Relato de Daniel Leuzzi con claras influencias de Lovecraft, y los Mitos de Cthulhu
El tío Howard
Lo primero que aprendí de pequeño fue que el tío Howard estaba loco, o mejor dicho, perturbado mentalmente. Siempre había sido un hombre muy extraño, de hábitos muy peculiares. Permanecía despierto durante las noches y dormía de día. Cuando estaba con nosotros murmuraba cosas ininteligibles, y apenas nos miraba cuando se sentaba en el sofá y se ponía a ojear sus libros antiquísimos.
Prácticamente me había olvidado de él y de su extraño accionar al haberse alejado hacía muchos años a tierras desconocidas pero todo cambió cuando recibí una carta a su nombre indicándome que volvería a mi casa, dispuesto a retirar sus cosas, las cosas que habían arruinado la vida de mi familia.
El ultimo recuerdo que mantenía de él, era el de aquella tarde cuando había venido a dejar un par de exóticos baúles, decorados con figuras escabrosas y repugnantes, y que mi padre al verlos se había negado a recibirlos.
- ¡Eres mi hermano Howard, pero no voy a guardarte esa basura! -había exclamado en ese momento, pero por alguna razón que desconozco, los dos objetos fueron a parar al sótano y quedaron allí encerrados hasta el presente.
Aún me parecen ver las idas y venidas de mi padre por las escaleras, en medio de la noche, en medio de las tormentas, arrimando su oído a la puerta reforzada con varias cerraduras, cadenas y maderas.
Recuerdo las discusiones con mi madre y luego el lento deterioro de su salud física y mental a través de los años, yendo a terminar con sus delicados huesos al asilo mental de la ciudad, murmurando palabras terribles y otras difíciles de entender.
Mi padre por el contrario, aguantó mejor la presión evidente que le causaba tener los baúles en custodia, pero la pérdida de peso y de sueño se hizo evidente al final, y en el lecho de su muerte me pudo susurrar:
- No dejes que te suceda lo mismo que a nosotros… Vete de aquí…
Pero no pude hacerlo. Al igual que ellos en algún momento en el que habíamos preparado las valijas y las cosas imprescindibles que teníamos que llevar con nosotros, algo nos había detenido en ese lugar y no nos había dejado marchar. Ahora lo estaba haciendo conmigo.
Las ganas de dejar la casa y lo que se hallaba contenido bajo ella eran terribles, pero la angustia por no poder hacerlo me carcomía el alma. Lo que yacía en el interior de los baúles había mantenido cautivos a mis padres y por consiguiente a mí.
Lamentablemente tampoco habíamos podido destruirlos. Cierta vez mi padre había bajado con un bidón de gasolina en sus manos y una caja de fósforos, encomendándose al cielo por lo que iba a hacer, pero después de un rato volvió a la sala y con la mirada perdida arrojó los elementos por la ventana, y nunca más volvió a intentarlo. El deseo de deshacerse de ellos murió ese día.
A decir verdad jamás hablamos del tema ni de otros que tenían relación a los baúles. Siempre nos habíamos mantenido en silencio respecto a ellos, sentíamos una presencia con nosotros que nos dominaba y prácticamente nos hacía actuar como autómatas. Simplemente vegetábamos.
Ese algo nos había hecho alejar de la gente del pueblo y de las otras granjas cercanas. Nos había convertido en seres solitarios y huraños para los demás. Ya nadie nos saludaba ni nos invitaba para las navidades. Nos habíamos convertido en extraños.
Pero eso debía terminar y el momento había llegado. La carta de mi tío era un aviso, después de tanto tiempo, lo que había destruido a mi familia se habría de marchar de una vez por todas.
Esperanzado, pasé los días y las noches tal cual lo había hecho mi padre, bajando por las escaleras, oyendo lo que sucedía tras la puerta, oyendo los rasguños, los gruñidos oscuros que me helaban la piel, el olor fétido que se había hecho más intenso y que me obligaba a perfumar el ambiente a cada momento.
En ese momento fue cuando aparecieron las pesadillas, visiones horripilantes plagadas de criaturas imposibles de nombrar o describir, que seguramente parecían provenir de otro universo. Creí que la razón me estaba abandonando. Apenas comía lo poco que cultivaba en la granja y mis ropas gastadas parecían haber sido robadas a un espantapájaros. Me había convertido en un verdadero desastre.
Y un día cualquiera, cuando creí que jamás llegaría, mi tío ingresó a la casa como si nunca se hubiese ido, luciendo igual que aquel día en que nos había dejado sus cosas. El tiempo parecía no haber hecho mella en él.
- ¿Dónde están? -me preguntó sin esperar a que lo saludase o le diese la bienvenida.
- En el sótano -respondí como envuelto en una bruma. Apenas podía reconocer mi voz.
- Bien -respondió y pasó delante de mí como si yo no existiese.
Lo seguí y observé como entusiasmado y con una fuerza que no correspondía con su delgado cuerpo, sacaba las maderas que tapiaban la puerta y luego abría una a una las cerraduras con un manojo de llaves que había sacado de su bolsillo.
- ¿Qué es lo que hay ahí? ¿Qué es lo que ha traído la desgracia a nuestra familia? -le pregunté.
Me miró con sus ojos que se habían vuelto tan negros como un abismo y me respondió:
- Son los dioses perdidos, los que necesitaban un lugar para descansar y volver a ser fuertes. Aquellos que nacieron en el caos y ahora vienen a tomar lo que les corresponde.
- ¿Co…, cómo dices?
- Lo que escuchas jovencito. Pasé mi vida buscándolos, siendo su sirviente, encontrando y liberando de las entrañas de la tierra a sus congéneres, y tú y tus padres han tenido el honor de vigilarlos. Sólo necesitaban alimentarse de la energía de los seres vivos y de la tierra. Ahora están listos.
- ¡Estás loco! ¡Loco!
- ¿Loco? ¿Cómo puedes dudar de lo que te estoy diciendo?
El chapoteo de ciertas cosas que se arrastraban detrás de la puerta llegó hasta mis oídos y me heló la sangre.
- ¡Observa a los dioses y conviértete en su esclavo! -gritó el tío Howard abriendo la puerta y dejándome ver lo que había salido de los baúles. Una visión de un infierno insospechado me golpeó los ojos y me hizo caer de rodillas al piso.
- ¡La humanidad está condenada! ¡Toma mi mano y sé un sirviente más, o sirve de alimento!
No hice ni una cosa ni la otra, sólo me atreví a ponerme de pié y empujarlo a él hacia esas criaturas, darme la vuelta y correr con todas las fuerzas que disponía hacia el exterior de la casa, sintiendo el olor pesado y nauseabundo de esas criaturas a mis espaldas, sintiendo que mi tío decía la verdad. Que los humanos estábamos condenados…
Y ahora que cierto tiempo ha pasado, donde puedo y hasta donde me den las fuerzas, trato de contarles a las personas que es lo que nos espera, que es lo que debemos enfrentar. Pero no me escuchan, me apartan, se ríen de mí. Dicen que he perdido la razón…
Alguno, apenado por mi estado, me da algunas monedas para que pueda alimentarme. Otros directamente me agreden…
Pero yo sigo adelante y grito a los cuatro vientos que nos queda poco tiempo y que el mal se ha esparcido por la tierra, porque el Tío Howard les había entregado a su familia y les había abierto las puertas hacia nuestro mundo y cuando crecieran un poco más, este habría de ser suyo…
AUTOR: Daniel Leuzzi
Para la ocasión, y con objeto de acompañar el relato de Daniel con alguna portada más o menos en consonancia, hemos elegido ésta, una ilustración de Frank Utpatel para una nueva edición de los poemas de Lovecraft "Fungi of Yugoth" (Hongos de Yugoth), publicada en 1971 por Ballantine Books. Una colección de poemas de horror cósmico que ya habían sido publicados por Arkham House en 1963.