Las aventuras de Vicente Folgado, un detective muy privado. Relato de Pablo Hernández Pérez

Me encontraba dándole a la botella en mi despacho mientras repasaba mi lista de famosas con las que me gustaría acostarme, cuando de repente la puerta se abrió y entró una muñeca vestida con una falda marrón, larga hasta los tobillos, muy a la moda del Vaticano. Su blusa, también larga, no lograba disimular la existencia de dos tetas muy juntas y voluminosas. Su única concesión consciente a la coquetería, consistía en una delgada línea de pintalabios de color rosa, que acentuaba su boca pequeña de labios finos.

—Buenos días —saludó seriamente—. ¿Es usted el señor Vicente Folgado?

—Desde el bautizo —repuse.

—Entonces es el hombre al que busco.

Tomó asiento con gran precaución después de recomponerse falda. Era indudable que pertenecía a alguna congregación religiosa. Pulseras de oro y cadenas con motivos religiosos adornaban su cuerpo, entre ellos un Cristo con aspecto de necesitar urgentemente unas vacaciones y, colgando de su cuello, un crucifijo de plata de tamaño suficiente para matar a Drácula a leñazos.

—¿Quiere beber algo? —ofrecí.

—Lo siento, pero yo nunca bebo alcohol.

Saqué un Lucky y me di golpecillos con él en dorso de la mano antes de ponérmelo en los morros y prenderlo.

—No hay nada de malo en ser abstemio siempre que sea con moderación —señalé alegremente—. ¿De qué quería hablarme?

—De acuerdo, mi nombre es Milagros Carrascosa y soy una humilde sierva de Dios en la Congregación Cristiana de Testigos de Jehová. Pero no es de mí de lo que quiero hablarle, sino de mi marido Fermín.

La observé a través de las espirales de humo de mi cigarrillo. No sé por qué me vienen siempre a la cabeza cantidad de fantasías sexuales cuando tengo a una beata delante. Quizá sea porque sé que en el fondo de sí mismas albergan un gran potencial sexual reprimido esperando ser liberado.

—¿Le ha ocurrido algo a su marido?

—Anoche salió de casa a comprar cigarrillos y todavía no ha vuelto.

—Muy original —dije—. ¿Habían discutido?

—Apenas discutíamos, salvo por su afición al juego. Fermín era asesor contable en una compañía que quebró hace tres meses, y desde entonces jugaba mucho a las cartas y apostaba importantes sumas de dinero. Pero estoy segura de que no me abandonó por eso.

—¿Cuál cree usted que es la causa?

Sus ojos se tornaron vagos de repente, como si un recuerdo doloroso se repitiera una y otra vez en su cabeza como un ritual.

—No lo sé. Debió ser por esa mujer.

—¿Qué mujer?

—Mi marido tiene una amante. Lo sospechaba desde hace semanas, y al final mis sospechas se han materializado.

—¿En qué basa sus sospechas?

—Un mujer sabe cuando su marido le es infiel, solo hay que estar atenta a los detalles.

Este punto era importante, pero no para la investigación, sino como información a tener en cuenta para la vida. Conociendo en qué se fijaban las mujeres, luego resultaba más sencillo engañarlas.

—Debo pedirle que sea más concreta, por favor.

—De acuerdo, todo empezó con simples cambios en su rutina. Hace tres semanas empezó a ducharse siempre al regresar de la calle, cuando lo normal era hacerlo por las mañanas…

—Quizá viniera de hacer ejercicio.

—Sí, ese es otro de los detalles. De repente comenzó a preocuparse por su aspecto más de lo normal. Se apuntó a un gimnasio, se puso a dieta y empezó a comprarse más ropa y productos de belleza.

—Siguen siendo pruebas circunstanciales.

—Puede ser, pero a veces se escondía para hablar por teléfono y le llegaban mensajes al móvil que no leía en mi presencia…

—Vale, no es necesario que continúe —señalé con voz suave y seductora—. Empieza a convencerme de que su marido la engañaba. ¿Nunca pensó en devolverle el trato…?

—Nunca, jamás —dijo tajante—. Si lo hiciera podría perder mi herencia en el Reino de Dios. Y por favor, deje de mirarme los pechos.

—Perdone. ¿Llegó a conocer a la amante de su marido?

—No, pero una amiga de confianza los vio juntos hace tres días a la salida de un restaurante. Según me dijo se trataba de una mujer morena, joven y de rasgos exóticos.

—¿Tiene idea de quién podría ser esa mujer o dónde localizarla?

—No, pero ayer encontré esto en el bolsillo de uno de los pantalones de Fermín.

Me entregó la tarjeta promocional de un sitio llamado «Les Palmeres». Parecía un bar común. En el reverso alguien había escrito «Candela».

—¿Ha probado a llamar al local?

—Sí, pero no he logrado comunicar con nadie. Seguramente es un número dado de baja.

—Es lo más seguro. ¿Qué más puede contarme?

—Junto con mi marido desapareció también el dinero de nuestra libreta de ahorros.

—¿Mucho?

—Unos siete mil euros. Acabo de pasar por el banco y he descubierto que Fermín retiró ese dinero esta misma mañana. Estoy convencida de que el dinero debe estar ya en manos de esa furcia.

Aspiré el humo del cigarrillo, lo retuve unos segundos y luego lo expulsé.

—Imagino que ha acudido ya a la Policía —dije por decir algo.

—No, ni siquiera han pasado veinticuatro horas desde su desaparición. Además, eso pondría en un grave aprieto a Fermín. Lo que yo quiero es que encuentre a mi marido y le convenza de que vuelva a casa conmigo, como Dios manda.

A continuación extrajo un sobre de su bolso y lo depositó sobre la mesa.

—Esto es para usted. No es mucho, pero puedo reunir más dinero si hiciera verdadera falta. El dinero pertenece a un fondo común de la Congregación que solidariamente ha sido puesto a mi disposición.

Tomé el sobre y lo abrí. Dentro había un fajo de billetes. Los saqué y los extendí sobre la mesa como una mano de póker. Había cuatrocientos cincuenta napos. Cuatrocientos cincuenta napos procedentes de un colectivo religioso que podía presumir de haber profetizado el fin del mundo 32 veces desde 1899, equivocándose en todas ellas, y aún así seguir gozando de la confianza de sus fieles.

—Me gustaría que valorara la procedencia de ese dinero —continuó—. Es el generoso esfuerzo de muchos siervos de Dios.

Sonreí por dentro. Por mí como si era dinero robado a una ONG consagrada a salvar a la última pareja de osos panda del planeta; llevaba sin un caso desde antes del Diluvio, y si no aceptaba los pavos… pronto no iba a poder ni mantener un cactus.

—Acepto el caso, muñeca. ¿Tiene una fotografía de Fermín?

—Sí, también he pensado en eso. Aquí la tiene.

Sacó del bolso una fotografía y me la alcanzó con cierta delicadeza. Tomé la fotografía y la miré con atención. Era un hombre de unos treinta y cinco, tez morena, con el cabello corto y la raya a un lado. Puede que me equivocase, pero tenía toda la pinta de haber sido uno de esos tipos de universidad que no sabían nada de la vida porque se la habían pasado resolviendo ecuaciones mientras los demás íbamos por ahí llevándonos a la rubia de turno a la cama o pisando a fondo el coche de papá.

Sin duda ahora trataba de recuperar el tiempo perdido.

—Trataré de encontrar a su marido —dije.

—Se lo agradezco, señor Folgado. Estoy convencida de sus capacidades.

A continuación sacó una libretita del bolso y un bolígrafo, apoyó un brazo sobre la mesa y comenzó a escribir sin soltar en ningún momento el crucifijo de plata. Es irónico, pero lo más probable es que aquella gran cruz representase para ella una especie de amuleto para protegerla de problemas como el que precisamente ahora le tocaba enfrentar.

—Mis señas son estas. Venga a verme en cualquier momento o llámeme por teléfono cuando lo considere oportuno. Y si realiza algún progreso, por favor, avíseme inmediatamente.

Mientras nos poníamos en pie le ordené telepáticamente que se abalanzase sobre mí y me morrease apasionadamente a modo de despedida, pero los poderes pasaron de mí.

Agarró más fuertemente su cruz, giró sobre sus zapatos, franqueó la salida y marchó por el pasillo arrastrando mi mirada.

Entré a «Les Palmeres» y tomé asiento en la barra, donde una camarera rubia frotaba una bayeta por su superficie. Al verme sonrió, se echó la bayeta al hombro y apoyó los codos sobre la barra, permitiéndome ver todo lo que había debajo del escote, que era bastante.

—Tú dirás, querido…

Por sus ojos hubiera dicho que debía rondar los cincuenta, pero su mirada indicaba claramente que debía tener muchos más. A pesar de eso su cuerpo seguía maravillosamente conservado: pechos grandes y venosos, cintura estrecha y caderas redondeadas.

—Un Doble V con hielo, nena.

Eché un vistazo al resto del local, que estaba vacío, salvo por un hombre sentado en un extremo de la barra que, de cuando en cuando, hablaba con el televisor.

Cuando la camarera me trajo la copa, le dije:

—Si no recuerdo mal antes había una morena atractiva trabajando en este sitio.

—Supongo que se refiere usted a Candela —dijo—. Pero ya no trabaja aquí.

—Qué pena. ¿Cuándo se marchó?

—Hará unas dos semanas. ¿Es usted amigo suyo?

—Yo no diría tanto. ¿Por qué dejó el trabajo?

—No lo dejó. La despedí.

—¿Y eso?

—Era colombiana, ya sabe.

Sí, lo sabía. Todos los hombres lo sabíamos. Las colombianas eran diosas en el arte de satisfacer los deseos sexuales masculinos, incluidos los de los casados como Fermín…

—Si no le gustan las colombianas, ¿por qué la contrató?

—Me convenció para hacerlo Andrés, mi marido —señaló con disgusto—. Dijo que disponer de una camarera con el atractivo sexual de Candela atraería a más clientes.

—Creí que el gancho comercial en este negocio era usted —dije por quedar bien.

La camarera esbozó una sonrisa maliciosa y depredadora.

—Gracias —dijo—. Es usted muy amable…

—Pues sí, lo soy. Por cierto, ¿atrajo Candela a más clientes?

—No lo voy a negar, Candela atrajo el interés de muchos hombres. Pero también el de mi marido. ¿Sabe lo que ocurrió cuando solo llevaba una semana trabajando aquí? —Negué con la cabeza—. Pues que esa furcia pidió dinero a Andrés a cambio de favores sexuales. Al parecer le dijo que necesitaba ese dinero para volver a su país. Quería montar un negocio de estética o algo así. En cuanto me enteré la puse de patitas en la calle. ¡A los dos!

Tomé mi copa y sorbí el whisky. Con algunas personas no es necesario formular demasiadas preguntas. Solo las suficientes para que se lancen hablar. Muchas veces uno averigua más por este sistema.

—Hizo usted muy bien —dije—. ¿Cómo se enteró de la relación entre Candela y su marido?

—Un cliente de aquí los vio juntos a la salida de un cine. ¿Puede creerlo? ¡Después de treinta años de matrimonio!

—Hoy en día la fidelidad solo se ve en los equipos de sonido. ¿Cuánto dinero le pidió a su marido?

—Unos pocos miles, pero no llegó a dárselos. Por fortuna descubrí la jugada a tiempo.

—Fue una suerte. ¿Podría darme la dirección de Candela?

La camarera apoyó las manos sobre la barra y me miró con desconfianza.

—Oiga, ¿a qué viene tanto interés? ¿Es usted poli o algo de eso?

Le mostré la Tarjeta de Identificación Profesional. Muchas personas se molestan cuando descubren que, sin saberlo, han estado revelando información a un detective. Pero a ella no pareció importarle lo más mínimo. De hecho pareció entusiasmada con la situación.

—Solo soy un investigador privado —dije—. Estoy buscando a un hombre que lleva dos días desaparecido. Tengo sobradas sospechas de que Candela podría haberle atrapado en su tela de araña. El pobre padece alzhéimer y la familia está muy preocupada.

A continuación extraje la fotografía de Fermín y la deslicé sobre la barra. La camarera entornó levemente los ojos mientras miraba la fotografía. Su odio hacia la colombiana se vio incrementado al mencionarle lo de la enfermedad.

—Se parece mucho a un tipo que visitó a Candela un par de veces —señaló muy despacio—. Pero eso fue antes del incidente con mi marido. Oiga, ¿de verdad tiene alzhéimer?

—Por todo el cuerpo. ¿Habló alguna vez con él?

—No, Candela se ocupaba siempre de él.

—¿Y le dio la impresión de que hubiera un lío amoroso entre ellos?

—Desde luego él parecía bastante enamorado. En cuanto a ella, no sabría decirle, era una golfa, como ya le he dicho, y supongo que su interés era estrictamente económico.

—Es lo más seguro —admití, recogiendo la fotografía y devolviéndola al bolsillo—. Por cierto, ¿qué hay de esa dirección?

Se apoderó de una libretita y un bolígrafo, escribió algo y luego arrancó la hoja y me la entregó.

—La calle Mondúver queda aquí al lado —dijo—. Tome la primera calle a la derecha y siga recto. Aunque es posible que ya no viva ahí. Escuche, ¿por qué no la llama primero? Si me da un minuto puedo buscarle el teléfono de su apartamento. Sé que lo tengo anotado en alguna parte.

Le dije que no era necesario. El factor sorpresa siempre es importante. Quería que abriese la puerta, me viera allí plantado con una sonrisa de oreja a oreja y observar su reacción cuando le preguntase por Fermín.

—Como quieras, guapo.

Cogí la hoja de papel con la dirección, la plegué y la guardé junto a la fotografía de Fermín. Luego apuré el whisky, me puse en pie y arrojé unas monedas sobre la barra.

—Gracias, palomita. Me ha sido usted de gran ayuda.

La camarera sonrió, y empujó las monedas en mi dirección.

—Me sentiré pagada si encuentra usted a ese pobre tipo y lo aparta de esa víbora —dijo apoyando de nuevo sus codos sobre la barra y mostrándome por última vez sus dos tetas grandes y venosas.

—Para eso me pagan…

—Estoy segura de ello. Oh, y venga a verme otro día. Le invitaré a otra copa.

Lo dijo de un modo que parecía indicar que, a poco que lo sugiriese, me invitaría a algo más que whisky.

La dirección recién obtenida me condujo hasta un edificio viejo cuya fachada había sido rehabilitada recientemente. Justo cuando me disponía a mirar el cuadro de timbres un adolescente con un monopatín abrió la puerta para salir; le saludé superficialmente, me deslicé dentro y tomé el ascensor.

Al llegar al apartamento de Candela apoyé el oído en la madera en busca de ruidos en el interior, pero no percibí nada. Después pulsé el zumbador y golpeé la puerta dos veces, como hacen los comerciales de las eléctricas. Pero tampoco obtuve respuesta.

Saqué una tarjeta, me aseguré de que nadie me observaba, la deslicé entre el pasador y el marco, y la puerta se abrió con un chasquido metálico. A continuación me escurrí hasta un saloncito de muebles muy modernos y simétricos que sin duda Candela, o quien fuera el propietario, había comprado copiando de alguna revista de interiorismo. Diseminados por el suelo yacían multitud de vasos y botellas vacías. Pensé que quizás se había celebrado una fiesta recientemente, aunque puede que solo fuera desorden.

Sobre la mesa divisé una botella Gold Riband. Vertí dos dedos sobre un vaso vacío, olfateé el whisky y luego le arreé un trago. Estaba lo suficientemente fuerte como para sacar ampollas al cuero de un búfalo.

Dejé el vaso sobre la mesa, hurgué un poco por el salón, y luego hice lo propio con el resto del apartamento. Primero inspeccioné la cocina, que era una monada, con una nevera grande con cubitera automática y congelador aparte, aunque dentro la fruta empezaba a pasarse. Luego pasé al dormitorio principal y abrí el armario, donde encontré un visón azul plateado, vestidos color frambuesa enloquecida, pantalones de cuero negro, algunos guantes también negros y varios pares de zapatos de tacón de aguja y puntera roja, todo muy a la moda de los clubes nocturnos. En uno de los cajones encontré una gran variedad de herramientas sexuales: vibradores eléctricos, bolas chinas y demás estimuladores.

Registré a fondo el resto del apartamento, pero no encontré cartas, ni agendas de teléfono o listas con nombres. Ni tan siquiera la típica caja de cerillas que proporciona valiosas pistas a los detectives de las películas. Lo único destacable que encontré fue una fotografía enmarcada en una pared del pasillo. Era de una morena de exóticos ojos verdes y figura exuberante. Por un momento me solidaricé con el marido de mi clienta. Solo un enajenado rechazaría a una mujer así por continuar con su mujer Testigo de Jehová.

Volví al salón, cogí el Gold Riband y volví a servirme un trago. Esta vez fueron tres dedos. Mientras sorbía el whisky recordé que no llevaba puestos mis guantes de goma, así que mis huellas debían de haber quedado por toda la casa. Pero no me importó porque no había encontrado nada de interés que meterme en el bolsillo. Todo cuanto yo quería era alguna pista sobre el paradero de la colombiana. Encontrarla a ella era encontrar a Fermín.

Apuré el vaso de un trago y aguardé a que saliera el aire. Justo cuando me disponía a eructar alguien le pegó un puntapié a una de las botellas vacías. Me volví rápidamente. Era un hombre completamente corriente, salvo por la pistola semiautomática USP Compact 9mm, de cañón largo y niquelado, que empuñaba, en mi dirección, en aquél preciso momento.

—Quieto, capullo —me ordenó—. ¿Dónde coño está Candela?

No lo he dicho, pero la USP Compact es la pistola oficial de la Policía Nacional. Claro que, si aquél tipo era policía, yo era la princesa Leia Organa.

Me encogí de hombros y le dije que no tenía ni la más remota idea de quién era Candela.

—Claro, payaso. ¿Y qué haces entonces en su apartamento?

Calculé las posibilidades que tenía de desarmarlo en un solo movimiento, pero debió olerse algo, porque un segundo antes de ejecutar mí plan me ordenó que no hiciera ninguna tontería y mantuviera las manos a la vista.

—Tranqui, colega —le dije—. Sin duda me he equivocado de apartamento. Será mejor que me marche.

Atravesé el salón en dirección a la puerta.

—Un paso más y te ahueco —me amenazó. Me quedé a escasos centímetros del hombre, refrenado por la amenaza de la pistola. Estaba visto que no iba a librarme de él por las buenas, y hacerlo por las malas se antojaba imposible mientras continuara empuñando un arma y decidido a utilizarla contra mí a la mínima oportunidad. Abajo y lejos de mí, la ciudad vivía su vida.

—De acuerdo —accedí—, le contaré todo a condición de que no se lo cuente a nadie.

—¡Empiece a hablar!

—Vale, me llamo Alberto, soy virólogo y trabajo en el Centro para el Control y la Prevención de Enfermedades Peligrosas. Un virus mortal está a punto de propagarse por todo el país. Aún no se ha hecho público, pero es peor que el ébola y en un par de días empezará a diezmar toda la población. Creemos que Candela podría ser la única persona inmune al virus y necesitamos encontrarla urgentemente para desarrollar una vacuna.

El hombre quedó en Babia.

—Por cierto —continué—, ¿es usted un cliente de Candela? ¿Su novio? ¿Un amigo?

—¿Eh? ¿Yo? No, ella trabajó para mí en el pasado…

—¿Y por qué la busca?

—¿Qué…? Ella me robó…

Así que Candela también le había chupado la pasta y ahora la buscaba para recuperarla. No cabía duda de que la colombiana sabía qué utilidad darle a los hombres.

—Espere un momento, ¿qué es todo eso del virus?

—Ya se lo he dicho —señalé tranquilamente—. Le aconsejo que se aprovisione bien de agua y alimentos, se encierre en su casa durante la próxima semana y pico y permanezca atento a la televisión. En breve emitiremos un comunicado con más instrucciones.

La pistola continuaba orientada en mi dirección, pero el asunto del virus ocupaba ahora toda su atención. ¿Verdad que soy ingenioso? Sin embargo si he llegado a ser el mejor detective de la ciudad no es por mi ingenio y capacidad deductiva, sino porque siempre he aguantado todos los golpes que me han caído encima y aplastado con los puños cualquier obstáculo que se ha cruzado en mi camino.

No aguardé más: rápido como un rayo le arreé un golpe en la muñeca con el canto de la mano y la pistola hizo un ruido metálico al caer al suelo. A continuación le agarré la mano con mi izquierda y le estrujé los dedos como si fueran ramitas secas. El tipo empezó a cantar una ópera, pero desafinaba bastante, así que le pegué tres puñetazos seguidos en el hocico con la derecha y luego le agarré del pelo y estrellé su cabeza contra la pared. Fue un golpe muy duro. Tanto que cuando lo solté cayó al suelo y ya no se movió.

Recogí la pistola y me la guardé en la cinturilla del pantalón. A continuación revisé minuciosamente los bolsillos de su chaqueta. En el derecho encontré monedas sueltas, un juego de llaves y un fajito de billetes. Le quité la goma y los conté. Había casi trescientos napos en billetes de cinco, diez y veinte que metí en mi bolsillo. Ya saben, un plus salarial por los riesgos que continuamente he de correr en mi profesión.

En el bolsillo izquierdo llevaba la cartera. El sujeto se llamaba Jose Luis Perona y vivía en el 47 de la Calle de la Industria. Tenía permiso de conducir y una agenda de chicas y negocios nocturnos. Sin duda un proxeneta.

Me quedé reflexionando, y reflexionando prendí un cigarrillo. ¿Sería o habría sido Candela alguna vez una de sus fulanas? ¿Cuál debía ser mi próximo paso en la investigación?

Y en eso estaba cuando el móvil empezó a vibrar dentro del pantalón.

Saqué el aparato y respondí la llamada. Era Milagros Carrascosa, mi clienta.

—Hola, muñeca, ¿va todo bien?

—Gracias a Dios así es —respuso—. Escuche, por favor, tengo que pedirle que se olvide del caso.

—¿Y eso?

—Fermín ha vuelto a casa. Puede quedarse con el dinero que le entregué esta mañana. Por las molestias y todo eso.

—Eh, espere. ¿Qué es eso de que Fermín ha vuelto a casa?

—Sí, hace una hora. Una patrulla de la Policía lo encontró hace dos horas caminando por la playa y lo trajo de vuelta a casa.

Aquello no tenía mucho sentido. Era como si la historia que me había inventado sobre el alzhéimer de Fermín se hubiera hecho realidad.

—¿Por qué lo detuvieron?

—Es que fue atacado y terminó herido, lo que llamó la atención de los policías. Pero no tiene nada grave, gracias a Dios.

—¿Quién le atacó?

—Unos chicos que querían robarle. La Policía está buscándolos en estos momentos.

Rápidamente me puse en guardia. Aquello olía a jugarreta.

—Señora, su marido le ha mentido —afirmé—. Se ha inventado lo del robo para justificar la pérdida del dinero… que sin duda debe estar en los bolsillos de su amante. Es de cajón.

—Pues se equivoca, señor Folgado. Fermín ha traído de vuelta el dinero.

Que me aspen si entendía algo.

—Ya. ¿Y le ha dicho Fermín donde pasó la noche?

—En el Miramar. Fermín alquiló una habitación en la playa para reflexionar con tranquilidad. Fermín necesitaba relajarse y pensar y al final tomó la cristiana decisión de continuar al lado de su mujer.

—Así que le ha perdonado, ¿eh?

—Desde luego. Hay que saber poner la otra mejilla y amar a quienes nos ofenden, ¿no cree? Ya lo decía El Señor.

—Seguro. ¿Está ahí ahora con usted?

—Sí, está en la ducha.

Cerré los ojos e intenté pensar. Para ser sincero aquel asunto me tenía muy confundido. Primero Fermín abandona a su mujer chiflada religiosa por una colombiana de escándalo, y a la mañana siguiente aparece magullado en la playa, con el dinero en los bolsillos después de un intento de robo y ni rastro de la chica.

—Señora Carrascosa, ¿quiere que investigue la agresión a su marido? Esos delincuentes no deben salirse con la suya, ¿no cree? Además podría hacerle un descuento especial en mi tarifa…

—Ni lo sueñe, señor Folgado. Este caso está acabado, Fermín ha vuelto a casa y el dinero ha sido recuperado. Gracias por los servicios prestados, aunque al final su contribución al regreso de Fermín ha sido nula. De todas maneras, que Dios le bendiga. Adiós.

Dicho esto colgó el aparato. Yo seguí reflexionando mientras caminaba hacia la mesa, agarraba la botella del cuello y me dirigía a la puerta de salida. Cuando pasé al lado del chulo, éste se movió levemente y profirió un suspiro.

Sin pensarlo dos veces le arreé un puntapié en la boca del estómago antes de que recobrara el conocimiento completamente y abandoné el apartamento.

En la calle busqué el Porsche, me arreé dos tragos antes de arrancarlo y luego conduje hasta la playa guiado por el instinto. Allí visité el Miramar, donde descubrí que si Fermín se había registrado, debía de haberlo hecho con un nombre falso, lo cual era imposible porque eso solo pasa en las películas. En la vida real hay que entregar el DNI antes de ocupar una habitación, como sabemos todos los adúlteros que alguna vez hemos acudido a hoteles acompañados de nuestras amantes.

También probé en el resto de hoteles de la zona, en El Coso, en Las Arenas y en el Sol Playa, en los cuales mostré la fotografía de Fermín en recepción. Pero nadie le había visto por allí.

Sin embargo tuve suerte en El Chicote, donde el recepcionista reconoció a Fermín cuando le mostré la fotografía.

—No se hospedó aquí —dijo—, pero entró esta mañana buscando un teléfono. Lo recuerdo bien porque iba bastante magullado.

Señaló un teléfono que funcionaba con monedas a escasos dos metros de la recepción.

—¿A qué hora fue eso?

—Sobre las once.

—¿Y oyó lo que dijo? ¿Algún nombre?

—¿Eh…? Pues no sé. ¿Quién es usted?

Sonreí, y a continuación saqué la licencia y la deslicé sobre el mostrador.

—Disculpe —le dije—, debí haber empezado por ahí. Mi nombre es Vicente Folgado y soy detective privado. El hombre al que busco es un enfermo que ha huido del hospital en el que se encontraba ingresado. Se llama Fermín, está en paro, tiene cuatro hijos y su mujer quiere el divorcio y exige una pensión compensatoria que no puede asumir. Sus padres y hermanas quieren que lo encuentre y lo devuelva al hospital para seguir con el tratamiento. Creen que pretende suicidarse.

—¿En serio?

—Completamente.

—¿Qué enfermedad padece?

—Cáncer de pene. Lo más seguro es que tengan que amputárselo, y por eso su mujer quiere el divorcio.

—Entiendo —asintió mucho más receptivo—, pero no escuché nada, salvo un nombre que mencionó varias veces.

—¿Qué nombre?

—Santa Claus. ¿Le suena de algo?

Por supuesto que me sonaba. Santa Claus era una pieza de mucho cuidado. Propietario de un par de puticlubs, su verdadero negocio era el juego, las apuestas ilegales y la usura. Le llamaban Santa Claus porque siempre estaba repartiendo regalos… a quiénes no podían asumir la devolución de los pagos en el tiempo estipulado.

—¿Qué hizo después de llamar por teléfono?

—Entró en la cafetería y se sentó. Es todo lo que sé.

Pensé en darle diez pavos de propina por la información, pero luego pensé que no había mejor gratificación que hacerle creer que estaba ayudando a encontrar a un enfermo canceroso-depresivo con tendencias suicidas.

Pasé a la cafetería del hotel y me dirigí a la barra, donde me encontré con el barman, un chico delgado con gafas de pasta negra, único indicio intelectual en una cara que parecía recién salida de una granja de cerdos.

Le mostré la licencia y le conté la historia del cáncer de polla. Sí, recordaba a Fermín. Había tomado asiento sobre las once y pedido un café con leche y un cruasán. Sobre las once y media llegaron unos tipos y tomaron asiento a su lado. Hablaron poco, menos de diez minutos. Fermín les entregó un sobre y ellos se marcharon, no sin antes arrearle un par de collejas amistosas. Según el barman, parecían gente peligrosa.

—¿Cuántos hombres eran?

—Solo dos. Muy grandes. Uno creo que era del este, rumano quizás.

Sí, debían ser Pacheco y Dimitri, dos de los elfos de Santa. Ellos eran los responsables de entregar a los morosos los regalos de su jefe. Solo que en lugar de trineos y renos se servían de otras herramientas, como bates de beisbol, cadenas y puños americanos.

—¿Qué hizo nuestro hombre después?

—Nada. Se levantó y se marchó.

—¿Nada más?

—Nada más —repuso—. Por cierto, ¿de verdad que tiene cáncer?

—Hasta en las pelotas —detallé.

—¿Y quiénes eran esos hombres?

—Creo que eran homeópatas, pero no me hagas mucho caso.

Abandoné El Chicote y caminé por el paseo, donde negros, moros y payoponis vendían cachimbas de cristal y acero inoxidable, bolsos de imitación, deuvedés piratas, mecheros electrónicos y camisetas de Bob Marley. En un puesto de kebabs papeé de urgencia y cuando llegué al Porsche cogí la botella, me apoyé en la puerta y contemplé el horizonte mediterráneo. Traté de concentrarme en el caso mientras bebía, pero fue imposible hacerlo con todas esas preciosidades de pantalón corto corriendo con sus Mp3 de última generación por la arena fina y dorada de la Malvarrosa. En ese momento una de ellas, vestida con un pantaloncito rosa y una camisa de tirantes, pasó corriendo a buen ritmo. Con cada zancada sus pechos bailaban gloriosos arriba y abajo. Estaba tan buena que sentí deseos de saltar a la arena y perseguirla, pero el pit bull terrier sin bozal y mandíbula babeante que la acompañaba me tiró una mirada asesina y descarté la idea.

¿Cuál era el papel de Santa Claus en el caso? ¿Quién era el responsable de las magulladuras de Fermín? ¿Santa? ¿Sus hombres? ¿El chulo de Candela?

Mientras me rebanaba los sesos en busca de respuestas distinguí otra preciosidad que se acercaba, y esta no tenía perro. Era rubia y corría junto a la orilla con un bikini blanco. Pero en un momento dado cambió de dirección y corrió hacia donde me encontraba, agitando los brazos enérgicamente tratando de llamar mi atención.

Arrojé la botella al suelo, salté a la arena y corrí en su dirección. A medida que nos acercábamos pude ver que estaba más buena de lo que yo había creído en un primer momento. Examiné la raja que se adivinaba debajo del bañador, pensando lo mucho que me gustaría emprender con la lengua tareas de espeleología por allí dentro, y me puse muy cachondo.

Durante todos los años que llevaba de detective privado muchas mujeres atractivas se habían enamorado de mí, pero nunca de manera tan súbita y manifiesta.

Cuando nos encontramos me abalancé sobre ella y la abracé con devoción, deslizando mi lengua por cuello y oreja.

—¡Apártese de mí! —gruñó empujándome con fuerza—. ¿Es que ha perdido el juicio?

—¿Qué pasa, nena? ¿Hace unos segundos me llamaba desesperadamente y ahora me rechaza?

Apoyó las manos sobre las caderas y se inclinó hacia delante tratando de recuperar el aliento.

—¡No era por usted, maldito necio! Ha ocurrido algo horrible y no sabía qué hacer. No llevo el teléfono encima. Entonces le vi y creí que podría ayudarme.

—¿Qué ha pasado?

—Hay alguien en el agua —dijo señalando con el índice hacia algún lugar a su espalda—. Pasé corriendo por allí y vi algo que flotaba. Creo que es una mujer.

Echamos a correr. Cuando llegamos al lugar señalado pude distinguir un cuerpo enfundado en un traje rojo, meciéndose con las olas boca abajo, a solo cuatro o cinco metros de la orilla. Arrojé la chaqueta a la arena y me precipité en el agua, que estaba tan helada que mis testículos se convirtieron de repente en dos bolitas de hielo sólido. Cuando alcancé el cuerpo lo estreché contra mi pecho y le aparté el pelo negro que le cubría la cara. Tenía golpes importantes en cabeza, frente y ojo, pero aun así pude reconocerla.

Era Candela.

Rápidamente la arrastré hasta la orilla y le tomé el pulso. No lo tenía. Para que no me acusaran después de no intentarlo todo comencé a practicarle la respiración boca a boca.

—¿Qué hace? —preguntó la rubia.

—Trato de suministrar oxígeno a los pulmones.

—¿Y para eso tiene que meterle la lengua?

—Si sabe hacerlo usted mejor hágalo —respondí de mala gana. Aunque, para ser sinceros, tenía que reconocer que yo nada sabía sobre técnicas de reanimación.

Me puse en pie, registré mi chaqueta y saqué la pitillera mientras observaba el cuerpo de la colombiana. Tenía la piel lisa y tostada de la mujer latina, aunque con la palidez exclusiva que otorga la muerte.

—Está muerta, ¿verdad?

—Como el atún en lata.

Tomé un cigarrillo y, pensativo, me lo llevé a la boca. Se me empezaban a ocurrir muchas cosas sobre lo ocurrido con la colombiana, pero carecía de pruebas suficientes. Lo malo de haberla encontrado en el agua es que ahora iba a ser imposible encontrar huellas dactilares o restos de ADN del asesino.

Es lo que le dije al subinspector Honoria cuando solo quince minutos después se personó en la playa acompañado de la policía científica, el secretario judicial y el forense.

—Eso ya la sé, Folgado. Lo que no sé es tu implicación en la muerte de esta chica.

Conocía muy bien a Honoria, y sabía de sobra que si no le ofrecía una explicación inmediata me insultaría, me amenazaría y saltaría sobre mi barriga, todo al mismo tiempo. Así que le largué toda la historia con pelos y señales, desde la desaparición de Fermín y el incidente con el chulo de Candela, hasta la reunión en El Chicote con los hombres de Santa y su regreso al hogar con su mujer Testigo de Jehová. En alguna ocasión hizo amago de interrumpirme ante algo que decía, pero no me detuve. Así, fue asimilando todo cuanto le contaba, y cuando terminé, quedó pensativo durante unos breves instantes.

—Entonces ese Fermín ha vuelto a casa, ¿eh?

—Es lo que me dijo mi clienta cuando me telefoneó hará cosa de dos horas —dije tranquilamente—. Oye, ¿por qué no pescamos a Fermín y lo interrogamos a fondo? Si alguien puede arrojar algo de luz sobre este caso es él.

Puede que Honoria no fuera el policía más inteligente de la ciudad, pero sabía reconocer las buenas ideas cuando se las servían en bandeja.

Encontramos la puerta del edificio abierta, y también la del apartamento, lo que nos obligó a ponernos en guardia. Nuestras sospechas se concretaron al escuchar voces en el salón.

—Escuche —dijo una voz de mujer—, no sé quién es usted, pero le sugiero que abandone inmediatamente nuestra casa o aviso a la Policía.

—Señora, usted no me conoce —señaló Perona—, pero su marido sí. Y le digo a usted y a él que yo no me voy de aquí sin mis siete mil pavos, ¿lo pillan?

—¿Pero de qué dinero habla? ¡Ese dinero es nuestro!

—¡Y una mierda! —exclamó el chulo—. ¡Esa zorra me birló los siete mil! Eran mi comisión, solo ella sabía adónde los guardaba.

Eso confirmaba —pensé— la estrecha relación entre Perona y Candela.

—¿Pero de quién está hablando? —protestó la jehovita—. ¡Nosotros somos un matrimonio cristiano! ¡No nos mezclamos con gente de esa calaña!

Perona soltó una carcajada.

—¿Eso es lo que le ha dicho su marido? ¡Pero si estaba liado con esa furcia! —Se dirigió a Fermín—. Amigo, ¿no le ha hablado a su mujer de Candela?

—Escuche, no es necesario que siga por ahí —subrayó Fermín—. Mi esposa lo sabe todo, yo mismo se lo confesé. Candela y yo tuvimos un lío, es cierto, ella sabía cómo engatusar a los hombres para chuparles su dinero, y aunque admito que estuve a punto de caer en sus redes, al final hice lo que mi corazón me dictó: volver a casa con mi esposa. De su dinero o de lo que Candela le robara a usted, si es que lo hizo, yo no sé nada, ¿de acuerdo?

—¡Y una mierda! Usted la utilizó para que me robara ese dinero.

—¡Mentira! —exclamó Carrascosa—. ¡Mi marido no haría nunca una cosa así! ¿Acaso cree que voy a tragarme esa ridícula historia? ¡No tiene usted ninguna prueba!

—Puede que no tenga ninguna prueba —contestó el chulo—. ¡Pero tengo esto!

Perona sacó una pistola. Milagros Carrascosa olió el peligro y se agarró a su cruz. Es posible que los cristianos ansíen firmemente el momento de reunirse con Dios en el Paraíso, pero cuando ven la muerte frente a sí, indefectiblemente todos suspiran por retrasar ese momento.

—Suelte esa arma —exigió el marido.

—Lo siento, pero voy a recuperar mi dinero, por las buenas o por las malas.

No aguardamos más. Honoria y yo entramos en el salón empuñando nuestras pistolas.

—Supongo que con Candela tocó por las malas —solté.

Perona se volvió, pero antes de que pudiera orientar su arma contra nosotros recibió dos balazos simultáneos en el vientre.

¡PLAKA! ¡PLAKA!

Soltó la pistola, se llevó las manos a las tripas y cayó al suelo despacio, muy despacio, hasta quedar sentado.

—La han cagado —balbuceó entre gestos de dolor—, yo no he matado a Candela. Ella me robó ese dinero, ya se lo dije.

—Seguro, payaso —dijo Honoria—. Y por eso la mataste.

Perona trató de decir algo, pero su rostro se convirtió de pronto en una mueca punzante durante tres, cuatro, quizá cinco segundos, y luego, de repente, sus ojos perdieron todo signo de humanidad antes de que su espalda abrazara el suelo.

—Gracias a Dios que han llegado a tiempo —dijo Carrascosa—. Ese hombre iba a matarnos.

—Es muy posible —dijo Honoria—. Consultamos la base de datos mientras veníamos y descubrimos que se chupó dos años de cárcel por agredir a un guardia civil en un control.

Además era un criminal de recursos, pensé. Yo le había birlado su pipa hacía solo un rato y había sido capaz de agenciarse otra en muy poco tiempo.

Carrascosa seguía abrazada su cruz. Dijo:

—Y esa mujer… ¿Es verdad que está muerta?

—Eso pregúnteselo a su marido —señalé.

Todos nos volvimos hacia Fermín, que había permanecido muy callado hasta el momento presente. Su nariz era el doble que en la foto que Milagros me había entregado por la mañana, y su ojo derecho estaba cerrado. Sin duda alguien lo había estado utilizando como saco de boxeo.

—¡Eh! —protestó—. ¿Qué quiere decir con eso?

—Que acabas de enterarte de que la colombiana ha muerto y ni te has inmutado. ¿Cómo es eso? Habíais estado muy unidos, ¿no…?

—Yo siempre quise a mi esposa —dijo—. Nunca llegué a sentir nada por esa mujer.

—Desde luego —continué—. Supongo que por eso la utilizaste, ¿verdad?

En su rostro se dibujaron profundas líneas de hondo desconcierto.

—¿De qué habla?

—De los siete mil que necesitaba para saldar su deuda con Santa Claus. Él le prestó el dinero que había perdido en el juego, pero se retrasó en el pago, Santa Claus le agarró por banda anoche y le colmó de regalos, ¿no es cierto?

—Ya le dije a la Policía que unos ladrones me agredieron para robarme. Además, no sé quién es ese Santa Claus.

—Seguro que sí lo sabe. También sabía que era gente peligrosa, así que a la mañana siguiente, cuando quedó libre, fue al banco y sacó los siete mil para saldar su deuda. El problema es que le iba a ser muy dificil después explicar a su mujer qué se había hecho con ese dinero, así que acudió a Candela y le pidió los siete mil.

Percibí como el sudor empezaba a fluir por sus poros. Imaginé cómo se le escurría por el cuello, desde los sobacos, y por las costillas, deslizándose como gusanos. Mientras, su esposa escuchaba sin perder detalle.

—Está divagando…

—Es verdad, no sé cómo la convenció, supongo que ella estaba enamorada de usted, le contó una mentira, como por ejemplo la promesa de divorciarse de su mujer para empezar con ella en otro sitio. De cualquier forma Candela picó, le sisó el dinero a su chulo y acudió a la playa para entregárselo. Usted acababa de reunirse con los hombres de Santa, a los que les había entregado los siete mil, ¿lo recuerda?

—Tampoco puede probar eso.

—Claro que puedo, hay testigos. En cualquier caso la colombiana debió olerse la jugada, conocía sus problemas con el juego, vio su cara retocada por Santa y le amenazó con ir a la Policía, entregarle a su chulo o, peor aún, revelar a su mujer la relación que mantenía con ella, así como el asunto del dinero. Por eso la mató. Habían caminado hasta las rocas, no había moros en la costa, le rompió la cabeza con una piedra y la arrojó a las olas. ¿Me equivoco?

Milagros Carrascosa perdió visiblemente la compostura.

—¿Qué pretende decirnos? —balbuceó boquiabierta. Ahora agarraba más fuertemente su cruz como un náufrago a la deriva agarraría su flotador salvavidas.

—Que su marido es un embustero y un asesino. Le espera una buena temporada en Picasent…

La pistola de Perona estaba a los pies de Fermín, pero nadie parecía haberse percatado de eso. Se agachó rápidamente, la empuñó y nos apuntó.

—Soltad las pipas, capullos —nos ordenó.

Soltamos las pipas que sujetábamos. Digo las que sujetábamos y no otras porque yo todavía portaba en la cinturilla del pantalón la USP Compact de 9mm que le había sisado a Perona en el apartamento de Candela.

—¿Qué haces, Fermín? —preguntó colérica Carrascosa.

—Cállate, zorra, o te liquido a ti también.

—Así que es cierto que mataste a esa mujer…

Fermín sonrió, pero tras aquella sonrisa logré ver las huellas de la tensión acumulada.

—Lo hice por ti, puta chiflada. Candela era una mujer muy temperamental, se puso furiosa cuando descubrió que la había utilizado para recuperar el dinero perdido. Dijo que iba a contarte nuestra aventura, que lo sabrías todo, que iba a arruinar nuestro matrimonio.

—Y no cabe duda de que lo consiguió —señaló Honoria firmemente—. Suelte la pistola y entréguese. Ya se ha derramado demasiada sangre.

Pero Milagros Carrascosa no era de la misma opinión. La cruz que sujetaba llevaba un botón en la punta del mango, a la altura del pulgar. Lo accionó, se oyó un chasquido y una hoja de seis centímetros saltó del extremo, lanzando vagos destellos de luz por toda la habitación. Fermín adivinó lo que se le venía encima y trató de orientar el arma hacia su mujer, pero no fue lo suficientemente rápido. Milagros trazó un arco con la cruz y le cercenó los dedos suficientes para hacer caer la pistola. Herido y desarmado, Fermín vio horrorizado como su mujer, poseída por el furor de la locura religiosa, volvía a la carga y le hundía la hoja en el abdomen. Fermín soltó un bramido de dolor indecible, al tiempo que Honoria saltaba sobre la mujer antes de que el ataque resultara mortal. Pero fue inútil, Milagros Carrascosa era Testigo de Jehová y estaba dotada de una terquedad que no conocía límites, así que de un codazo le saltó dos piños a Honoria y volvió a la carga contra su marido, que se revolvía en el suelo sobre un reguero de su propia sangre.

Ese hubiera sido su fin… de no haber estado yo allí para evitarlo. Justo cuando la hoja bajaba para rebanarle la yugular descargué una patada sobre su mano y la cruz letal voló por los aires. Milagros levantó la cabeza como un resorte y clavó los ojos en el cañón de la 9 mm perfectamente orientado a su cerebro… o lo que fuera que tuvieran los Testigos de Jehová en la cabeza.

—Señora Carrascosa —le dije seriamente—, contrólese o ni Dios podrá salvarla de una bala.

Sus labios estaban levemente separados y su respiración podía sentirse en toda la habitación. Por un momento pareció que iba a decir algo, pero luego cambió de opinión, se cubrió el rostro con las manos y comenzó a sollozar.

Me enderecé y guardé la pistola. Mientras, Fermín se retorcía en el suelo de dolor. La sangre brotaba de abdomen y manaba como un caldo espeso, lentamente, a borbotones, con ruido húmedo.

—Por favor —lloriqueó—, llamen a un médico, me duele mucho.

Le dije que se riera, que reírse era la mejor medicina. Pero ni siquiera lo intentó.

Veinte minutos después dos enfermeros lo pusieron en una camilla, lo bajaron a la ambulancia y se alejó de nosotros con las sirenas aullando. También con música de sirenas se marchó Carrascosa, solo que era la música de la Policía.

Honoria prendió un cigarrillo y me dio dos palmaditas en el hombro.

—Una bonita historia, Folgado —dijo—. Una fulana muerta por robar a su chulo, el chulo también muerto, y el amante y asesino de la fulana herido de gravedad a manos de su mujer fanática religiosa con tendencias asesinas. ¿En qué clase de mundo vivimos?

No respondí. En lugar de eso saqué un Lucky y lo prendí con mi Flammarion de oro sólido. Si era verdad que un judío había muerto para redimir nuestros pecados, había fracasado rotundamente, lo que demostraba que, o bien lo que se decía de él era pura inventiva, o bien fue el mayor impostor de todos los tiempos.

Las curvas son peligrosas. Por Pablo Hernández Pérez