Un relato de Rafael Trujillo Navas. Horror Hotel Stories
Una vez más tenemos el placer de presentar un nuevo autor pulp que se suma a nuestra comunidad literaria, Rafael Trujillo Navas, y lo hace con un relato de terror y misterio que tiene como escenario una de las típicas habitaciones de hotel. Dentro de la clásica weird menace, con sus historias de miedo y fantasmas, así como de la más oscura ficción de las novelas detectivescas, este tipo de establecimientos, hoteles, hostales y posadas, han dado vida a todo tipo de relatos tan atractivos como inimaginables. Seguidamente os presentamos el relato de Rafael, y puesto que éste es el primero con nosotros, al final del mismo también os ofrecemos algunas pinceladas biográficas para conocerlo un poquito mejor. Y como no, quedamos a la espera de su próximo trabajo. A ver qué os parece éste, aquí tenéis La habitación de las cerezas pintadas.
La Habitación de las Cerezas Pintadas. Por Rafael Trujillo
El bulto negruzco cruzó a toda prisa el umbral de la puerta y se concretó bajo la luz del vestíbulo en un hombre repulsivo. Con una mano sostenía un paraguas muy triste y con la otra tiraba del asa de un maletón con ruedas chirriantes. Estaba empapado. Después de sacudirse a manotazos la lluvia de la gabardina, adelantó la cabeza y miró agudamente a Irene. Los rasgos atigrados del hombre eran muy evidentes. Por eso debió decirle que buscase hospedaje en otro hostal, en el del Llano de los Conquistadores por ejemplo; pero ella se dejó oler y mirar sin decir nada. Con el corazón en la garganta fui testigo de cómo se cerraba el escote entreabierto de la bata china y le entregaba con una sonrisa desangelada la llave de la habitación de las cerezas; así empezó esta pesadilla.
Mientras le cuento a usted lo sucedido, me sigue resultando inexplicable que ella olvidase aquella noche lo mío con los felinos. Como sabe siento hacia éstas criaturas una aversión congénita; me atormentan incluso las personas que me hacen pensar en ellos, incluso esos estúpidos dibujos animados en los que tigres y leones se muestran parlanchines, solidarios, sentimentales, ¡que estupidez, carajo!
Si aquella noche Irene hubiese mandado a ese retorcido a la puta calle, aunque estuviese diluviando, hoy no habría lugar para el remordimiento.
Pero a pesar de lo ocurrido conservo el alma sin mancha ¿sabe usted? He advertido a mi hermana desde el primer momento del riesgo que corríamos albergando en el Hostal Oriente a una pantera. «¡Tenemos que largarlo o acabará con nosotros!», le dije cuando la bestia dormía en la habitación de las cerezas. «Tenga el aspecto que tenga no va a atacar, ni a devorar a nadie... es un hombre corriente que ha venido a vender joyas por estos pueblos, eso es todo, no es una fiera, Toño».
Gracias a Dios yo no tengo los ojos de trapo y me di cuenta de la avidez a carne viva disimulada en ese rostro aplanado, en forma de V. Como si a Irene le hubiesen herido mis palabras me echó en cara el agua sucia de otros tiempos: que si he sido un dolor de cabeza para mis padres ―muertos en carretera hace ya casi tres años, como le contamos ―, que si ella no sabe qué hacer con mis deseos prohibidos y asquerosos y mis arranques de mala leche... «Llevas muchas hechas, Toño, o es que ya no te acuerdas de la profesora de Dibujo», añadió sin despegar la vista del ordenador. Sin embargo, al oír el rechinamiento de mis dientes y mis resoplidos, ladeó la cabeza y contempló con mala conciencia mi temblor y la saña con la que me retorcía las manos. «Anda, no quiero verte así... El hostal lo hemos heredado los dos; le diré que se marche, te lo juro», agregó abismándose de nuevo en la web de IKEA titilante en la pantalla.
Pero su juramento se fue a la mierda. Aunque me duela reconocerlo, a ella le pudo el calentón y Mauro se acomodó en el hostal sin una fecha concreta de partida. Su mala estampa no se me va del coco: larguirucho, achatado, con manos anchas y fuertes y ese mirar helado y amarillo de los depredadores. He sido testigo, como les dije ayer, de cómo las pupilas penetrantes de Mauro se clavaban en el cuerpo de mi hermana, de como su nariz leonina olfateaba el rastro a hembra en celo adherido a los muebles, a los cuartos de baño, a las camas, a toda la atmósfera del Hostal Oriente impregnada de ese efluvio marrano y enloquecedor de Irene. Quizás por eso a él le ha sido tan fácil tirársela cuando se lo pedía el cuerpo. Créame, pienso que nunca he sufrido tanto, ni me había sentido tan poco hombre. Le prometo que el caso de mi antigua profesora de Dibujo no fue nada comparado con el de Mauro. A ésta le supliqué, le lloré como un maricón para que no llevase a clase su blusa salpicada de caras de tigres. Aquellos tigres estampados en su blusa de seda parecían vivos ¿sabe? Me miraban con mucha hambre ¿sabe? Al final tuve que clavarle unas tijeras de costura a una de aquellas caras adheridas a su espalda y ver brotar la sangre de los ojos amarillos de una de ellas para respirar aliviado.
No le miento. Por amparar a Irene me he visto obligado a seguir el rastro de ese asesino instintivo. La última vez que lo vi fue en la habitación de las cerezas pintadas. Era de noche y llovía fuerte, como cuando ingresó en el hostal. Estuvo mirando el reguero de manchas rojas sobre las cerezas de las paredes. Viró con parsimonia su cabeza de un lado a otro, con las mandíbulas rendidas y la boca medio abierta. Avanzó unos pasos dubitativos sin saber qué hacer con sus manazas ni en dónde posar la vista. Quiso hablarme, pero las palabras se le atoraron en la garganta. Curiosamente, después de haber sentido tanta rabia hacia él como le he confesado, permanecí mudo como un cagón ¿sabe?, con las rodillas clavadas en el suelo. Observé sus movimientos paralizado, muerto de frío, rozando mis dientes con fuerza. Se dirigió con la espalda envarada hacia el cuarto de baño, recogió sus cosas y las arrojó con el chandal y las zapatillas de deporte en la maleta, encima del portátil y de los muestrarios. Desde la puerta clavó sus ojos desquiciados en el cuello destrozado y en las vísceras color cereza desbordadas del abdomen de mi hermana. Fue retrocediendo paso a paso, con la expresión enloquecida, sin dejar de mirarla, hasta que se esfumó por el corredor con su maletón chirriante.
No tardé mucho tiempo en escuchar un murmullo apartado dentro de la habitación. Hablaban unos hombres y una mujer entre ellos, muy bajo, en tono de confidencia. Noté una mano firme sobre mi hombro derecho y sentí en ese instante mucho bien. El hombre tenía la cara tosca, unas cejas alborotadas y una tirita cuadrada y muy pequeña por encima del labio. «¿Puedes dejar de hacer eso con los dientes? Ya no podemos hacer nada por ella», me dijo y luego hizo señales a los otros para que cerrasen la puerta. La mano maciza me ayudó a incorporarme. «He dejado escapar a esa fiera ¿sabe? Me ha faltado valor para rajarlo con esta... me han faltado las pelotas de un tío», le dije con la navaja empuñada, sentado al filo de la cama. El hombre se pasó la mano rocosa por el mentón grisáceo y volvió a hacer señas a los policías. Me escuchó con los brazos cruzados mientras le fui aclarando el sinuoso comportamiento del joyero desde que Irene lo hospedó en el hostal. «¿Un felino, dice usted?», me preguntó sin titubear, con naturalidad, como si hubiese calibrado de golpe el peso de mi soledad. El hombre me miró con pena y un delicado respeto antes de ponerme el espejo delante y de decirme: «Mírese y dígame qué está viendo.» Y una vez más contemplé mi odioso parecido con un tigre, esta vez con un tigre con las fauces manchadas de sangre.
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Rafael Trujillo Navas nace en Baena (Córdoba) en 1955. Reside en Sevilla, ciudad en la que se licenció primero en Psicología Clínica y muchos años más tarde en Antropología. Ha ganado varios premios de relato corto. La relación de su obra con la temática pulp, reside especialmente en su interés por los cuentos de terror, compatible con una visión psicológica, filosófica y social de los temas narrados.Su estilo literario ha sido analizado en la revista digital Especulo, número 50 (Universidad Complutense de Madrid), en la que ha sido situado en la linea estilística del humor negro, característica presente en la estética pulp. Defiende el género pulp como catártico, terapéutico desde un punto de vista psicológico, que pretende detallar en algún ensayo.