La sombra del ataúd. Rubén García Collantes. Relato incluido en Amanecer Pulp 2014
El cartel, sobre la entrada clausurada, solo conservaba los restos de neón que en otro tiempo anunciaba habitaciones libres. Hotel Pizarelli, un antro desalojado y en desuso que permanecía en ruinas desde hacía más de treinta años. Al escenario del crimen, situado en el sótano del mismo edificio, se accedía desde la parte trasera, donde la luz del atardecer se colaba entre el laberinto de edificios y grandes almacenes.
Los coches de policía lanzaban sus ráfagas de azul eléctrico sobre el callejón acordonado. Las angostas escaleras del sótano descendían hacia el olor a carne quemada, dejando un amargo sabor a muerte en todo el vecindario.
El detective Stramp permanecía inmóvil delante de la horrible escena. Su mirada analizaba los detalles de aquella masacre. Tuvo que recordarse el porqué de no aceptar su jubilación anticipada, el motivo de continuar resolviendo asesinatos como aquel, aunque cada palmo de lo que estaba viendo le ponía la carne de gallina y le hacía desear un buen trago de whisky.
El almacén subterráneo solo tenía una entrada desde la superficie, cuyos escalones desiguales parecían construidos para alguien de baja estatura. Las ventanas superiores estaban eclipsadas por planchas metálicas atornilladas a la pared, solo una de ellas dejaba entrar la luz del exterior. La claridad del sol entraba como una columna dorada, inclinada sobre los restos del cadáver aún humeantes. Las diminutas motas de polvo bailaban en su interior intentando salir de allí. Interponiéndose al grueso haz de luz de la tarde, había un extraño tablero de madera suspendido verticalmente sobre el suelo. Su sombra recortaba la parte fresca del cadáver como si, de alguna manera inexplicable, hubiera protegido de las llamas a aquel pobre diablo.
Stramp se acercó con la mirada fija al desencajado rostro cubierto de ampollas. A pesar de sus quemaduras y amputaciones, el hombre que yacía a sus pies parecía haber sobrevivido a una tortura atroz antes de que le dieran la puntilla. La causa de su muerte, aunque tendría que esperar a la autopsia, estaba bastante clara. La estaca de madera sobresalía de su pecho, atravesando su corazón hasta llegar al suelo de cemento.
El equipo forense desplegó su artillería sobre la escena buscando pistas o alguna huella. Stramp subió las escaleras algo mareado para dejarles hacer su trabajo, necesitaba sentir el aire fresco que difícilmente lo liberaría del desagradable olor a carne chamuscada. Una vez en el callejón, sacó un cigarrillo y revisó las anotaciones de su libreta con la extraña sensación de haber salido de una pesadilla.
—¿Y bien, detective —dijo el sargento Whitaker ofreciéndole fuego—, qué opina del espectáculo?
—Creo que me guardaré mis impresiones para acompañarlas con un buen escocés. Menuda locura. Si algo puede todavía sorprenderme es la maldad del hombre.
Whitaker asintió mascando las últimas palabras del detective en su mente. Ambos veteranos habían visto el lado oscuro de la ciudad, aun así había cosas que les revolvían el estómago como la primera vez que se prueba la bazofia.
De repente una explosión vino de la parte interior de las escaleras.
El estruendo hizo que los científicos subieran en tropel desde el sótano, envueltos en una nube de humo como salidos del mismo infierno.
—¿Qué diablos ha pasado? —gritó Whitaker con la mano sosteniendo su arma enfundada.
La humareda hizo que todos los presentes se apartaran de la puerta, intentando evitar el contagio de una posible enfermedad mortal. Los agentes forenses salían pálidos del edificio, aterrorizados. Sus ojos, fueras de las órbitas, lloraban bajo el efecto del incendio que se propagaba en el subterráneo del hotel. Las llamas brillaban desde el hueco de la escalera, cubriendo poco a poco las vigas de la primera planta.
—Por todos los Santos. Ha salido ardiendo, mi sargento —respondió uno de los forenses moviendo la cabeza a ambos lados, mientras expulsaba una bocanada de niebla gris—. El cadáver se ha prendido fuego, nadie lo ha tocado y de repente, al entrar en contacto con la luz del sol... Ha sido increíble, mi sargento.
—¿De qué coño me estás hablando?
—No lo sé, mi sargento. No creo que tenga mucha explicación. Sin embargo no creo que queden muchas pruebas allá abajo después del incendio, pero le juro que nunca vi nada parecido.
El fuego trepó por las paredes del edificio como una jauría hambrienta, devorando la madera podrida y haciendo crujir las entrañas del edificio que pronto se desmoronaría vencido.
El detective Stramp arrojó la colilla al suelo y la pisó en un acto reflejo. Adiós a las pruebas, pensó. Solo había podido sacar un extraño pliego de papel de la escena antes de abandonarla, un pergamino amarillento escrito a mano. Tendría que esperar a su traducción para continuar con el caso.
***
Caso Pizarelli, Exp. Nº 001897
Prueba Nº 1/A
Descripción: Página manuscrita en papel de pergamino encontrada el 12 de Abril de 2014, en la escena del crimen.
Detective B. Stramp
Nota del traductor
«Este pergamino bien podría pertenecer al volumen manuscrito conocido por el nombre de “Denn die Toten reiten schnell” (Porque los muertos viajan deprisa), desaparecido en 1830 y cuya fecha no está catalogada en los archivos de la Biblioteca Estatal de Berlin. De dicho volumen solo se tiene referencia de haber existido una única copia manuscrita. Podría decir que se trata de un extraño volumen del cual no puedo afirmar su existencia»
A.L.
Texto escrito en Althochdeutsch y traducido por el profesor Adam Lindem, historiador y filólogo alemán de la Universidad Humboldt de Berlín.
Capítulo XXIII
La fría brisa sacudió la camisa de seda negra, esparciendo trozos de escarcha de color carmesí. Armand abrió los ojos. Su cuerpo estaba duro como la roca, congelado. Aún había estrellas sobre el cielo nocturno, eso era lo más importante. Armand tenía tiempo de buscar un refugio antes de que amaneciera y eso lo tranquilizó.
Su ropa empapada y el cerebro abotagado por el frío eran la menor de sus preocupaciones. Desde hacía siglos, se sentía indestructible. Él era el portador de la muerte, su compañero, su intrumento, no alguien que pudiera sucumbir ante su fría mordedura abisal. Había pasado por todos los males conocidos por el hombre y creados por él. Sabía que mientras la noche lo arropara, como una madre a su hijo, estaría a salvo de no cruzar esa línea que lo hacía inmortal.
Armand era un vampiro. Nosferatu. Un chupasangre, un parásito esculpido con la sangre de sus víctimas, que se alimentaba de ellos para sobrevivir por los siglos de los siglos.
Intentó incorporarse para entrar en calor, seguía siendo necesario mantener una temperatura lo suficientemente alta como para que sus brazos y piernas no se partieran como ramas secas debido a la congelación. Sin embargo, Armand no podía moverse, algo lo mantenía sujeto a la nieve.
El forcejeo hizo que sus músculos se templaran, que su mente conectara las terminaciones aletargadas de sus sentidos. Estaba atado al suelo, no le cabía duda. A duras penas recorrió la sensibilidad de su cuerpo. Su figura formaba una oscura cruz sobre la inmaculada blancura. No había nada a su alrededor que le indicara en qué rincón del mundo se encontraba. Sus extremidades se separaban del cuerpo, atadas con tiras de cuero a largas escarpias, clavadas en lo más profundo de la tierra. Quien quiera que fuese el que lo había inmovilizado se había tomado su tiempo y había hecho bien su trabajo.
El amanecer se cernía sobre él como un ave carroñero. Las sombras de los árboles que rodeaban el claro se dibujaban vaporosas, cada vez más sólidas con el paso del tiempo. Alguien lo había atado en ese lugar con un maquiavélico propósito. Pero primero debía pensar en liberarse, no podía perder ni un segundo de tinieblas.
Forzó sus ataduras con tirones desesperados, hasta que la sangre brotó de su carne haciéndole la boca agua al sentir su aroma cosquilleándole el paladar. El dolor hacía tiempo que se había convertido en parte de su existencia. Ya apenas podía distinguirlo, sepultado entre sus otros dones más preciados. Sus aguzados sentidos y la fuerza sobrehumana le permitían vivir en el eterno bagaje que se había convertido su eternidad.
Su mente, llena de recuerdos enredados y sabiduría experimentada, era la piedra angular de su supervivencia. Eso y alimentarse de sangre humana era su única forma de existencia.
Armand conocía otro tipo de dolor, uno capaz de horadar lo físico y rasgar lo espiritual. En el caso de Armand, un espíritu viejo y cicatrizado por los embates de los siglos, se trataba del miedo a su propio exterminio. Siguió luchando contra las gruesas correas.
El primer rayo de sol se coló entre las montañas como una lanza divina. El crujir del hielo y los trinos de los pájaros sobrevolaron los árboles como un canto fúnebre. La seguridad se tambaleó provocando una sensación de agobio. El miedo lo invadió. Él, que se sentía indestructible, estaba indefenso ante la cálida luz que lo acariciaba. El recuerdo de su pasado lo visitó como un fantasma mostrándole imágenes de un niño dormido bajo el suave calor de la mañana.
El viejo vampiro hacía años que no corría el riesgo de ver los primeros rayos de luz del amanecer, había tenido malas experiencias anteriormente. Recordaba la primera vez, después de su muerte, que el sol había tocado su rostro. Una llama había prendido entonces su largo cabello, deformándole sus rasgos durante años hasta recomponerse bajo el influjo de la sangre robada. El pensamiento lo hizo temblar de forma incontrolada. Sí, tenía miedo. Recordaba el dolor de su mordedura, una campanada que le sacudiría los nervios, decenas de afiladas cuchillas atravesando su cabeza, golpeándolo sin descanso. Eso era ahora el sol para él: un animal que lo devoraría hasta consumirlo.
La luz del día se expandió entre el pequeño sotobosque en medio de la nada. Armand yacía en el suelo, crucificado. Miró de nuevo a su alrededor buscando alguna esperanza, una tabla de salvación, pero no tenía nada a su alcance que le brindara una salida. Lo más cercano, a sus pies, era un extraño tablero de casi dos metros de altura apostado sobre la nieve, sostenido en equilibrio por piedras amontonadas en su base.
Estirando el cuello, Armand se fijó en la forma familiar que tenía la madera. Sus seis lados formaban la figura de un ataúd recortado sobre el creciente amanecer.
Calculó el recorrido del sol, la sombra del ataúd se proyectaría sobre su cuerpo. No obstante, dejaría libre sus pantorrillas y extremidades superiores a merced de las llamas. Aquello lo aterrorizó. Cuando el sol subiera por los picos montañosos del horizonte, la luz prendería las partes expuestas como si estuvieran empapadas en brea y una chispa alimentara su combustión. Armand nunca había escuchado nada parecido, debía de estar premeditado. Conocía bien las sectas de cazadores que recorrían el mundo sin mucho éxito. Tal vez, cada dos o tres años, un vampiro perecía a manos de estos grupos desorganizados. Últimamente se había despreocupado de este peligro, había adoptado rutinas que borraban su pista y sus crímenes, volviéndose invisible, oculto tras su cáscara humana. Ya no era un vástago sediento, sin control de sus actos salvajes.
¿Cómo lo habían descubierto? ¿Quién lo había atado a ese potro de tortura? ¿Acaso lo estarían observando en ese preciso instante? ¿Era algún tipo de castigo por sus crímenes, una venganza, o estaba en manos de un loco? Esas preguntas lo acompañaron durante las últimas horas de oscuridad.
Amanecía en el valle.
—¿Hola? —dijo Armand con voz trémula—. ¿Hay alguien aquí?
Nadie de sus víctimas había quedado con vida para vengarse, recapacitó tras rememorar sus siglos de tinieblas. Solo podía tratarse de alguno de sus congéneres, tal vez su creador. Otro vampiro.
—¡Hola! —gritó desesperado—. ¡Se lo suplico, puedo ofrecerle todo lo que quiera! ¡La vida eterna, si lo desea!
Un coro de trinos estridentes y el batir de alas asustadas respondieron a sus palabras. Nadie se acercó.
La sombra del ataúd trepó hasta llegar a su altura. Notó como la temperatura subía con la proximidad del alba. Tenía los pies insensibles por el frío, desnudos, pero la ola de calor lo aplastó como lava hirviente. La suave piel de sus plantas formó ampollas, crepitó enfebrecida.
El vampiro lloró. Sus gritos recibieron al día, como el canto de un gallo a punto de ser decapitado. Nunca había vertido ni una lágrima por sus asesinatos, ni siquiera por las jóvenes niñas que había coleccionado en sus últimos años. La sed que lo alimentaba de vida no sabía de remordimientos. Nunca tuvo la posibilidad de elegir otro camino. Estaba maldito. No había redención para su alma corrompida. Sin embargo, lloró con el sufrimiento de sus heridas incandescentes.
Sus piernas ardieron como madera podrida. El fuego consumió sus pies descalzos, se expandió lentamente hasta sus rodillas y se detuvo sobre los muslos, donde la protectora sombra del ataúd cerraba el paso a la abrasiva gangrena purificadora. El olor a carne asada inundó su aliento entre llantos. La coraza de superioridad que lo había acompañado hasta entonces crujió sin esperanza, se hizo añicos golpeada por el terror.
Aquello no podía estar ocurriendo, pensó Armand. Sentía sed como la primera noche entre sombras, se estaba muriendo. Gritó de dolor. Blasfemó contra Dios. Aulló y se convulsionó golpeando la espalda contra la nieve inyectada por una corriente eléctrica salvaje. Sus colmillos lanzaron dentelladas al aire, salpicando espumarajos rabiosos sobre su pecho. El instinto lo sacudía, lo lanzaba a la locura; tenía que controlarse.
Proyectó toda su cólera sobre sus muñecas atadas. Estiró con todas sus fuerzas…
El repentino chasquido lo cogió por sorpresa. Sintió parte de su cuerpo liberado de las ataduras. ¿Lo había conseguido? Por un momento se creyó libre.
La carne carbonizada de los muslos se había desprendido de sus rodillas, dejándole parte de sus amputadas piernas aún atadas a las escarpias. El grito que salió de su garganta resonó en el valle.
Si quería sobrevivir a aquello tenía que serenarse. Aisló de su mente la parte inferior en carne viva. Trazó una muralla alrededor de sus pensamientos, solo importaba sobrevivir.
Contorsionándose, presionó su mandíbula sobre el hombro derecho. Mordió con fuerza el frío músculo. La sangre le llenó el buche de la garganta. Masticó, trituró, cercenó tendones hasta llegar al hueso. El sol brilló con intensidad.
Sus colmillos roían su propio brazo. Tras varios intentos salvajes e ineficaces, apartó su rostro del calor que comenzaba a expandirse. Sus brazos se prendieron como alas de fuego, mientras el nuevo día recortaba la sombra del ataúd entre las oscuras volutas de humo.
*
Tal vez le parezca inhumano este procedimiento, pero le garantizo que su efectividad es abrumadora. Al cabo de tantos años librando al mundo de estos demonios, he aprendido que la dificultad de cazar un vampiro radica en localizar su guarida. Allí se sienten seguros, a salvo, pero a la vez indefensos ante su falta de cautela.
No es fácil dar con alguien más viejo y más astuto que el mismo Diablo, sobre todo si él no quiere que lo encuentres. Al fin y al cabo nos enfrentamos a una mente humana que mantiene los primitivos mecanismos de cualquier otro hombre. La única forma de conseguirlo es la tortura de uno de sus vástagos de sangre y a ello me remito.
Este procedimiento que describo en forma de relato, por hacerlo de forma amena y entretenida para el iniciado, es uno de tantos. No es el más rápido, pero sí uno de los más efectivos. Digamos que deja a la víctima, aunque no merezca tal adjetivo, el suficiente tiempo como para ordenar sus prioridades y obligarlo a que actúe según su naturaleza.
El nosferatu pervive impulsado por su instinto principal, la supervivencia. Por eso mata, por eso es capaz de todo para seguir existiendo. En el punto de tortura más cercano a la muerte, los vampiros son capaces de enumerar uno a uno todos sus pecados, confesarnos sus más íntimos secretos, describirnos con todo detalle la información necesaria para el siguiente paso.
Un vampiro ha sido creado por otro vampiro. Un virus que se propaga manteniendo latente la conexión mental entre pupilo y maestro.
Imaginemos un árbol genealógico que conecta cada rama con su tronco. Un sexto sentido que los orienta hasta el ser que lo engendró, y viceversa.
El vástago de esta inusual especie siempre sabrá encontrar el camino de vuelta a casa. Así, como si se tratara de una tela de araña, voy recolectando, con tenacidad y predeterminación, los hilos que me llevarán a la siguiente encrucijada.
Como puede ver en los siguientes capítulos, hay algunos métodos más elaborados e igual de efectivos como “La soga de ajos, sobre un baño de agua bendita” y el clásico “Péndulo de ocho cuchillas”, que relato a continuación.
***
El detective Stramp no podía creer que aquel pergamino describiera de forma exacta el procedimiento de tortura del caso Pizarelli. Había detalles que el forense ni siquiera pudo explicar cómo la combustión espontánea del cadáver o la falta de sangre en las amputaciones. Después del incendio, el cuerpo había quedado resumido a un puñado de cenizas sin ningún agente externo inflamable.
Stramp releyó la traducción, habían pasado dos semanas y no tenían ninguna pista sólida sobre la identidad de la víctima, y menos aún del asesino. Todo daba a un callejón sin salida, excepto la explicación más obvia después del relato descrito en el pliego de papel.
Según su experiencia, el caso quedaría archivado tras un par de semanas. Tal vez existieran aquellas criaturas de ficción. Seres de la noche con largos colmillos que seducían a jovencitas con su mirada hipnótica, pensó el detective. Sería razonable creer que si existían los vampiros, de alguna manera, existirían los cazadores de vampiros.
Tardó unos meses en buscar algún patrón que concordara con los casos inconclusos que se amontonaban en los archivos de la comisaría. Se sorprendió al ver que muchos de ellos podían ser atribuidos a criaturas sedientas de sangre, con una fuerza sobrehumana. También descubrió que el Caso Pizarelli no era el único que podía ser concluido desde el supuesto compromiso de un cazador de vampiros.
El pergamino hablaba de grupos de cazadores. Stramp dedujo que si existieran en la realidad, serían personas aisladas por el sistema, considerados locos y a la vez tan necesarios para contener la supuesta plaga.
Stramp se detuvo en sus divagaciones sacudiendo la cabeza, pensó de nuevo en plantearse su jubilación. Abandonar los archivos de estos casos sin resolver y atender a su familia. El mundo estaba cambiando y él no estaba preparado para comenzar una cruzada, sustentada tan solo por un antiguo manuscrito del que nadie sabía su autoría y un puñado de cenizas en un sótano abandonado. No, no estaba preparado.
El viejo detective salió de la comisaría, encendió un cigarro y caminó bajo la noche. Miró a su alrededor escrutando las sombras con un cosquilleo en la nuca, no volvería a ser el mismo después de aquello. Stramp continuó calle abajo pensando en la botella de whisky escocés que guardaba en su escritorio y alejando los vampiros de su mente.
La sombra del ataúd. Rubén García Collantes (Salino). Relato incluido en Amanecer Pulp 2014