó por toda la avenida. Inmediatamente después fue desatada una inmensa lona con el dibujo de una rana.
—Eres un suertudo —Stuart Braun saltaba de emoción, periódico en mano. Estaban perdiendo el tiempo con Rachel Brady y sus prostitutas, apoyados contra una malla ciclónica y mirando el ir y venir de las muchachas y sus clientes. Rachel, de espíritu más pragmático, leyó el diario y miró al tránsito en silencio—. ¿Has leído la carta de la Rana al Heraldo?
—No, no he tenido tiempo. La resaca me dejó fuera de combate.
—Es un ultimátum político —dijo Rachel; Mercer y Braun le miraron extrañados—. Estudié literatura, ¿por qué todos se sorprenden de eso?
—Yo estudié actuación... Para lo que me sirvió, el título de ingeniero por correspondencia de la prisión tampoco me sirvió de nada —dijo Frank.
—Consiste en cuatro puntos esenciales, aunque el desplegado sea más largo. Exige a las autoridades que se construyan doce refugios para indigentes, que se institucionalice un centro de protección a mujeres abusadas, que se elimine la ley que obliga a los ex convictos a tener que revelar sus años en prisión y el delito, que los crímenes sin víctimas se castiguen con no más de dos años de prisión, además de las obvias como quitar el delito de vagancia, de permitir mendigos y se permita prostitución autorregulada en zonas no residenciales en ciertos horarios específicos.
—Dijiste cuatro puntos — dijo Frank, impresionado por la capacidad de síntesis de Rachel, pero no se sorprendía de ver a alguien más, olvidado por la sociedad común, con mucho que ofrecer al mundo.
—Por un lado tienes demandas de orden legislativo, como quitar o aprobar leyes, por el otro tienes demandas judiciales como conmutar penas o reducirlas, tienes demandas que van a la infraestructura, como todos esos refugios y cocinas y demás, y finalmente de tipo político, como cuando exige que los desposeídos puedan organizarse como sindicatos, como hacemos ahora.
—¿Qué es ultimátum? — preguntó Braun con el ceño fruncido.
—Lo que te da cuando comes muchos frijoles —bromeó Rachel, mientras sacaba un pequeño revólver de su bolso para que un cliente entendiera que no podía abofetear a las prostitutas.
—Significa que hoy fue una bomba de pintura, mañana una bomba de verdad.
—Las cosas se pondrán pesadas —dijo Braun, en tono profético.
—Tan pesadas como lo quieran los de arriba —dijo Roger Bolton. Frank le conocía poco, sabía que era un carterista empleado por el departamento de sanidad para recoger bolsas de basura, y que religiosamente pagaba el diezmo de lo que robaba. Se había convertido en el hombre de confianza de Mike Colby, un cargo que parecía llenarle de un orgullo difícil de encontrar entre los carteristas drogadictos de Morton. Limpio, sobrio, bañado, admirado y confiado por su superior, Roger era un hombre nuevo. Las cicatrices en los brazos eran la única pista de su vida anterior—. Vaya circo.
—Frank le vio en persona —comentó Rachel, mientras recibía el pago de un par de sus chicas.
—Llegaron tus instrucciones Rachel, tienes que enviar a un par de chicas a una fiesta de George Wallace —le entregó una tarjeta con la dirección y cien dólares para taxis, y como extra.
—¿Georgie el guapo? Menuda fiesta que debe ser —dijo Braun codeando a Mercer, aunque él no entendía a qué se refería—. Trabaja para Randall Vallenquist, el mafioso. Que se anden con cuidado.
Mercer y Braun se presentaron al medio día para recibir sus instrucciones del buzón empotrado al muro y tras un suspiro se pusieron manos a la obra. Frank fue enviado a Industrial por un disfraz de obrero de ingeniería urbana y siguió a un grupo hasta Baltic, donde detuvieron el tránsito con conos naranjas, disculpas y explicaciones falsas para ponerse a trabajar. Sin mediar más palabra que la absolutamente necesaria, como decían las instrucciones, Frank ayudó a bombear agua a presión y ácidos, en dos largas mangueras por un reducido boquete hacia unas lejanas tuberías. Luego de un par de horas de trabajo recogieron todo y se separaron sin despedirse. Frank recibió un pago adicional, por un hombre desconocido que se le acercó a una cuadra de donde habían dejado todo. No dijo mucho, pero Frank no necesitaba saberlo, le habían estado vigilando y el pago era por llevar a cabo las instrucciones sin falta.
No podía dejar de sentirse orgulloso, y cuando se topó con Stu Braun de camino a su departamento, se sorprendió a sí mismo preguntándole sobre sus instrucciones. Sabía que estaba prohibido, pero Braun estaba vestido como un hombre de negocios y temblaba de miedo, con un pálido que tiraba más a verde. Le explicó que nunca había tenido instrucciones como esa, y de no ser que había trabado una buena amistad con Frank nunca se las diría, pero la verdad es que necesitaba de su ayuda.
—¿Has matado alguna vez? —Frank se sorprendió y se rascó la barba mal cuidada.
—No, nunca he tenido la necesidad y espero nunca tenerla.
—Yo tampoco, y tengo que matar al hijo de Yakaveta. El Rana odia a la mafia, Emilio Yakaveta y Randall Vallenquist están al tope de su lista. Tenemos que matarlo y robar toda la heroína que encontremos. Sé que el Rana soborna gente cercana de estos dos mafiosos, pero ¿por qué no hace que ellos los maten? No me malentiendas, no soy desleal —dijo esto con miedo en la voz.
—Calma, no es como si te fuera a reportar. No quieres matar, eso es todo.
—No es esto, son nuestros enemigos y al diablo con ellos, pero ¿y si fallamos? —Braun le tomó del brazo con aspecto suplicante— ¿Me acompañarías? Nadie sabe de las instrucciones, ¿no es cierto? Ni siquiera Colby, que es sargento. Ven conmigo, no podemos fallar en esto.
Frank aceptó de mala gana y juntos esperaron el auto que les llevaría hasta su ubicación. Una Rana sobornó a los agentes de policía para que desaparecieran de la zona por un rato. Otros dos se apostaron cerca de la entrada del restaurante. Braun y Mercer desinflaron las llantas de todos los autos en el estacionamiento y plantaron una carga explosiva. Bolton apareció en la parte de atrás manejando un camión de basura que se estrelló hasta la cocina del lugar atravesando el muro trasero. La carga explosiva detonó y las ranas se activaron como robots. Dos eran clientes, esos abrieron fuego contra los guardaespaldas de Dominic Yakaveta. Braun y Mercer debían ayudar a los tiradores que entraban al restaurante por el ventanal destruido. El joven Dominic se quedó congelado, viéndose rodeado y no pudo actuar a tiempo. El caos obró a favor de las Ranas, tal como Braun había estado rogando. Acribillaron al hijo del segundo mafioso más poderoso de la ciudad, mientras Bolton y otros dos cargaban los innumerables paquetes de heroína del congelador al camión de basura. Luego de eso todos desaparecieron como indicaban las instrucciones. Tres minutos y medio de un absoluto caos se desinfló en segundos y para cuando llegaron las patrullas y ambulancias era demasiado tarde. Mercer acompañó a Braun, de renovado humor, hacia la calle lateral donde fueron recogidos por un taxi que les llevó hasta un basurero a las afueras de la ciudad. El Rana quería mandar un mensaje poderoso a todos los miembros, sobre todo a aquellos que podrían soltarle la sopa al crimen organizado. No quería la heroína para comerciarla, sino para quemarla.
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