Colección de relatos clásicos y relatos enviados por usuarios para su publicación
Entusiasta de la novela negra, de las crime novels, y como no, de los relatos pulp de las míticas revistas estilo Black Mask, donde el mejor hairdbold de autores como Raymond Chandler o Dashiell Hammett se daban cita para regocijo de sus lectores, tenemos a Manuel del Pino, escritor de nuevo cuño, y claramente influenciado por los Años Dorados de la Era Pulp. En las líneas que siguen el mismo os dejará algunas pinceladas acerca de su bio, y como no, uno de sus relatos policíacos, a modo de presentación.
En la entrada de hoy presentamos un nuevo escritor de ficción pulp. Se llama Sergio L. Doncel, autor del relato titulado Experimento diabólico en Sirga, que seguidamente os ofrecemos. Pero antes, dejemos que nos cuente algo sobre sí mismo. Y por supuesto, animarle a que siga escribiendo pulp.
En la entrada de hoy os presentamos a un nuevo autor. Se llama Robert Edgar Blond, y el estilo de su prosa es todo un homenaje a clásicos como Lovecraft o Howard. Todo un apasionado de la literatura pulp, de hecho utiliza para sus trabajos una vieja máquina de escribir Underwood de los años 20, herramienta de trabajo habitual para los escritores de la época. Ahora os dejamos con uno de sus relatos, firme candidato para nuestra publicación dedicada a la weird menace: Amanecer Pulp, y en el cual podemos experimentar una atmosfera inquietante y opresiva, tal y como nos tiene acostumbrados el maestro de Providence.
Sauces y fresnos, cerezos y encinas, pinares y robledales, se extendían a lo largo de aquella basta extensión de tierra; el estanque, de aguas turbias, era cercado por una valla, y pululaban por él toda clase de carpas y barbos. Aquellos eran los dominios del conde de una región de Dusseldorf, en la recién anexionada Renania, de nombre Víctor Kalinin, estimado por el Electorado de Brandeburgo y el Condado de Vivillos. Este noble de sangre prusiana, de unos cincuenta años de edad, habitaba la mansión de la colina, emplazada en mitad de aquellas arboledas y fuentes. Más allá se extendían terrenos baldíos, páramos de arenas cenicientas poblados por rústicas aldeas de baja techumbre, cada una separada de la otra por multitud de kilómetros. Los caminos rocosos, el gélido clima y la pobreza vigente hacían de la vida allí pura supervivencia. Los chopos, cercanos a la rivera del río, se agitaban con el viento desprendiéndose de sus últimas hojas.
Sinopsis: Remake del pulp original. Una misteriosa figura conocida como «la Rana» ha formado una organización muy compleja de vagabundos, prostitutas y ladronzuelos. Su objetivo es que los pobres y los desposeídos formen una especie de nación clandestina, tiene demandas contra el gobierno que buscan ayudar a los menos privilegiados. Para hacerlo entabla guerra contra los dos principales mafiosos, Yakaveta y Vallenquist, así como cometer actos de terrorismo. Frank Mercer es un ex-convicto vagabundo que se une a la liga de las Ranas, pero pronto se da cuenta que debe detener a su líder antes que su sed de sangre termine por lanzar a todo el gobierno en una cacería salvaje contra todos los vagabundos. Tiene algunos toques de ciencia ficción y magia, pero su mecánica básica es que es una historia de detectives, hay pistas y una gran revelación al final.
Frank Mercer conocía tanto del origen de la liga de las ranas como la prensa o la policía. La voz se había corrido entre los vagabundos, existía uno que comandaba a un ejército, un vagabundo millonario. Algunos decían, en susurros a la mitad de la noche, que la Rana no era humana y que no podía morir. Otros, un poco más sobrios, decían que era un mafioso que huía de su antigua pandilla y que usaba su dinero para hacerse de una vasta red criminal con la cual protegerse y hacer dinero. La prensa fue la última en enterarse, incluso cuando la policía ya había levantado la alarma. A nadie le importaban los vagabundos, y los primeros reportes de vagabundos organizados para asistir en planes sumamente complejos para robar algún banco o liquidar algún mafioso, fueron vistos con escepticismo. Después de todo, en la opinión popular, los vagabundos eran los fantasmas urbanos que, de ser capaces de organizarse, pronto dejarían de ser vagabundos. En ese verano, sin embargo, la ciudad entera no tendría más remedio que aceptar que aquellos individuos lastimeros llegaron a tener la vida de miles de personas en sus manos. En ese verano todos supieron de la Rana y en ese verano todos temblaron de miedo ante la imagen de un vagabundo común. Quienes habían sido dejados atrás por un sistema inhumano eran ahora los amos de la ciudad y su destino sería elegido por los fríos corazones de quienes habían sido rechazados tantas veces.
Era noche de luna nueva en el Valle de las Sombras, situado en la frontera de las caóticas tierras de Doraland, cuando una figura vestida de negro y encapuchada se deslizó entre los macizos muros que protegían la Torre de la Muerte, sede de la Hermandad Oscura. La figura se movía en la oscuridad de la noche con el sigilo de la pantera y la rapidez de la cobra, demostrando tener también la capacidad visual nocturna del búho. El intruso solo fue visto justo en el momento en que lo deseó, que fue exactamente al acercarse a los guardias que custodiaban la entrada de una gran puerta metálica. Los guardias, al verse sorprendidos por aquella sombra, se prepararon para dar la alarma, pero aquel encapuchado pronunció la contraseña de los Hermanos, por lo que decidieron dejarle pasar. Una vez al otro lado de la puerta, el encapuchado subió unas estrechas escaleras que más tarde le condujeron a una serie de estrechos y largos pasillos, cruzándolos con gran precaución pues sabía que estaban llenos de las trampas más mortales que el hombre podría cavilar. Atravesar los corredores de la Torre de la Muerte sin los conocimientos adecuados o sin la debida salva custodia desembocaba sin lugar a dudas en el destino más horrible que pudiese ser imaginado: chorros de un ácido tan corrosivo que convertía al más grande de los guerreros en un amasijo de carne supurante; pozos de interminable descenso cuyo final terminaba abruptamente en una serie de estacas punzantes untadas con veneno de serpiente; muros deslizantes que aplastaban en un abrazo mortal hasta convertir en polvo los huesos del desdichado objetivo; criaturas horribles que esperaban la oportunidad de salir de sus jaulas para abalanzarse hambrientas sobre sus presas y devorarlas entre terribles aullidos de angustia y dolor; y así, hasta muchas otras trampas más que servían como protección a la Hermandad Oscura, la más temible secta de asesinos del reino, tan aterradora era la simple mención de su nombre que nadie osaba decirlo en voz alta, sólo entre susurros.
“... la espada de Morkar, la Gran Espada, ha de ser mía”, se repetía una y otra vez sir Rolif. En estos momentos, el caballero se encontraba solo, de pie ante la inmensa montaña cuya siniestra sombra parecía envolver al mundo entero. El viento frío del otoño le susurraba desalentadoramente en los oídos, como desanimándole a emprender la labor que debía llevar a cabo. La Montaña Maldita de Terendur parecía inexpugnable, no sólo por su altura o su inclinación, sino por su aspecto maligno e inquietante, que haría retroceder hasta el más grande de los guerreros. Contemplar aquella cumbre rocosa, que se alzaba hacia el cielo nuboso como una lanza que quisiera ensartar la morada divina de los dioses, causaba una profunda desazón en el interior de cualquiera que lo vislumbrase. Pero sir Rolif, el gran caballero de la sagrada Orden del Temple, el defensor de los débiles y de los oprimidos, el valiente guerrero designado para desarrollar aquella arriesgada empresa, no dudó ni un instante: “he de conseguir la espada”.
Y así, el valiente caballero empezó a trepar. Al principio el ascenso fue fácil, pero tras más de una hora escalando, el viento, que apenas había sido una ligera brisa, parecía haberse transformado en un violento huracán, un fenómeno seguramente provocado por las fuerzas sobrenaturales que intentaban derrotar a sir Rolif. También el frío se había vuelto insoportable, congelando los dedos del caballero hasta hacerlos casi insensibles, provocándole una serie de temblores que presagiaban una caída inminente por la empinada ladera. Sir Rolif se encontraba sólo, herido y hambriento, los músculos de su cuerpo agarrotados y su respiración entrecortada por el cansancio y la baja temperatura. Anhelaba sus ropas lujosas que solía ostentar por su condición de sangre noble, las decoradas paredes de los palacios que acostumbraba a frecuentar en su lejana tierra natal, la suave risa de su prometida, lady Hellen, con su eterna sonrisa pícara y juvenil...