Un relato clásico de aventuras y misterio, por José Luis Castaño Restrepo: «El Idolo del Pantano»

En alguna parte del Amazonas, 1926

Los porteadores se detuvieron en el claro e intercambiaron unas palabras sin perder de vista a los extranjeros que les habían contratado para aquel misterioso viaje. A pesar del rodeo a través de las riberas boscosas y pestilentes del río, los nativos sospechaban que aquellos forasteros pretendían internarse en las selvas negras que se apreciaban al otro lado de las cataratas. Aquello no les gustaba para nada y comenzaban a discutir en susurros entrecortados que nunca pondrían pie en aquellas tierras malditas.

—No me agrada la expresión de estos salvajes —musitó Jacques, un francés de aspecto vulgar y peligroso, tomando la cantimplora de manos de su compañero—.Puedo apostar que intentarán cortarnos la garganta apenas peguemos el ojo.

Su interlocutor, un ruso enjuto de porte altivo, esbozó una sonrisa extraña mientras se pasaba un pañuelo de seda sobre el rostro perlado de sudor. Sus ojos grises estudiaron a los nativos con atención.

—No te preocupes por esos bastardos —afirmó palmeando las .45 que portaba en el cinto. Dos joyas con mango de marfil perlado y niqueladas a la perfección—, mis amigas son capaces de persuadir cualquier intento de traición.

El tercer hombre que conformaba aquella compañía era corpulento, de piel aceitunada y rostro barbudo. En sus ojos verdes danzaba un destello de ironía.

—No seas estúpido, Sergei —exclamó, acercándose a sus compañeros de aventura—, por ahora necesitamos a los nativos, son los únicos que nos pueden guiar por este océano de verdor y sofoco.

El ruso frunció el ceño y escupió a los pies del portugués.

—Tarde o temprano deberemos encargarnos de ellos —protestó con acritud, sosteniendo la mirada del gigante barbado.

Joao se alzó de hombros y le ofreció a sus acompañantes un gesto indescifrable que les inquietó.

—Mejor tarde que temprano, Sergei —aseguró con dureza—¿O es que pensáis cargar todo el equipo a través de este infierno verde?

El eslavo bajó la mirada a regañadientes, consciente de que los nativos no apartaban la vista de ellos.

—Pero eso no significa que bajemos la guardia —aseguró Jacques, señalando a los porteadores con el mentón.

—De ninguna manera —respondió Joao mientras tomaba un buen sorbo de agua y luego vaciaba el resto sobre su cabeza castigada por el calor.

El portugués se alejó del grupo y se internó en la jungla. Esperó unos momentos antes de extraer el mapa que ocultaba en una bolsa impermeable entre sus interiores. Si sus compañeros se enteraban de la existencia de aquel plano tal vez se les llegase a ocurrir que su presencia no sería necesaria. Les había convencido que toda la información estaba segura en el fondo de su cabeza.

Se trataba de un antiguo pergamino realizado por un misionero español que había cruzado aquellas tierras salvajes dos siglos atrás. En aquel trozo de piel se señalaba un lugar especial, un templo en medio de la selva que había sido erigido por un pueblo misterioso que había desaparecido de la faz de la tierra antes de la llegada de los conquistadores portugueses. La leyenda hablaba acerca de un fenomenal tesoro que se ocultaba en sus linderos devorados por la naturaleza.

Joao sonrió, intentando de nuevo borrar el manchón escarlata que cubría el borde superior del pergamino. Conseguir aquella joya le había costado lo suyo, y la vida del tratante sirio que había matado en Manaos dos días atrás había sido un precio bajo ahora que había conseguido evadir a las autoridades brasileñas que intentaban darle caza. Nadie podría imaginar siquiera que se había aventurado en el corazón de la selva, y mucho menos que contaba con un mapa que le conduciría a un tesoro maravilloso. Limpió la bolsa cubierta de transpiración e introdujo la vitela con reverencial cuidado, antes de reunirse de nuevo con sus secuaces.

Durante dos días vagaron a través de una ribera cada vez más salvaje y agreste, hasta que los signos de presencia humana desaparecieron y se vieron imbuidos en una tierra en la cual la civilización no era más que una palabra sin significado alguno. Los nativos estaban cada vez más alterados y los hombres blancos que los comandaban parecían estar afectados por el sopor y el sofoco que dominaban aquella terrible selva plagada de amenazas.

Poco antes de caer la tarde, tras haber alcanzado una zona pantanosa a unos doscientos pasos del río, uno de los nativos comenzó a gemir con angustia, tomándose una pierna. Los demás porteadores corrieron a auxiliarle, chillando en su extraño dialecto. Sergei fue el primero en llegar y su rostro no era más que una máscara de confusión al advertir la pequeña herida que supuraba sangre un par de dedos por encima del tobillo de aquel miserable.

—¿Qué carajos ha sucedido? —rugió Joao, acercándose al tumulto.

Los ojos brillantes y aterrados del sujeto que lideraba a los porteadores consiguieron alarmarle. El indígena realizaba aspavientos con angustia y señalaba al individuo cubierto en sudor que temblaba y gemía, tomándose la pantorrilla.

—¡Debemos regresar! —aseguró el indígena con una mezcla de portugués y su dialecto nativo—. Volver a Manaos.

—¿Qué pasa? —insistió Joao, quitándose el sombrero panameño y limpiándose el sudor que le rodaba a chorros por el rostro.

—Le ha picado una serpiente —explicó el nativo con una mueca de horror, señalando al miserable que se retorcía sobre el barro.

El portugués agitó la cabeza con furia, no esperaba que un percance de este tipo arruinase una empresa tan arriesgada.

—¡No podemos volver! —espetó, enfrentando la mirada airada del indígena.

Su interlocutor dio un respingo e intercambió unas palabras con sus compañeros que no tardaron en enrarecer el ambiente.

—No seguiremos, volveremos a Manaos —le desafió el viejo que los lideraba, mientras los suyos acariciaban los mangos de los cuchillos y machetes y observaban al portugués con profundo odio.

De pronto, el cuerpo del herido se arqueó en medio de un alarido al recibir la descarga de la Thompson que portaba el francés. Los indígenas desenvainaron pero ya estaban siendo encañonados por el eslavo y Joao.

Estupefactos, observaron los restos de su compañero y el horrible daño producido por los proyectiles del subfusil.

—Os dije que no regresaríamos —apostilló Joao con severidad, indicándoles con un gesto que dejaran los cuchillos y los machetes.

Los indios vacilaron, pero la sonrisa demencial impresa en el semblante de Jacques al montar de nuevo el arma terminó por convencerles.

—Continuaremos más allá de las cataratas —afirmó el portugués, fulminando con la mirada a los nativos—, después de eso seréis libres para regresar —mintió.

Los rasgos afilados del indígena demudaron en una máscara de horror que consiguió alertar a los europeos.

—No…—balbuceó con espanto—. Más allá de las cataratas reinan los Jwale.

—¡Jwale, Jwale! —corearon los demás indígenas, cubriéndose el rostro con las manos.

—¿De qué demonios está hablando este salvaje? —indagó Sergei, intentando ocultar la inquietud que le roía las entrañas al advertir el terror que aquella extraña palabra causaba entre los indios.

—Los Jwale, los demonios cazadores de cabezas —explicó el indígena con aprensión, como si la sola mención de aquella palabra pudiese atraer a los temibles salvajes.

Jacques rompió en carcajadas al advertir la confusión de sus compañeros.

—¡Tonterías y supersticiones! —escupió el galo con acritud, palmeando el cargador aún tibio de la Thompson—. Aquí tengo el remedio para cualquier cafre que intente detenernos.

Sergei le ofreció una sonrisa nerviosa, pero Joao no parecía muy convencido.

—Está bien —dijo el portugués después de unos instantes de vacilación—. Continuaremos, pero primero debemos echar ese cuerpo al río, no quiero dejar pistas por si los brasileños nos siguen el rastro.

Un día más de marcha, fatigosa para los europeos que debían vigilar cada movimiento de los porteadores convertidos en cautivos. Los indígenas avanzaban en silencio, sumidos en una oscura resignación y sabedores del horrendo destino que les esperaba más allá de las cataratas que rugían a sus espaldas.

Ansioso, Joao caminaba en silencio, sin olvidar las advertencias de los aborígenes. De vez en cuando bebía un sorbo de agua, expectante por estudiar el mapa que ocultaba entre sus húmedos ropajes. Sentía la mirada de Jacques a sus espaldas, como si se tratase de un buitre esperando que muriese para devorarle. Aquel francés era un psicópata, producto de la horrenda lucha de trincheras en el Somme y el Marne durante la Gran Guerra. Sin embargo, en aquellos momentos era una herramienta de gran utilidad para lo que vendría a continuación. Volvió la vista y escrudiñó a Sergei. Su figura enjuta y enfermiza era la mejor manera de ocultar la astucia que le había permitido salir con vida de la revolución Bolchevique. El portugués imaginaba que el eslavo era miembro de una familia noble exterminada por los revolucionarios.

Así continuaron hasta el anochecer, buscando un lugar para descansar en medio de una maleza asfixiante que cortaba la piel expuesta. Los mosquitos aparecieron con la oscuridad, aumentando el sufrimiento de los hombres acurrucados entre la espesa vegetación. Sergei fue el primero en prestar guardia hasta pasada la media noche, después de la cual el mismo Joao se encargaría de vigilar.

El sofoco comenzó mucho antes de salir el sol, momento en que la espesura cobraba vida con los chillidos y llamados de todas la criaturas que poblaban aquel inmenso océano de verdor. Sin embargo, entre el grupo de hombres que se atrevían a violentar estos dominios reinaba la incertidumbre.

—¡Uno de los indios ha escapado! —rugió Jacques, ardiendo de furia—, si consigue regresar estamos perdidos.

Joao corrió hacia el lugar donde habían atado a los aborígenes y tiró del cabello del líder, sin ocultar su malestar.

—¡Malditos salvajes! —chilló, taladrando con la mirada al nativo—. Os advertí lo que pasaría si intentabais escapar. —Extrajo un cuchillo afilado y lo acercó al ojo del cautivo.

No obstante, lo que encontró en el semblante del indígena fue un hondo terror que nada tenía que ver con las amenazas del europeo.

—¡Jwale! — balbuceó el aborigen fuera de sí—¡Jwale!

El portugués sintió un retortijón en las entrañas y soltó el cabello del indio con consternación.

—¡Imposible! —replicó Sergei, quien se encontraba parado a su lado con gesto confuso—. Les hubiéramos visto venir, estabais de guardia.

Joao se pasó la lengua por los labios y miró los alrededores con aprensión. Por primera vez el miedo le recorría la nuca como un dedo helado.

—De ahora en adelante estaremos con los cinco sentidos bien aguzados— aseguró, encarando a sus compañeros.

Sergei torció el gesto sin ocultar su recelo y el francés soltó una de sus sombrías carcajadas, como si todo aquello le hiciera mucha gracia.

El sol castigaba con dureza mientras se abrían paso por la agreste vegetación que parecía querer devorarles. El francés cubría la retaguardia mientras sus compañeros avanzaban en cabeza, con los nativos en medio, unidos por una cuerda atada a la cintura para que no intentasen escapar. Joao se estremeció al percibir el hedor que inundaba sus fosas nasales. Cargó la escopeta y se deslizó entre los matorrales hasta alcanzar un breve claro a pocos pasos de allí. Quedó mudo al advertir la carroña que pendía de un árbol, cubierta de moscas y otras alimañas. Sergei lanzó una exclamación de asombro al constatar que aquella masa amoratada y deforme alguna vez fue un cuerpo humano.

Joao se persignó y elevó una oración a un dios que siempre había desdeñado. El único que parecía no verse afectado por aquella espantosa revelación era Jacques, que observaba todo aquello como si no le importase. Los nativos cayeron de rodillas y gimieron, arrancándose el cabello como las plañideras de la antigüedad.

—¡Jwale! —chilló el viejo fuera de sí, señalando el despojo destrozado que colgaba entre las ramas—¡Jwale!

El portugués se acercó al cuerpo mientras sus sienes latían desbocadas. Aguantó una arcada al ver que la cabeza había desaparecido, arrancada con alguna clase de instrumento primitivo que rasgó la carne del cuello con brutalidad.

—Se trata del indígena desaparecido —comentó Sergei con voz quebrada, sin poder apartar la vista del cadáver.

Joao dio un respingo y quedó sin aliento al reconocer el extraño tatuaje en el pecho destrozado de aquel pobre diablo. Un miedo primigenio ascendió desde la boca de su estómago al comprender que el horror del que hablaban aquellos indígenas era real y cercano.

—¿Qué haremos? —inquirió Sergei, intentando demostrar una calma que no tenía.

Jacques les observa con atención, la sonrisa burlona se había esfumado de su rostro.

—No queda más que continuar—apostilló el portugués con un gesto inflexible—. Si esos condenados bárbaros nos siguen el rastro, intentarán darnos caza sea como sea.

Sergei palideció y sostuvo la mirada de Joao antes de asentir.

Aquella noche pernoctaron en una cueva plagada de murciélagos, sumidos en una tensa duermevela y sabedores del terror que campaba a sus anchas en el exterior. Los nativos elevaron sus extraños rezos, aumentando la excitación de sus captores, los cuales no pudieron descansar en toda la jornada.

Sergei despertó poco antes del alba, sumido en un profundo estupor. El corazón amenazaba con salirse de su pecho al advertir el movimiento entre los claroscuros que reinaban fuera de la caverna. Percibía el tinte violáceo que se insinuaba por encima de las copas de los árboles anunciando el amanecer. Amartilló las automáticas y consiguió controlar el temblor que se apoderaba de su cuerpo. Intentó hablar, pero la saliva se le secó en la garganta al captar a la figura achaparrada de ojos inhumanos que le observaba desde el lindero del claro. Retrocedió de manera instintiva y este leve movimiento le salvó del dardo que cruzó silbando cerca de su oreja izquierda. Sin pensarlo siquiera, apretó el gatillo de las .45 y el estampido de las armas despertó el infierno en aquel rincón de la jungla.

Los nativos despertaron entre gritos de espanto, mientras el francés surgía del interior de la cueva rociando a los primeros Jwale que se arrojaban sobre ellos. Cinco aborígenes, de cuerpo achaparrado y pintados de negro de pies a cabeza, se convirtieron en una masa de carne destrozada al recibir los impactos de la Thompson a quemarropa. Un aullido espantoso surgió del interior de la jungla y más salvajes emanaron de la espesura como heraldos infernales.

Jacques continuaba eliminando rivales con cruda precisión al mismo tiempo que Joao se unían a la faena con el poder letal de su escopeta. Los enfurecidos indígenas continuaban con su demencial arremetida, a pesar de que los linderos de la cueva se encontraban alfombrados de cadáveres y moribundos. Un dardo alcanzó a Sergei en el hombro, pero el eslavo soportó el dolor y siguió eligiendo blancos entre aquellos demonios pintados de negro.

Entonces todo terminó y un silencio sepulcral se apoderó de la selva por unos latidos. Los tres europeos permanecieron absortos, con sus armas humeantes y erguidos en medio de aquella masacre pestilente que comenzaba a castigar sus fosas nasales. Lo único que rompía el silencio era el gemido de los moribundos que se arrastraban sobre las vísceras y los cuerpos ensangrentados de sus hermanos.

—Los hemos vencido —apostilló el eslavo con voz quebrada, observando los alrededores con estupefacción—. Hemos derrotado a los malditos Jwale.

Al fondo retumbó un eco atroz, un llamado primitivo y espeluznante que anunciaba que esto era apenas el inicio de aquella pesadilla.

Los tres aventureros intercambiaron miradas de inquietud, conscientes de que aquellos salvajes no tardarían en regresar.

—Los porteadores han huido —afirmó Jacques furioso, oteando en el interior de la cueva.

—No importa —replicó Joao con apremio—, tomaremos solo lo necesario y nos internaremos en la jungla antes de que regresen esos hijos de puta. Nuestra meta se encuentra más cerca de lo que se imaginan.

Avanzaban en medio de una espesura hostil que nunca había sido tocada por mano humana. Gruesas raíces les obligaban a mitigar el ritmo mientras las hojas afiladas les cortaban la piel del rostro, los brazos y las manos. Para empeorar las cosas, el calor apretaba sin piedad y tenían que jadear para conseguir que algo de aire inundase sus pulmones. Pero a pesar de las vicisitudes continuaban avanzando, conscientes de que los Jwale les seguían el paso. Advertían movimientos en el follaje y sonidos extraños que les helaba la sangre en la venas. En medio de aquel tormentoso recorrido el eslavo perdió pie y cayó de rodillas enfrente de Joao.

—¿Qué pasa, Sergei? —le urgió el portugués con ansiedad, tomándole del brazo—. Debemos continuar, nuestra vida depende de ello.

Sin embargo, los ojos vidriosos y enrojecidos del ruso le sostuvieron la mirada con dolor e impotencia. Se llevó la mano al hombro, allí donde había sido alcanzado por el dardo de los aborígenes.

—Creo… que me han envenenado —balbuceó con el rostro convertido en una máscara cadavérica, cubierta de transpiración.

Joao parpadeó aterrado, oteando los alrededores al tiempo que los chillidos de los salvajes se multiplicaban por doquier y se escuchaban cada vez más cerca.

—Yo os cargaré—exclamó el portugués, intentando echárselo al hombro.

—¡No! —protestó Sergei con determinación—, dejadme aquí, yo os cubriré.

Jacques contemplaba la escena con un gesto de sorpresa.

El portugués se volvió hacía él.

—Dadme un par de granadas —ordenó, estirando la mano.

El francés torció el gesto y le entregó los explosivos de mala gana.

—¡Huid! —les apremió Sergei con una mueca de sufrimiento—.Nos pisan los talones.

Joao intercambió una fugaz mirada con el francés y luego corrieron sin mirar atrás, abandonado al ruso a su suerte. Se internaron en la fronda más espesa en dirección al bramido de una poderosa catarata. No tardaron en escuchar el eco sordo de las .45 del eslavo y luego un par de explosiones que permanecieron flotando en el aire por un tiempo indeterminado. Ambos hombres aceleraron el paso, cortando el follaje con sus machetes y esperanzados en alcanzar el agua que significaría su salvación.

—¡Allí! —señaló Joao con angustia, advirtiendo el resplandor del sol sobre el agua que descendía a toda velocidad sobre el peñasco.

Entonces Jacques se giró y abrió fuego, abatiendo a un par de aborígenes que se les echaban encima. De todos lados comenzaron a llover dardos y saetas, mientras el clamor bestial de los Jwale amenazaba con hacerles estallar los tímpanos. Joao continuó corriendo hacía el resplandor cristalino de la cascada y, en su afán, casi partió en dos de un disparo a otro indio que se atravesó en su camino. Jadeante, abandonó la espesa fronda y se encontró en el borde rocoso de un acantilado de al menos treinta metros de alto. Abajo, la cascada desembocaba en una piscina natural de aguas cristalinas. En ese preciso instante, Jacques brotó de la maleza y, con un grito angustioso, se arrojó por aquel risco pedregoso. El portugués siguió su caída con morbosa fascinación y luego volvió la atención hacia la espesura de la cual surgían aquellos remedos de hombres, achaparrados y brutales. Descargó la escopeta sobre el primero y la cabeza desapareció en medio de una lluvia de huesos, cabello y materia gris. No obstante, el siguiente salvaje se arrojó sobre él en medio de un alarido furioso y ambos cayeron por el acantilado en un abrazo de muerte.

Joao se agitó y sintió que algo tiraba de él con fuerza, luego sus ojos se vieron deslumbrados por el brillo solar y sintió que temblaba con el cuerpo empapado. Los orbes grises del francés le estudiaban con preocupación.

—¿Estáis bien? —inquirió Jacques, echándose la Thompson a la espalda y tirando del portugués.

Confundido, Joao tosió y vio de soslayo el cuerpo quebrado de su rival, retorcido de manera antinatural sobre una roca. Había tenido suerte de haber caído en el agua y no contra aquel florecimiento rocoso. Arriba, las siluetas de los Jwale les señalaban sin dejar de gritar en su tosca lengua al tiempo que arrojaban dardos que se perdían en el agua.

De pronto, el portugués estudió su entorno y reconoció algo que había identificado en el mapa del misionero.

—¿Ahora qué haremos? —inquirió el francés, respirando hondo y pasándose la mano por el cabello empapado.

—Iremos por el maldito tesoro —replicó Joao, esbozando una sonrisa cansina y tomando la escopeta que yacía en la orilla.

Jacques torció el gesto y se alzó de hombros.

Joao se guiaba por medio de unos espeluznantes monolitos antropomorfos, medio devorados por la jungla y el verdín. Ambos se internaron a través de una fronda espesa y malsana, hasta que el tronar de las cataratas se perdió en la distancia. Después de una jornada de pesadilla advirtieron los humores fétidos de un pantanal, un hedor espantoso que les revolvió las tripas. Los ojos del portugués resplandecieron de emoción al vislumbrar en la distancia lo que parecía ser una edificación monumental que luchaba contra la jungla que se la tragaba lentamente.

—¿Qué diablos es eso? —inquirió Jacques con inquietud, observando el lúgubre edificio.

—Parece una pirámide—replicó Joao, fascinado por aquel descubrimiento.

—Hay algo maligno allá adentro —comentó el galo con desasosiego—, puedo sentirlo en las entrañas.

Joao soltó una carcajada y palmeó el hombro de su compañero.

—Fama y fortuna es lo que nos espera allí adentro, amigo mío.

Tardaron un par de horas en rodear el pantano y a las horrendas criaturas que allí reptaban. El sol se ponía en el horizonte cuando encontraron una especie de sendero que les llevaría hasta la edificación. Al descubrir huellas aprestaron las armas y continuaron con sigilo.

Jacques dio un respingo al advertir un hedor familiar. Le indicó al portugués que guardase silencio y avanzaron como sombras a través de la senda plagada por los claroscuros del anochecer. Joao ahogó un grito al percibir los cuerpos desollados que pendían de largas lianas atadas a las copas de los árboles. Una espesa cortina de moscas rodeaba los cadáveres de los que alguna vez fueron sus porteadores.

—Malditos demonios —jadeó Jacques, sintiendo el frío del horror ascendiendo por la nuca—.Los han desollado vivos.

—¿Cómo podéis saber eso? —inquirió Joao con el rostro convertido en una máscara de alabastro.

—Mirad la expresión de sus caras —le indicó su compañero.

El portugués se persignó, intentando controlar el pánico que le roía las entrañas al ver aquellas muecas de espantoso tormento.

—¿Nos largamos? —preguntó Jacques, taladrando al hombre de piel aceitunada con sus ojos grises.

—Demasiado tarde para volver atrás —dijo Joao con firmeza—, vale la pena arriesgarse por ese maldito tesoro.

Jacques asintió y volvió la vista hacia la espeluznante y silenciosa edificación.

Alcanzaron los linderos del pantano y vislumbraron un arco sumido en tinieblas que conducía al interior de la pirámide. El francés se adelantó con sigilo y, después de revisar los alrededores, le hizo una seña a Joao para que le siguiera.

Se internaron a través de un corredor iluminado por el espejismo nocturno que se filtraba por las amplias troneras del techo. Un fulgor tenue que desvelaba unos inquietantes bajorrelieves en los muros que escenifican monstruosos sacrificios. Giraron un recodo y quedaron paralizados al advertir el curioso y potente resplandor que daba vida a un recinto al final del pasillo de piedra.

Intercambiaron miradas de estupefacción y se deslizaron al abrigo de las sombras de la pared hasta que alcanzaron el umbral. Mientras se acercaban escucharon una monserga inquietante que les aceleró el corazón en el pecho. Jacques aferró la Thompson con dedos sudorosos y le pareció que el eco de sus pasos despertaría las horrendas criaturas inmortalizadas en los muros y que parecían seguirles con sus ojos pétreos.

Se trataba de una estrecha sala circular, rodeada de columnas labradas que soportaban una bóveda de jade por la cual descendía un chorro de brillo lunar que dotaba todo de un aire de extraña irrealidad. Al menos una docena de Jwale rodeaba un altar de tosco basalto en cual se debatía una figura ensangrentada, mientras oraban a un ídolo bestial que resplandecía bajo el fulgor argento de la señora de la noche.

Joao abrió los ojos y quedó mudo al estudiar la figura reptiliana que adoraban los aborígenes. Se trataba de una efigie de oro puro, con orbes de rubí y garras de jade, que descansaba sobre un horrendo altar de cráneos humanos. Desde su posición calculó que aquella efigie pesaría al menos diez kilos.

—¡La maldita estatua es el tesoro! —susurró emocionado a oídos de Jacques.

El galo arrugó el ceño y encaró a su acompañante con una mueca de espanto.

—Sergei… —balbuceó estupefacto, señalando al pobre diablo que se debatía en el altar—. Aún vive.

Joao reconoció entonces aquel cuerpo desnudo que gemía y se retorcía en medio de un terrible sufrimiento, mientras una bruja, enjuta y sucia, cortaba su carne con una hoja de pedernal, sin dejar de repetir aquella espeluznante monserga que retumbaba en las paredes.

—¡Debemos hacer algo! —exclamó el francés con apremio.

—¿Y qué podemos hacer? —inquirió Joao, apretando el hombro de su compañero.

Jacques se mordió los labios en un gesto de impotencia. Allí, al fondo, descansaba el tesoro que les había impulsado a arriesgar el pellejo en aquella condenada selva y por el cual ahora la vida del eslavo pasaba con rapidez a un segundo plano. Empero, todo aquello no les preparó para lo que vendría a continuación.

Desde las sombras, surgió un salvaje pintado de rojo con una mata de cabello azabache atada por encima de la cabeza. Una grotesca máscara reptiliana cubría su rostro y en la diestra portaba un burdo cuchillo de piedra que refulgía bajo el roce de la luna. Tomó a Sergei del cabello y comenzó a aserrar su cuello sin miramientos, al mismo tiempo que la cadencia de la cantinela de los Jwale cobraba vigor y martillaba el cerebro de los espantados europeos que atestiguaban aquel horror primigenio que ningún ser civilizado había visto con anterioridad.

Elevó la cabeza ensangrentada y la ofreció al ídolo de oro que resplandecía sobre su espeluznante altar de cráneos y testas putrefactas. Dos salvajes tomaron el cuerpo deshecho del eslavo y lo arrojaron a través de una abertura a los pies del altar de la efigie.

En ese preciso momento, Joao se volvió al percibir roce de telas a su alrededor. Dos Jwale se acercaban con sigilo, enarbolando cuchillos de obsidiana. El portugués se volvió como un león acorralado y vació la escopeta sobre ellos, despertando el infierno en aquel templo maldito.

Los aborígenes en el interior de la estancia se irguieron en medio de un alarido de furia, al tiempo que el sujeto pintado de rojo señalaba a los intrusos con la cabeza de Sergei aún en sus manos. La bruja enjuta dejó escapar un chillido inhumano y se arrojó sobre los europeos con los ojos cargados de odio.

Jacques apretó el gatillo de la Thompson y los Jwale se deshicieron a sus pies como muñecos de trapo. La anciana se acercó al francés, pero éste le estalló el cráneo con una ráfaga a quemarropa que le roció los sesos sobre el rostro.

En ese mismo momento, Joao, cegado por la codicia, se abalanzó sobre los salvajes restantes y mató a dos antes de quedarse sin munición. El hombre pintado de rojo lanzó una estocada con la hoja de pedernal, pero el portugués la evadió con una finta y le destrozó la mandíbula con la culata de la escopeta. El Jwale perdió pie y Joao continuó golpeándole con la culata hasta que la cabeza no era más que una masa de carne y hueso irreconocible.

Ambos hombres intercambiaron una mirada de estupefacción, conscientes de que habían exterminado a todos los nativos. Joao se pasó la mano por el rostro ensangrentado y se acercó al altar con emoción. Tomó la figura de oro y sonrió al advertir que pesaba más de lo que había pensado. Por un momento, se vio hechizado por aquellos orbes de rubí que parecían lágrimas de sangre.

—¡Debemos largarnos de aquí! —espetó el francés con desasosiego.

Al fondo se escuchaban gritos y el eco de pies desnudos sobre la piedra.

—¡Vienen más salvajes! —le apremió Jacques de nuevo, volviendo la vista hacia el corredor.

Una veintena de sombras se reflejaron en los muros del pasillo y los semblantes crueles y despiadados no tardaron en materializarse en el umbral. Joao arrojó una granada y tiró del francés. Ambos se derrumbaron sobre los cadáveres antes de que el estruendo de la explosión les cubriera de restos humanos. En medio del polvo y la confusión, Jacques terminó de vaciar las balas que aún conservaba sobre los aturdidos supervivientes de la granada.

Maldijo y arrojó la Thompson sobre el rostro de otro nativo que ingresaba en el recinto. Entonces sintió cómo el portugués tiraba de su brazo, indicándole la abertura oscura por la cual habían arrojado el cuerpo decapitado de Sergei. Más Jwale hacían su aparición en escena, y los europeos comprendieron que no les quedaba otra cosa por hacer que precipitarse por aquella abertura putrefacta y siniestra. Antes de desaparecer por la hendidura, Joao arrojó la efigie en medio de una carcajada demencial.

El galo se lanzó en pos de su compañero y se vio sumergido en una oscuridad pestilente al rodar a través de aquella sólida penumbra. No tardó mucho en estrellarse contra un firme crujiente unos metros más abajo. Tomó una bocanada de aire viciado y tanteó con los dedos la extraña superficie en la cual se encontraba. Sintió un vacío en la boca del estómago al constatar que se hallaba sobre una pila de huesos humanos. Costillares reventados, trozos de fémur, vertebras y piezas de pelvis.

Se irguió con tiento, asfixiado por aquel lugar, gélido y aterrador, que hedía a la podredumbre de la muerte.

—Joao —susurró, pero aquel sonido retumbó como un trueno en el interior de aquella caverna.

Escuchó unos pasos crujientes en medio de las tinieblas y retrocedió de manera instintiva.

—¿Jacques? —la voz del portugués permaneció flotando en aquella atmosfera asfixiante y repulsiva—¿Estáis aquí?

—Sí —susurró de nuevo con el corazón en la garganta.

Escuchó el roce de tela y los pies del portugués aplastando los huesos.

—Este lugar es una tumba infecta —murmuró Joao a pocos pasos del francés—.Tengo el maldito ídolo, Jacques, somos condenadamente ricos.

El francés palpó la superficie fría y rugosa de la efigie y sintió un extraño desasosiego.

—Debemos salir de aquí—aseguró con nerviosismo—, pero primero debemos ver en dónde nos encontramos.

Joao extrajo un mechero de su bolsillo y encendió un trozo de tela que rasgó de la chaqueta.

Atónitos, descubrieron que aquel lugar era un gigantesco osario. Miles de esqueletos hechos pedazos se apreciaban hasta donde lo permitía la esfera luminosa de la improvisada tea.

Jacques agachó la mirada, atraído por el fulgor de los rubíes que resplandecían en la testa de aquella repulsiva efigie dorada.

Entonces Joao soltó un grito de espanto y el francés contempló con horror a la criatura escamosa que se abría paso entre los huesos rotos. Un terror primigenio salido de una era cavernaria que les estudiaba con aquellos orbes rojos y malignos, ansioso por devorarles. En ese preciso instante, antes de perder la cordura, Jacques comprendió que aquel engendro milenario era la figura inmortalizada en el ídolo de oro. Lo último que vieron sus ojos antes de que la luz se extinguiera para siempre, fue al inmenso lagarto arrojándose a una velocidad vertiginosa sobre el portugués y destrozándole con sus mandíbulas afiladas. El grito de ambos hombres permaneció flotando en medio de las tinieblas antes de apagarse para siempre.

FIN